Cristino Soravilla, dibujo para Don Quijote, Primera Parte, Capítulo II, ed. Hernando, 1962 |
Pusiéronle la mesa a la puerta de
la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción del mal remojado y
peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era
materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y
alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo
daba y ponía, y, ansí, una de aquellas señoras servía deste menester. Mas al
darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña,
y, puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo
esto lo recebía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como
llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de
confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo y que le servían con
música y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas y el
ventero castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su
determinación y salida.
Cervantes, Don Quijote,
Primera Parte, Capítulo II (fragmento)
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