Un toro de Cebada Gago embiste a los mozos en la curva de Mercaderes, Pamplona, 2º encierro 2016 Foto: Maite H. Mateo |
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
Antonio Machado, El mañana efímero (fragmento)
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
Antonio Machado, El mañana efímero (fragmento)
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El espacio de terreno que iba del extremo de la
ciudad a la plaza de toros estaba embarrado. La gente se aglomeraba a lo largo
de la empalizada que llevaba hasta el ruedo, y una compacta muchedumbre
abarrotaba los balcones exteriores y el borde superior de la plaza. Oí el
cohete y supe que no conseguiría entrar en el ruedo a tiempo para presenciar la
llegada de los toros. Entonces me dirigí hacia la empalizada, abriéndome paso a
empellones por entre la gente. Quedé prensado contra los tablones de la empalizada.
La policía despejaba la senda formada por las dos vallas, y la muchedumbre que
la ocupaba se dirigía tranquilamente o a paso ligero hacia el interior de la
plaza. Luego empezó a llegar gente corriendo. Un borracho resbaló y se cayó.
Dos guardias lo cogieron y lo arrojaron al otro lado de la empalizada. Ahora la
muchedumbre ya corría a toda velocidad. La gente prorrumpió en un gran grito y,
al pasar mi cabeza por entre dos tablas, vi que los toros acababan de entrar en
el largo corral, al término de su trayectoria callejera. Avanzaban velozmente,
ganando terreno a la muchedumbre. Y precisamente entonces otro borracho se
adelantó desde la empalizada con una blusa en las manos; quería usarla como
capa para torear. Los dos guardias se precipitaron y lo agarraron por el
cuello; uno le pegó con la porra; luego lo llevaron a rastras hasta la
empalizada y permanecieron pegados a ella, en tanto que pasaban los toros y las
últimas oleadas de gente. La muchedumbre que corría delante de los toros era
tal que tuvo que comprimirse y aminorar la marcha al avanzar por entre las
empalizadas que llevaban hasta el ruedo; y cuando los toros pasaron galopando
en manada, pesados, con los flancos llenos de barro y balanceando los cuernos,
uno de ellos salió disparado hacia delante, cogió por la espalda a uno de los
que corrían y lo levantó por los aires. El hombre iba con los brazos pegados al
cuerpo y, al entrarle el cuerno, echó la cabeza hacia atrás; el toro lo levantó
y luego lo dejó caer. Cogió después a otro hombre que corría ante él, pero éste
desapareció entre la multitud, que franqueó la puerta y se metió en el ruedo,
con los toros detrás. Se cerró la puerta roja del ruedo y la muchedumbre que
llenaba los balcones exteriores se precipitó a empujones hacia el interior. Se
oyó un grito; luego otro grito.
El hombre que había recibido la cornada yacía boca
abajo en medio del barro pisoteado. Yo no podía verlo, porque la gente había
saltado por encima de la empalizada y había formado una espesa masa en torno a
él. Del interior de la plaza llegaban gritos. Cada uno de ellos significaba el
ataque de algún toro contra la multitud. Por el grado de intensidad del grito,
uno podía hacerse idea de la gravedad de lo que ocurría. Luego se elevó el
cohete que anunciaba que los bueyes habían conseguido sacar a los toros del
ruedo y los habían metido en los corrales. Me alejé de la empalizada y me
dirigí a la ciudad.
De regreso a la ciudad, me fui al café para tomar
una segunda taza de café y tostadas con mantequilla. Los camareros barrían el
suelo y limpiaban las mesas. Uno se acercó a preguntarme qué deseaba.
—¿Ocurrió algo en el encierro?
—No lo vi todo. Un hombre fue gravemente cogido.
—¿Dónde?
—Aquí.
Me puse una mano en los riñones y la otra en el
pecho, en el sitio por donde, al parecer, habría salido el cuerno, en caso de
atravesarlo. El camarero asintió con un movimiento de cabeza y con el trapo
quitó las migas de la mesa.
—Gravemente cogido
—dijo—. Y todo por deporte, todo para divertirse.
Se alejó y volvió con el café y la leche, en sus
jarros de largas asas. Vertió la leche y el café. De los largos picos salían
dos chorros, que iban a parar dentro del gran tazón. Inclinó nuevamente la
cabeza.
—Gravemente cogido
por la espalda —repitió.
Puso los jarros encima de la mesa y se sentó en la
silla que había junto a ella:
—Una buena cornada.
Y todo para divertirse. Sólo para divertirse. ¿Qué opina usted de eso?
—No sé.
—Pues es así: todo para divertirse. Divertirse,
¿comprende?
—¿No es usted aficionado?
—¿Yo? ¿Qué son los toros? Animales. Animales
salvajes.
Se levantó y se llevó la mano a los riñones:
—La espalda atravesada de parte a parte. La espalda
atravesada de parte a parte por una cornada.
Para divertirse…, ¿comprende?
Sacudió la cabeza y se alejó con los jarros.
Pasaban dos hombres por la calle y el camarero los llamó. Su aspecto era grave.
Uno de ellos sacudió la cabeza.
—¡Muerto!
—gritó.
El camarero movió la cabeza de arriba abajo. Los
dos hombres siguieron andando. Iban a hacer algún recado. El camarero se acercó
a mi mesa.
—¿Oyó usted? Muerto
—repitió en inglés—. Ha muerto. Atravesado por un cuerno. Y todo para
divertirse una mañana. Es muy flamenco.
—Es una pena.
—Eso no es para mí —dijo el camarero—. No veo la
gracia de esas cosas.
Ernest Hemingway, Fiesta (The Sun Also Rises), Capítulo XVII (fragmento, trad. M. Solá)
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