Preocupados por tenerlo todo el día en casa, amorrado a las pantallas y
bajo el palio del aire acondicionado, convencimos a nuestro hijo de que se
apuntara a un campamento urbano con sus amigas. El plan nos parecía
inmejorable: un día entero entre juegos y a remojo en la piscina en compañía de
sus cuates. Tan solo era una semana, para entretener la espera antes de irnos a
la playa, pero ni eso aguantó. Parafraseando sin querer a un amigo mío a la
vuelta de un campamento de su infancia, dijo: “Me ha encantado, no quiero
volver nunca más”.
¿Qué falló?, nos preguntamos sus padres, mientras echábamos a suertes a
quién le tocaba apagarle la videoconsola y sugerirle otra actividad analógica
con la que entretenerse. ¿Qué pudo disgustarle? No eran la piscina ni la
compañía, ciertamente. Tenían que ser, por fuerza, los horarios y la
programación. El campamento marcaba un tiempo para jugar y otro para remojar.
Como dice el Eclesiastés, todo tiene su hora bajo el cielo. Diversión dentro de
un orden: no te bañarás cuando te apetezca, sino cuando lo establezca el
programa (aunque entonces prefieras otra cosa). La esencia del campamento es el
control del reloj. De nueve de la mañana a cinco de la tarde, los monitores
pautan cada minuto, de forma que la expresión “tiempo libre” deviene paradoja. ¿Qué tiempo
libre es ese que se somete a la dictadura de una hoja de cálculo? Allí no había
vacaciones, sino una prolongación del colegio por otros medios.
“En la playa y con honores /
enterramos los relojes, / funeral por el despertador”, cantan Vetusta Morla en Tour de
Francia, una evocación finísima y elegante de los veranos eternos de la
infancia de quienes ahora calzamos cuarenta y pico. No hay vacaciones con
relojes. El campamento urbano al que apuntamos al hijo no solo le obligaba a
madrugar a la misma hora que el colegio, sino que le impedía alcanzar ese
estado alterado de conciencia en el que uno es incapaz de dilucidar si es
jueves por la tarde o recordar si ya ha comido.
La experiencia de mi hijo y los versos de Juanma Latorre, letrista de Tour de
Francia, agrandan la conciencia de lo que hemos perdido. Desde que soy
autónomo, no tengo vacaciones como tales (pagadas y con la tranquilidad de
saber que te guardan la silla en la oficina). Tan solo dejo de trabajar —y de
facturar— unas semanas. Soy en verdad afortunado, me apasiona lo que hago (la coartada del entusiasmo, me reprocharía la filósofa
Remedios Zafra) y no me hago trampas al solitario. Podría vivir otra
vida, pero escogí esta y me rasco su sarna con gusto. No podría perdonarme, sin
embargo, que las vacaciones de mi hijo fueran menguantes. Se han escrito bibliotecas
enteras sobre cómo el tiempo del ocio se ha convertido en negocio y
hay muchos trabajos que exigen una conexión ininterrumpida, pero muy pocos
pensadores se han ocupado del efecto que esto tiene en los niños, obligados a
seguir el ritmo de unos padres que caminan dando traspiés de tanto revisar el correo de la
oficina en el móvil mientras van a la playa.
Mi hijo pudo excusarse y quedarse en casa, huyendo de la tiranía del tiempo
del campamento y apelando a unos padres complacientes que le consienten todo,
pero muchos de sus compañeros no pueden porque sus padres los han apuntado allí
para poder trabajar. No tienen abuelos ni un pueblo donde echarse a perder, y
cuando termina el colegio se ven solos en una ciudad tórrida, sin más
alternativa que alargar la rutina escolar sin asignaturas. Están bien atendidos
y son privilegiados por disfrutar de un campamento que cuesta un dinero que
pocos pueden permitirse. Hay otros chavales más pobres que se mueren del asco
de formas más incómodas, pero los niños no están versados en la desigualdad
social: solo sienten que el reloj sigue dirigiendo sus vidas, exactamente igual
que un martes de febrero, y que eso tan celebrado llamado vacaciones es una
ficción.
Vivimos en un mundo adultocéntrico (perdón
por el palabro), donde todo se mide por los efectos que los fenómenos sociales
tienen en los adultos. Esto incluye los debates sobre la maternidad, centrados
en la figura de la madre y pocas veces en la del hijo. Un ejemplo extremo está
en la forma de narrar la violencia de género, donde se habla de la categoría
vicaria cuando un padre mata a sus hijos para subrayar que el objeto último de
esa violencia es la madre adulta y no los niños muertos. Sin llegar tan lejos,
basta recordar la crueldad inmisericorde con la que se trató a
los niños durante el confinamiento y cómo los colegios fueron
el último reducto de las mascarillas, cuando ya nadie las llevaba. Los niños
son el furgón de cola de una sociedad que los ha expulsado de las calles y las
plazas, donde ya no juegan a la pelota ni se pierden explorando la ciudad, y
por eso lo que les sucede expresa mucho mejor lo que sufrimos todos. Los
cambios sociales se manifiestan en ellos de una forma más elocuente.
Presionados por unos padres desbordados, los cursos escolares terminan cada
vez más tarde y empiezan cada vez más pronto, dejando aquellos tres meses de
estío en apenas dos. Los cuadernos escolares de repaso, que antaño eran un
castigo para alumnos torpes, se han generalizado en forma de tareas, fichas y
lecturas que cada profesor deja a sus alumnos en la plataforma
digital del colegio, para que no desconecten del aprendizaje, y el ocio de
muchos sitios de vacaciones es ahora activo, es decir, milimetrado, evaluado y
controlado, y hasta los juegos han de ser didácticos y provechosos o no ser.
Perder el tiempo, dejar que los relojes se derritan al sol como en el cuadro de
Dalí, y atontarse al vaivén de la indolencia son pecados seculares de una época
que ha contagiado a los niños su histeria hiperactiva.
Hoy es imposible ese verano eterno en el que el zumbido de las moscas se
mezclaba con la locución de la etapa del Tour en una tele puesta con el volumen
bajo, para permitir la siesta en penumbra en la casa del pueblo, en el camping o
en el apartamento playero. La estructura familiar, social y laboral ha cambiado
tanto con respecto a los años ochenta y noventa del siglo XX (y no hace falta
recurrir a las tesis de Feria, de Ana Iris
Simón, para constatarlo) que a veces recordamos aquellas vacaciones
no tanto como un latigazo de nostalgia, sino como pellizcos de incredulidad. La
familia extensa (abuelos y primos en los pueblos), que las madres no trabajasen
fuera de casa y un sentido fuerte de la comunidad que permitía una vida
infantil callejera y despreocupada eran el fermento de una mitología estival
casi extinguida: la canción del verano, la institución de los rodríguez, las
ciudades vacías y una sensación de pereza y relajación
de las costumbres que ya no se disfrutan en casi ningún sitio.
Dice Rosa Belmonte que aquella España era uno de los mejores países para
ser pobre, porque había placeres sencillos al alcance de muchos que no
entendían de diferencias de clase. Los veranos eternos eran unos potentes
igualadores sociales. Millones de recuerdos de infancia se confunden en esa
memoria compartida evocada por la canción de Juanma Latorre que, poco a poco,
se ha ido fragmentando, como la audiencia del Tour, que ahora se pierde en
Netflix. El sueño de la igualdad social en España se
rompió el día que alguien llamó tinto de verano al vino con gaseosa. Cuando se
popularizó esa forma comercial de legitimar un refresco que se bebía sin
complejos ni señas de identidad, las vacaciones perdieron su carácter de
experiencia nacional y empezaron su declive. Con vino con gaseosa, el verano
era una comunión social, incluso socialdemócrata. Con tinto de verano es una
experiencia individual, un sálvese quien pueda neoliberal.
Cerrar todos a la vez por vacaciones, dejando de guardia solo a los servicios básicos, a los camareros, a los músicos que tocan de pueblo en pueblo y tal vez a un par de becarios que den una noticia en los periódicos, sería una hermosa forma de recuperar un sentido de tiempo vivido en común. Imaginar algo así es imposible en una época donde los algoritmos inventan un mundo ficticio a la carta para cada persona, los ciudadanos se han rebajado a la categoría de clientes y los propósitos colectivos se han sustituido por el instinto de supervivencia a corto plazo. Tal vez si echamos un ojo a esos niños con reloj, preocupados por llegar a tiempo a las clases de surf y de inglés a las que los hemos apuntado en la playa para que no se pasen el día holgazaneando, comprendamos que les estamos negando la nostalgia de su futuro. Ninguno de esos niños sin vacaciones escribirá unos versos como los de Vetusta Morla ni los cantará en un estadio sintiéndose parte de una patria común. Quizá no nos lo perdonen nunca.
Sergio del Molino, «La patria robada: cuando la única contrarreloj de las vacaciones era la del Tour», El País, 31.07.22