Rabadán 29, patio, amanecer, foto: Concha Jiménez, 15.10.18 |
Nos gustaba la casa porque aparte
de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa
liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos,
el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a
persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir
ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos
a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones
por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales;
ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato
almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para
mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó
casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió
María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta
años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio
de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros
bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el
terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Julio Cortázar, Casa tomada (inicio)
Pintiparado.
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