Santiago Rusiñol, Alegoría de la Poesía, c. 1894, Museo Cau Ferrat, Sitges |
Nuestras autoridades educativas han decidido eliminar la Filosofía de los
estudios para niños y jóvenes. Con ello no hacen sino seguir la corriente
masiva que ha eliminado el pensamiento crítico de la vida intelectual, excepto
en aquellas materias y lugares en donde la teoría puede servir para algo
práctico y monetarizable, es decir, disponible para el poder técnico.
La desaparición de la Filosofía puede servir para que los mentores más
inclinados a una educación profunda y perdurable de sus pupilos elijan la
poesía como medio de plantear los problemas que siempre han acosado al
pensamiento occidental. Así, por ejemplo, concibo perfectamente un curso de
Filosofía a partir del prólogo que Andreu Jaume ha escrito para su traducción
de Elegías de Duino de Rilke (Lumen). En esas densas páginas ha glosado la tarea del pensamiento occidental durante dos mil años.
Leerlas y comentarlas con alumnos comprometidos puede ser algo realmente
notable.
La filosofía occidental nació, como todo el mundo sabe, en Grecia y con el
fin de domeñar la bestia devoradora de la conciencia de la muerte y el
acabamiento. A diferencia de otras culturas, la nuestra está edificada sobre
una convicción muy clara y aguda de que hemos de morir, somos mortales,
efímeros e intrascendentes. Desde Parménides y Platón el pensamiento buscó cómo
fundar el mundo, el universo, las cosas y nosotros mismos sobre algo duradero.
Aquello que merecería la pena de ser pensado era lo que no podía desaparecer en
unas pocas estaciones. Y, por lo tanto, el ser, lo que es, lo que las cosas no
son era el núcleo de la filosofía.
Esta inspección fue perdiendo fuerza a partir del renacimiento hasta llegar
totalmente desarbolada a la revolución burguesa. A partir de ese momento fue
tomando cada vez más fuerza el nihilismo hasta convertirse en la única
ideología aceptada por los distintos poderes del Estado. Nosotros nos hemos
habituado a que el Estado sea la máquina que dispensa justicia de vida y aunque
se ponga diferentes disfraces (opulentos, misérrimos, técnicos, benéficos o
criminales) lo cierto es que no ofrece ningún proyecto, esperanza o visión que
vaya más allá de nuestra vida consumida en un trabajo útil para el poder
inmediato y una muerte que se oculta en lugares destinados al disimulo.
Quedó sin embargo un rincón inasequible a la destrucción y ese rincón se
puede llamar “lírica”, “poesía” o “arte supremo de la palabra”. El último o
penúltimo de esa especie, cada día más extinguida, fue Rainer María Rilke. Y su obra final es un monumento
llamado Elegías de Duino. Esa
obra enorme es la que ha traducido Andreu Jaume de un modo ejemplar, y le ha
añadido un conjunto de documentos de especial interés, como cartas o poemas
relacionados con la obra, más los comentarios del autor, muchos de ellos
inéditos en español.
En estos 10 poemas finales del poeta se plantea la tarea sobrehumana de
abandonar el nihilismo, de recuperar la alabanza, el homenaje, la celebración
de la vida y de su hermana inmutable, la muerte. Es decir, de integrar la
mortalidad como elemento de cimentación y afirmación de la grandeza del mundo
que los humanos podemos ensalzar mediante la palabra. Porque este es el poema
final de la gloria de la palabra y de la condición lingüística de los mortales.
Luego vendrá nuestro tiempo y el dominio de la imagen.
Por supuesto la edición es bilingüe, pero la potencia de los poemas, como en los de Hölderlin, va más allá de la lengua alemana. Inmenso poema, traducción ejemplar para nosotros, pensada para nosotros. Edición perdurable y por lo tanto verdadera.
Félix de Azúa, El penúltimo, El País, 7.02.23
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