martes, 7 de febrero de 2023

Poesía

Santiago Rusiñol, Alegoría de la Poesía, c. 1894, Museo Cau Ferrat, Sitges
Nobel, anterior entrada del blog

Nuestras autoridades educativas han decidido eliminar la Filosofía de los estudios para niños y jóvenes. Con ello no hacen sino seguir la corriente masiva que ha eliminado el pensamiento crítico de la vida intelectual, excepto en aquellas materias y lugares en donde la teoría puede servir para algo práctico y monetarizable, es decir, disponible para el poder técnico.

La desaparición de la Filosofía puede servir para que los mentores más inclinados a una educación profunda y perdurable de sus pupilos elijan la poesía como medio de plantear los problemas que siempre han acosado al pensamiento occidental. Así, por ejemplo, concibo perfectamente un curso de Filosofía a partir del prólogo que Andreu Jaume ha escrito para su traducción de Elegías de Duino de Rilke (Lumen). En esas densas páginas ha glosado la tarea del pensamiento occidental durante dos mil años. Leerlas y comentarlas con alumnos comprometidos puede ser algo realmente notable.

La filosofía occidental nació, como todo el mundo sabe, en Grecia y con el fin de domeñar la bestia devoradora de la conciencia de la muerte y el acabamiento. A diferencia de otras culturas, la nuestra está edificada sobre una convicción muy clara y aguda de que hemos de morir, somos mortales, efímeros e intrascendentes. Desde Parménides y Platón el pensamiento buscó cómo fundar el mundo, el universo, las cosas y nosotros mismos sobre algo duradero. Aquello que merecería la pena de ser pensado era lo que no podía desaparecer en unas pocas estaciones. Y, por lo tanto, el ser, lo que es, lo que las cosas no son era el núcleo de la filosofía.

Esta inspección fue perdiendo fuerza a partir del renacimiento hasta llegar totalmente desarbolada a la revolución burguesa. A partir de ese momento fue tomando cada vez más fuerza el nihilismo hasta convertirse en la única ideología aceptada por los distintos poderes del Estado. Nosotros nos hemos habituado a que el Estado sea la máquina que dispensa justicia de vida y aunque se ponga diferentes disfraces (opulentos, misérrimos, técnicos, benéficos o criminales) lo cierto es que no ofrece ningún proyecto, esperanza o visión que vaya más allá de nuestra vida consumida en un trabajo útil para el poder inmediato y una muerte que se oculta en lugares destinados al disimulo.

Quedó sin embargo un rincón inasequible a la destrucción y ese rincón se puede llamar “lírica”, “poesía” o “arte supremo de la palabra”. El último o penúltimo de esa especie, cada día más extinguida, fue Rainer María Rilke. Y su obra final es un monumento llamado Elegías de Duino. Esa obra enorme es la que ha traducido Andreu Jaume de un modo ejemplar, y le ha añadido un conjunto de documentos de especial interés, como cartas o poemas relacionados con la obra, más los comentarios del autor, muchos de ellos inéditos en español.

En estos 10 poemas finales del poeta se plantea la tarea sobrehumana de abandonar el nihilismo, de recuperar la alabanza, el homenaje, la celebración de la vida y de su hermana inmutable, la muerte. Es decir, de integrar la mortalidad como elemento de cimentación y afirmación de la grandeza del mundo que los humanos podemos ensalzar mediante la palabra. Porque este es el poema final de la gloria de la palabra y de la condición lingüística de los mortales. Luego vendrá nuestro tiempo y el dominio de la imagen.

Por supuesto la edición es bilingüe, pero la potencia de los poemas, como en los de Hölderlin, va más allá de la lengua alemana. Inmenso poema, traducción ejemplar para nosotros, pensada para nosotros. Edición perdurable y por lo tanto verdadera.

Félix de Azúa, El penúltimo, El País, 7.02.23

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