sábado, 27 de octubre de 2018

Fotogramas 91

Los gozos y las sombras (capítulo 6), Rafael Moreno Alba, 1981
Los gozos y las sombras, serie completa y otros contenidos en la página web de Rtve

Cayetano llegó en seguida y se apartó con él a un rincón, cerca de la radiogramola, en que sonaba un tango.
-¿Cuánto pides por la casa y las tierras que el Galán te lleva en arriendo? Me refiero a la Granja de Freame. Al principio, Carlos no caía en la cuenta.
-No te hagas el desentendido. El Galán es el padre de Rosario, mi querida.
-¡Ah!
-Quiero comprarte la finca.
-No se me había ocurrido venderla.
-Eso no importa. Te ofrezco por ella cinco mil duros. Bien vendida, no creo que valga arriba de sesenta mil reales. No encontrarás a nadie que te dé un cuarto más. Te advierto que haces un negocio redondo. Te pagan de renta catorce duros anuales. Los cinco mil duros, puestos en el Banco al tres por ciento, te dan diez veces más.
Carlos se encogió de hombros.
-Ni las setenta pesetas que me dan ahora, ni las setecientas que pudieran darme, me sacarán de pobre.
-Eso no es una razón ni una respuesta.
-Quiero decir que no me interesa vender nada.
-¿Y un cambio? Tenemos algunas fincas colindantes. Puedes redondear un predio.
-Tampoco.
Cayetano no respondió. Sacó tabaco, lió un pitillo, sin ofrecer, y lo encendió.
-Tengo mis motivos para querer esa finca. Supongo que se te alcanzarán.
-No.
-Están bien claros. Rosario vive en ella, y tú eres el propietario.
-Rosario vive en ella desde que nació, y no se te ha ocurrido hasta ahora comprarla.
-Supón que quiero regalársela.
-Por lo que me has dicho, habrá otras mejores por el mismo dinero.
-Yo quiero ésa.
Carlos, con la misma lentitud, y en silencio, sacó de su tabaco, lió y encendió.
-No venderé nada que haya sido de mis padres.
-¡Eso es una estupidez! Tendrás que hacerlo si no quieres morir de hambre. Sabes de sobra que tus rentas no te darán para vivir.
-¿Has echado la cuenta?
Al céntimo. Pagadas las contribuciones, te quedan libres unos sesenta duros al mes.
-Me propongo, justamente, vivir con ese dinero. Llamémoslo... una experiencia.
-¿De miseria?
-De libertad.
-No lo entiendo.
-Si acomodo mi vida a esos ingresos, puedo hacer lo que me dé la gana, o no hacer nada.
-¿Y llamas a eso libertad?
-Lo es.
Cayetano bajó la cabeza, como si meditase.
-También tú eres un anarquista. Las gentes como tú están de más en el mundo. Pronto no quedarán ya ni como mal ejemplo.
-¿Y las que son como tú?
Cayetano le miró con furia orgullosa.
-Yo me levanto cada mañana a las siete, y a las ocho estoy en mi puesto. Hago funcionar mi empresa y doy de comer a varios cientos de familias. Después de ocho horas de trabajo soy libre, pero he conquistado mi libertad.
Carlos se encogió de hombros.
-No me interesa conquistar nada. Me basta con mantener lo que tengo.
-¿Tus propiedades?
-Hablábamos de la libertad.
-¿Es por eso por lo que el otro día rechazaste mi ofrecimiento?
-No. Entonces no sabía aún a qué atenerme sobre lo que iba a hacer. Ahora ya lo sé. Si repitieras la oferta, la rechazaría otra vez, porque, aceptándola, dejaría de ser libre.
-Según tú, los mendigos son libres.
-Indiscutiblemente.
-No os entiendo. Pero me alegro de que ya no mandéis en el mundo. Las gentes como yo haremos más felices a los hombres.
Sacudió la mano como para alejar ideas inoportunas.
-Pero no te he traído aquí para teorizar, sino para pedirte un favor. Creí que te agradaría hacérmelo, incluso que te complacería. Has podido comprobar mi buena disposición hacia ti. Y debo advertirte que no suelo pedir favores, pero que cualquiera de ésos saltaría de alegría si yo, yo, le pidiese algo.
Se levantó.
-Creo que te pesará.
-Escucha un momento.
Carlos se levantó también.
-Quiero que sepas que no deseo verme mezclado en vuestros líos. O, si prefieres que te lo diga de otra manera, no estoy dispuesto a que me consideres como uno de ésos, algo así como súbdito tuyo, ni tampoco como enemigo. Deseo permanecer al margen; ya lo sabes. Acabo de hablarte de mi libertad.
Cayetano rió.
-Eso no puede ser. Aquí no hay nadie libre; aquí no hay más que amigos o enemigos. Y el que quiere estar conmigo..., ya sabe.
-Tiene que obedecerte, ¿no?
-Llámalo como quieras. Pero el que no me obedece es mi enemigo.
-Bien. Habrás visto que no te obedezco.
-Quiero pensar que no te has dado cuenta de la realidad, o que te engaña tu amistad con doña Mariana. Quizá cambies de manera de ver las cosas. Salvo si te vas del pueblo, naturalmente.
-Me quedo porque me apetece.
-Estás un poco en Babia, Carlos.
Se sentó en el brazo del sillón, sonriente.
-He oído decir que todos los sabios están un poco en Babia. ¿No te has dado cuenta de que, si quiero, puedo hacerte la vida imposible? Sin ir más allá: ayer he comprado unas tierras que lindan con tu pazo. Esta mañana fui a verlas; tus árboles les dan sombra y no dejan crecer la mies. Te llevaré al juzgado y te haré cortar los árboles.
-No lo harás.
-¿Vas a impedírmelo por la fuerza?
-No pienso. Pero vendré al casino todas las tardes, después de comer, y explicaré a tus súbditos, con todo lujo de detalles, con todos los términos técnicos que hagan falta, que eres un pobre enfermo, un neurótico aquejado del complejo de Edipo.
-¿Qué?
-¿No sabes lo que es? Está muy de moda. Cualquier médico de La Coruña podrá explicártelo. Posiblemente tus súbditos, después de saberlo, no te obedezcan como ahora, y hasta es probable que te compadezcan. Cayetano, de un movimiento rápido, le agarró por la muñeca; y los jugadores del tresillo, y los del chamelo, que observaban, dejaron de jugar, se incorporaron y se hizo el silencio.
-Vas a decirme ahora mismo qué es eso.
-No.

Gonzalo Torrente Ballester, Los gozos y las sombras I. El señor llega, colección El Libro de Bolsillo, Alianza Editorial, 6ª edición, abril 1982, págs. 197-201.

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