William Frederick Lake Price, Don Quijote en su estudio (1857), Met Museum, Nueva York |
—Dichosa edad y siglos dichosos
aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos
el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en
aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella
vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad
todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario
sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas
encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.
Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y
transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de
los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo
a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo
trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el
de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir
las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las
inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia;
aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las
entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía,
por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar,
sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que
andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero,
en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para
cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se
cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de
Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas
verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y
compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas
invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los
concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que
ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos.
No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza.
La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni
ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban
y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del
juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado. Las
doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y
señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y
su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros
detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro
nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el
aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia
y les hace dar con todo su recogimiento al traste.
Cervantes, Don Quijote, Primera Parte, Capítulo XI, «De lo que le sucedió a
don Quijote con unos cabreros» (fragmento).
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