lunes, 1 de agosto de 2016

Premonición

Plaza de Castilla, Madrid, 1.08.16
Foto: Antonio Erena
Por una de esas casualidades de la vida que de pronto cobran un valor pedagógico, en los mismos días en que se celebraba el congreso de arquitectura de Barcelona yo tuve que pasar varias veces bajo las torres que antes se llamaban de KIO, al final del paseo de la Castellana y casi de Madrid, y cada vez que veía delante de mí su pretenciosa brutalidad me acordaba de la canonización de la figura del arquitecto que estaba sucediendo en Barcelona, de los actos de sumisión multitudinaria e incondicional a las estrellas internacionales del oficio de los que daba cuenta cada mañana el periódico. Y sé que la arquitectura, como todo, se ha convertido en el coto vedado de los expertos, de modo que emitir sobre ella una opinión de aficionado o de usuario encierra casi tanto peligro como opinar sobre arte si no se es crítico de arte, o de libros para niños si no se es experto en pedagogía y en literatura infantil, pero no creo que deba ofenderse nadie si digo que el estrellato de los arquitectos me parece al menos tan hortera como el de los tenores de ópera o el de los actores de Hollywood, una tergiversación de los valores más nobles de un oficio, caricaturizados en espectáculo y en publicidad. No importa mucho la arquitectura: como en la pintura, como en el cine más comercial o en los recitales de ópera, lo que importa sobre todo es la cara, la firma, la pose, la comunión de las almas con una sustancia indiscutible de modernidad. Luis Fernández-Galiano, que sabe tanto de arquitectura y sabe además explicarla con tanta afición y claridad, ha sugerido estos días que muchas de las personas que se hacinaban durante el congreso para ver de cerca a los arquitectos podrían haber dedicado un esfuerzo más fértil a mirar los mejores edificios de Barcelona, que es una ciudad tan espléndida de arquitecturas desde los tiempos del gótico, tan poblada de obras maestras singulares de esa clase de edificios que en apariencia no resaltan pero que constituyen la prosa diaria del espacio de una ciudad, su rostro usual y verdadero, un juego de monotonías y diferencias, de colores de tejados y líneas de balcones, un cierto equilibrio entre las formas de las casas y las tonalidades de la luz, entre las calles y la vida.
Pero ya digo que importa mucho más el arquitecto que la arquitectura, la firma que la obra, el reportaje de fotografías sofisticadas en una revista que la realidad vulgar del edificio. La glorificación del arquitecto es un episodio en las supersticiones canonizadoras del artista y del genio a lo largo del siglo XX. Desde el momento en que alguien alcanza el estatuto de genio todo le está permitido, y todo lo que firme contendrá los rasgos indiscutibles de la genialidad, que en ocasiones guardarán notorias semejanzas con los del descaro. El genio como pura escenificación paródica de sí mismo y como espantapájaros ante el que se rinde el más selecto papanatismo universal es Salvador Dalí, pero también puede serlo cualquiera que haya convertido su nombre en una marca y su oficio en un producto comercial: decenas de miles de personas aguantan en Londres bajo la lluvia y el frío para escuchar a Plácido Domingo, a Pavarotti y a Carreras cantando Clavelitos; los multimillonarios más tremendos se mueren por atesorar gordos y gordas de Botero; las sociedades anónimas más poderosas del mundo, así como los municipios y los gobiernos autónomos españoles -que no suelen reparar en gastos, a condición de que sean superfluos-, pagan cualquier precio por tener un edificio firmado por las estrellas absolutas de la arquitectura. Para el aficionado indocto, las noticias sobre los grandes concursos y encargos internacionales se acaban pareciendo a la actualidad tediosa de los faraonismos de la ópera: siempre los mismos nombres en todas partes, las mismas celebridades hipertrofiadas, inmunes a la distancia y a la fatiga de los viajes intercontinentales. En la España delirante y despilfarradora de los años ochenta, no había alcalde pedáneo ni presidente de cabildo que no quisiera engalanar su mandato con un recital de Pavarotti, con una estatua de Botero o con un edificio tan colosal como fuera posible firmado por Sáenz de Oiza, por Rafael Moneo, por Normar Foster o Phillip Johnson.
Pasando estos días atrás junto a las ex torres KIO, que se ciernen de pronto sobre la perspectiva del paseo de la Castellana con una insolencia amenazadora, con una gravitación de cataclismo y desgracia, yo me acordaba del entusiasmo con que Phillip Johnson viajó en los años treinta por la Alemania nazi, y sentía la calidad física de dominación y soberbia, de tiranía visual y espacial, que sólo puede tener la arquitectura. En la pintura, en la música, los caprichos, las vanaglorias o las irresponsabilidades del genio no afectan a casi nadie, y desde luego no de manera irreparable. En literatura, un libro mal escrito es un contratiempo del que cualquiera puede prescindir en la segunda página, y ni siquiera la peor de todas las novelas ha logrado dañar la belleza de una ciudad. La arquitectura, sin embargo, no puede ser más que de todos, y afecta tanto a nuestras vidas que en ella la arrogancia y el capricho siempre son tiránicos, y la irresponsabilidad siempre es dañina, o directamente catastrófica.
Yo sospecho que algunos arquitectos están tan envanecidos con su propio talento y con la reverencia de sus fieles que no aceptan la intromisión en sus obras de las vidas, los trabajos y los deseos de la gente común del mismo modo que hay músicos a los que parece ofender el juicio del público, y literatos que sólo dicen sentir interés por las opiniones de unos cuantos elegidos. En los mejores edificios, como en los mejores libros, se intuye siempre un punto de deferencia, una especie de veladura del talento, que aspira en el fondo a desaparecer de la obra, a dejar que ésta se haga soluble en las cosas, en una ciudad o un paisaje, en la imaginación de un lector.
Pasando bajo el grosero colosalismo de las torres de Johnson, yo pensaba que representaban exactamente lo contrario de lo que más me gusta, tanto en la vida como en el arte, en la arquitectura y en la literatura: no son más que un monumento desaforado a la soberbia, a la doble soberbia impúdica del genio y del dinero.

Antonio Muñoz Molina, Torres de soberbia, El País, 10.07.1996

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