Casona de Tudanca Foto: Rafael Sánchez Susí (27.08.14) |
- VII -
Con dos guías tan
complacientes y tan expertos como los míos, pronto conocí las principales
sendas, cañadas y desfiladeros, la fauna y la flora de los montes más cercanos
del contorno; perdí el miedo que me infundían los «asomos» u orillas
descubiertas de los precipicios, siendo de advertir que allí no hay camino
chico ni grande que no sea un asomo continuado, y adquirí la soltura y la
fortaleza de que mis piernas carecían al principio para soportarme lo mismo en
las cuestas arriba que en las cuestas abajo; es decir, siempre que andaba,
porque es la pura verdad el dicho corriente en el lugar, de que en aquella
fragosa comarca no hay otra llanura que la sala de don Celso. No subí a grandes
alturas, porque no me tentaban mucho los espectáculos de esa casta, ni tampoco
hicieron mis rudos guías grandes esfuerzos para animarme a vencer las
inclinaciones de mi complexión relativamente perezosa; pero no dejé por eso de
satisfacer mi escasa curiosidad en la contemplación de hermosísimos panoramas.
Por último, conocí también los principales puertos de invierno y de verano, a
los cuales envían sus ganados los valles circunvecinos, y admiré la lozanía de
aquellas brañas («majadas») de apretada y fina yerba, verdaderas calvas en
medio de grandes y tupidos bosques de poderosa vegetación. Cada una de estas
calvas tiene, en los puertos de verano, una choza, y en los otros un
«invernal»: la choza para albergue de las personas que pastorean el ganado, y
el invernal, edificio amplio y sólido, de cal y canto, para establo y pajar de
una buena cabaña de reses. Por lo común, cada invernal corresponde a los
ganados de ocho o diez condueños de las «hazas» o partes de la braña contigua.
Algunos de esos invernales estaban ya ocupados. De noche come el ganado
prendido en la pesebrera, de la «ceba» del pajar, segada en las hazas en
agosto; de día pasta al aire libre, mientras el tiempo lo consiente, al cuidado
de sus dueños, que después de dejarlo recogido al anochecer, bajan a dormir al
pueblo; al revés que en verano, durante el cual duermen amontonados en la
choza, quedando la cabaña «acurriada», es decir, reunida en la majada
circundante. Las yeguadas hacen vida más independiente y libre, y las hallábamos,
en estado semisalvaje, donde menos lo pensábamos.
José María de Pereda, Peñas arriba, VII (fragmento), en Obras completas, tomo XV,
Viuda e hijos de Manuel
Tello, Madrid, 1895
No hay comentarios:
Publicar un comentario