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Paseo de la Constitución, Baeza, el pasado mes de enero, fuente diario Ideal, 17.01.25 |
En unos minutos y sin
demasiado esfuerzo —los dos tenían experiencia en trabajos de construcción—
talaron lo que había crecido con extrema lentitud durante dos siglos, al ritmo
solemne de los procesos de la naturaleza, con la paciencia gradual con la que
crecen y se edifican las obras más valiosas, las naturales y las humanas, los
bosques y las catedrales, los arrecifes de coral, las ciudades crecidas orgánicamente
sin que nadie las haya planificado, las formas civilizadas de convivencia.
En la bella Baeza, que
forma con Úbeda un espejismo doble de clasicismo italiano en medio de los
olivares de Jaén, un ayuntamiento regentado por bárbaros
decretó hace unos meses la tala de los árboles enormes que daban sombra y vida al paseo
de la Constitución. La tala no se hizo de noche ni fue anónima, y, sin embargo,
los concejales arboricidas no corren el menor peligro de ser acusados ante un
tribunal. Dejan desierto y pelado un paisaje que uno lleva viendo toda la vida
y están talando al mismo tiempo este momento presente y el recuerdo.
Antonio Muñoz Molina, «Como el árbol talado» (fragmentos), El País, 24.05.25
* * *
Al día
siguiente quedé con mi amiga para tomar café en el Bombay después de comer. Nos
gustaba ese sitio en la calle Real, bajo la imponente torre de las campanas de
la catedral, uno de los contados de la capital al que no había alcanzado la
moda de los cristales biselados y las cerámicas estridentes. Así aprovechábamos
para entrar al templo, sin que en cada ocasión dejara de sorprendernos la
atmósfera mágica de sus perfectas proporciones, en especial las de su sacristía
y sala capitular, dos de los espacios más elegantes de la arquitectura
española. No mucho más restaba que ver en la muy noble y leal ciudad, ignorada
por sus vecinos y arrasada con método por los alcaldes de sus últimos cien
años. En este periodo se había destruido lo que se tardó dos mil años en
moldear: habían caído iglesias, conventos, palacios, teatros, casas populares,
calles y plazas enteras; hasta el ambiente era distinto, abandonados los
barrios históricos y desplazada la gente del casco antiguo hasta las partes
modernas, trazadas al azar, sembradas de bloques de pisos cada uno de una
clase, sin orden ni concierto. Cuando algunas voces se alzaban, las de los
aguafiestas de siempre, ya era demasiado tarde. Pero lo mismo había sucedido
con la mayoría de las ciudades y los pueblos de la provincia, siempre en la
cola de las estadísticas. No éramos genios de la conservación. Sólo las pocas
que habían sabido proteger su patrimonio empezaban a gozar de los beneficios
del turismo y de un prestigio que ya traspasaba las fronteras, después de la reciente
declaración de dos de ellas, las más representativas, como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Antonio Erena Camacho, El secreto del escultor, Gráficas La Paz, Torredonjimeno, 2012, p. 52.
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