El paso de la Virgen de las Angustias (Torcuato Ruiz del Peral, 1750) delante de la puerta del Vino de la Alhambra en su procesión del Sábado Santo Foto: Pepe Torres (2015) |
«El
viajero sin problemas, lleno de sonrisas y gritos de locomotoras, va a las
fallas de Valencia. El báquico, a la Semana Santa de Sevilla. El quemado por un ansia
de desnudos, a Málaga. El melancólico y el contemplativo, a Granada, a estar
solo en el aire de albahaca, musgo en sombra y trino de ruiseñor que manan las
viejas colinas junto a la hoguera de azafranes, grises profundos y rosa de
papel secante que son los muros de la Alhambra. A estar solo. En la contemplación de un
ambiente lleno de voces difíciles, en un aire que a fuerza de belleza es casi
pensamiento, en un punto neurálgico de España donde la poesía de meseta de San
Juan de la Cruz
se llena de cedros, de cinamomos, de fuentes, y se hace posible en la mística
española ese aire oriental, ese ciervo vulnerado que asoma, herido de amor, por
el otero.
A
estar solo, con la soledad que se desea tener en Florencia; a comprender cómo
el juego de agua no es allí juego como en Versalles, sino pasión de agua,
agonía de agua.
O
para estar amorosamente acompañado y ver cómo la primavera vibra por dentro de
los árboles, por la piel de las delicadas columnas de mármoles, y cómo suben
por las cañadas arrojando a la nieve, que huye asustada, las bolas amarillas de
los limones.
El
que quiera sentir junto al aliento exterior del toro ese dulce tictac de la
sangre en los labios, vaya al tumulto barroco de la universal Sevilla; el que
quiera estar en una tertulia de fantasmas y hallar quizá una vieja sortija
maravillosa por los paseíllos de su corazón, vaya a la interior, a la oculta
Granada. Desde luego, se encontrará el viajero con la agradable sorpresa de que
en Granada no hay Semana Santa. La Semana Santa no va con el carácter cristiano y
antiespectacular del granadino. Cuando yo era niño, salía algunas veces el
Santo Entierro; algunas veces, porque los ricos granadinos no siempre querían
dar su dinero para este desfile.
Estos
últimos años, con un afán exclusivamente comercial, hicieron procesiones que no
iban con la seriedad, la poesía de la vieja Semana de mi niñez. Entonces era
una Semana Santa de encaje, de canarios volando entre los cirios de los
monumentos, de aire tibio y melancólico como si todo el día hubiera estado
durmiendo sobre las gargantas opulentas de las solteronas granadinas, que pasean
el Jueves Santo con el ansia del militar, del juez, del catedrático forastero
que las lleve a otros sitios. Entonces toda la ciudad era como un lento tiovivo
que entraba y salía de las iglesias sorprendentes de belleza, con una fantasía
gemela de las grutas de la muerte y las apoteosis del teatro. Había altares
sembrados de trigo, altares con cascadas, otros con pobreza y ternura de tiro
al blanco: uno, todo de cañas, como un celestial gallinero de fuegos
artificiales, y otro, inmenso, con la cruel púrpura, el armiño y la suntuosidad
de la poesía de Calderón. En una casa de la calle de la Colcha , que es la calle
donde venden los ataúdes y las coronas de la gente pobre, se reunían los “soldaos” romanos para ensayar. Los “soldaos” no eran cofradía, como los jacarandosos “armaos” de la maravillosa Macarena. Eran gente
alquilada: mozos de cuerda, betuneros, enfermos recién salidos del hospital que
van a ganarse un duro. Llevaban unas barbas rojas de Schopenhauer, de gatos
inflamados, de catedráticos feroces. El capitán era el técnico de marcialidad y
les enseñaba a marcar el ritmo, que era así: “porón..., ¡chas!”, y daban un golpe en el suelo con las lanzas,
de un efecto cómico delicioso. Como muestra del ingenio popular granadino, les
diré que un año no daban los “soldaos” romanos pie con
bola en el ensayo, y estuvieron más de quince días golpeando furiosamente con
las lanzas sin ponerse de acuerdo. Entonces el capitán, desesperado, gritó: “Basta, basta; no golpeen más, que, si siguen así, vamos a
tener que llevar las lanzas en palmatorias”, dicho granadinísimo que han comentado ya varias
generaciones.
Yo
pediría a mis paisanos que restauraran aquella Semana Santa vieja, y
escondieran por buen gusto ese horripilante paso de la Santa Cena y no
profanaran la Alhambra ,
que no es ni será jamás cristiana, con el tatachín de procesiones, donde lo que
creen buen gusto es cursilería, y que sólo sirven para que la muchedumbre
quiebre laureles, pise violetas y se orinen a cientos sobre los ilustres muros
de la poesía.
Granada
debe conservar para ella y para el viajero su Semana Santa interior; tan
interior y tan silenciosa, que yo recuerdo que el aire de la vega entraba,
asombrado, por la calle de la
Gracia y llegaba sin encontrar ruido ni canto hasta la fuente
de la plaza Nueva.
Porque
así será perfecta su primavera de nieve y podrá el viajero inteligente, con la
comunicación que da la fiesta, entablar conversación con sus tipos clásicos. Con
el hombre océano de Ganivet, cuyos ojos están en los secretos lirios del Darro;
con el espectador de crepúsculos que sube con ansias a la azotea; con el
enamorado de la sierra como forma sin que jamás se acerque a ella; con la
hermosísima morena ansiosa de amor que se sienta con su madre en los
jardinillos; con todo un pueblo admirable de contemplativos, que, rodeados de
una belleza natural única, no esperan nada y sólo saben sonreír.
El
viajero poco avisado encontrará con la variación increíble de formas, de paisaje,
de luz y de olor la sensación de que Granada es capital de un reino con arte y
literatura propios, y hallará una curiosa mezcla de la Granada judía y la Granada morisca,
aparentemente fundidas por el cristianismo, pero vivas e insobornables en su misma
ignorancia.
La
prodigiosa mole de la catedral, el gran sello imperial y romano de Carlos V, no
evita la tiendecilla del judío que reza ante una imagen hecha con la plata del candelabro
de los siete brazos, como los sepulcros de los Reyes Católicos no han evitado que
la media luna salga a veces en el pecho de los más finos hijos de Granada. La lucha
sigue oscura y sin expresión...; sin expresión, no, que en la colina roja de la
ciudad hay dos palacios, muertos los dos: la Alhambra y el palacio de
Carlos V, que sostienen el duelo a muerte que late en la conciencia del
granadino actual.
Todo
eso debe mirar el viajero que visite Granada, que se viste en este momento el
largo traje de la primavera. Para las grandes caravanas de turistas
alborotadores y amigos de cabarets y grandes hoteles, esos grupos frívolos que
las gentes del Albaicín llaman “los tíos
turistas”, para
ésos no está abierta el alma de la ciudad».
Federico García Lorca, Pregón (alocución radiofónica) de la Semana Santa
granadina, Unión Radio (Madrid, abril 1936)
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