Facel Vega FV3B Coupé de 1958, modelo igual al del accidente mortal de Albert Camus, fuente: Classic Driver (página web) |
Los buenos escritores ignoran si la peste es contagiosa.
Pero suponen que sí. Y por eso, señores, opinan que ustedes deberían mandar
abrir las ventanas del cuarto en el que visiten a un enfermo. Solo hay que
recordar que la peste bien puede encontrarse en las calles e infectarlos de
todos modos, estén o no las ventanas abiertas.
Los mismos escritores
también les aconsejan que utilicen una máscara con gafas y se coloquen un paño
mojado en vinagre bajo la nariz. Lleven una bolsita con todos los extractos recomendados
en los libros: melisa, mejorana, menta, salvia, romero, azahar, albahaca,
tomillo, serpol, lavanda, hoja de laurel, corteza de limonero y peladura de
membrillo. Sería deseable que vistieran por completo de hule. Aun así, pueden
hacerse ajustes. Pero no hay ajustes posibles en las indicaciones sobre las que
están de acuerdo los buenos y los malos escritores. La primera es no tomarle el
pulso a un enfermo sin antes mojarse los dedos en vinagre. Adivinarán el
motivo. Pero acaso lo mejor sería abstenerse de hacerlo. Pues si el paciente
tiene peste, no se le quitará con esa ceremonia. Y si ha salido indemne, no los
habrá llamado. En tiempos de epidemia, cada cual se cuida el hígado solo, para
evitar confusiones.
La segunda indicación es
nunca mirar al enfermo a la cara, a fin de no ponerse en la trayectoria de su
aliento. Por eso mismo, si, aun dudando de la utilidad del procedimiento, han
abierto la ventana, sería bueno que no se pusieran en la corriente de aire, que
puede acarrear al mismo tiempo el estertor del apestado.
Tampoco visiten a los
pacientes estando en ayunas. No lo resistirían. Sin embargo, no coman de más.
Perderían el ánimo. Y si, a pesar de todas las precauciones, les cae en la boca
una gota de veneno, pues para ello no hay remedio, a menos que no traguen
saliva durante toda la visita. Esta es la indicación más difícil de seguir.
Una vez observado, mal que
bien, todo lo anterior, no deben creerse a salvo. Pues existen otras medidas
muy necesarias para la protección del cuerpo, aun cuando atañen más bien a la
disposición del alma. “Ningún individuo”, dice un autor antiguo, “puede
permitirse tocar nada contaminado en un país donde reine la peste”. Eso está
bien dicho. Y no existe rincón que no debamos purificar en nosotros, incluso en
lo más secreto de nuestro corazón, para poner de nuestra parte las pocas
oportunidades que queden. Eso es especialmente cierto en el caso de los médicos
como ustedes, que están más cerca, si cabe, de la enfermedad, y resultan por
ello aún más sospechosos. Tienen que predicar con el ejemplo.
Para empezar, nunca deben
tener miedo. Se sabe de gente que llevó a cabo muy bien su oficio de soldado
con miedo a los cañones. Pero lo cierto es que las balas matan por igual a
valientes y medrosos. El azar incide en la guerra, pero muy poco en la peste.
El miedo infecta la sangre y calienta los humores: lo dicen todos los libros.
Así pues, predispone a quedar bajo la influencia de la enfermedad; y para que
el cuerpo venza la infección, el alma tiene que ser fuerte. Por cierto, no hay
peor miedo que el miedo al final postrero, pues el dolor es temporal. De ahí
que ustedes, los médicos de la peste, deban plantar cara a la idea de la muerte
y reconciliarse con ella, antes de entrar en el reino que la peste les prepara.
Si salen vencedores en esto, lo serán en todo, y los verán sonreír en medio del
terror. En conclusión, les hará falta una filosofía.
También tendrán que ser
discretos en todo, lo que no quiere decir en absoluto ser castos, otra forma de
exceso. Cultiven una alegría razonable a fin de que la pena no altere la
fluidez de la sangre y la prepare para la descomposición. En este sentido, no
hay nada como usar el vino en buena cantidad, para aligerar un poco el aire de
pesadumbre que les llegue de la ciudad apestada.
En términos generales,
observen la mesura, primer enemigo de la peste y regla natural de la humanidad.
Némesis no era, como les contaron en el colegio, la diosa de la venganza, sino
de la mesura. Y asestaba sus terribles golpes a los hombres solo cuando estos se
habían entregado al desorden y el desenfreno. La peste procede del exceso. Es
en sí misma un exceso e ignora la contención. Ténganlo presente si quieren
combatirla con clarividencia. No le den la razón a Tucídides, que habla de la
peste en Atenas y dice que los médicos no eran de ninguna ayuda porque, en
principio, abordaban el mal sin conocerlo. La epidemia adora los cuchitriles
secretos. Acérquenle la luz de la inteligencia y la equidad. En la práctica,
verán que es más fácil que no tragarse la saliva.
Por último, tienen que ser
capaces de controlarse. Y, por ejemplo, hacer que se respeten las normas que
hayan elegido, como el bloqueo y la cuarentena. Un historiador de Provenza
cuenta que, en el pasado, cuando un confinado lograba escapar, mandaban que le
rompieran la cabeza. No desearán eso. Pero tampoco pasarán por alto el interés
general. No harán excepciones a las normas durante todo el tiempo que estas
sean útiles, ni siquiera cuando el corazón los apremie. Se les pide que olviden
un poco quiénes son, sin olvidar jamás lo que se deben a ustedes mismos. Esa es
la regla de un honor tranquilo.
Armados con estos remedios y
virtudes, solo les restará hacer frente al cansancio y conservar la imaginación
viva. No deben nunca, pero nunca, acostumbrarse a ver a los hombres morir como
moscas, según ocurre en nuestras calles hoy, y según ha venido ocurriendo
siempre, desde que la peste recibió su nombre en Atenas. No dejarán de
conmoverse al ver las gargantas negras de las que habla Tucídides, que supuran
un sudor sangriento y de las que la tos ronca arranca a duras penas escupitajos
aislados, pequeños, salados y de color azafrán. No se moverán con familiaridad
entre los cadáveres de los que se apartan incluso las aves de rapiña para huir
de la infección. Y seguirán rebelándose contra la terrible confusión en la que
perecen en soledad quienes niegan sus cuidados a los demás, mientras que mueren
amontonados quienes se sacrifican; en la que el goce ya no recibe su aprobación
natural, ni el mérito su orden; en la que se baila al borde de las tumbas; en
la que el enamorado rechaza a la amada para no contagiarle su mal; en la que no
carga con el peso del delito el delincuente, sino el animal expiatorio que se
elige en pleno desconcierto de una hora de espanto.
El alma sosegada es la más
firme. Ustedes se mantendrán firmes ante esa extraña tiranía. No servirán a una
religión tan vieja como los cultos más antiguos. Esa mató a Pericles, que no
quería más gloria que la de no causar el luto de ningún ciudadano, y no ha
cesado de diezmar a los hombres y exigir el sacrificio de los niños desde aquel
ilustre asesinato hasta el día en que descendió sobre nuestra ciudad inocente.
Aunque esa religión procediera del cielo, deberíamos afirmar que el cielo es
injusto. Si llegan ustedes a ese punto, no verán en ello motivo alguno de
orgullo. Al contrario, deberán pensar con frecuencia en la propia ignorancia,
para estar seguros de observar la mesura, única señora de las epidemias.
Ni que decir tiene, nada de esto es fácil. A pesar de
las máscaras y las bolsitas, el vinagre y el hule; a pesar de la placidez del
coraje y los firmes esfuerzos, llegará el día en que no soportarán la ciudad
llena de moribundos, el gentío dando vueltas en las calles recalentadas y
polvorientas, los gritos, la angustia sin futuro. Llegará el día en que querrán
gritar de asco ante el miedo y el dolor de todos. Ese día, no podré hablarles
de ningún remedio salvo la compasión, que es pariente de la ignorancia.
Albert Camus, «Exhortación a los
médicos de la peste», Les Cahiers de la Pléiade , 1947; Obras
completas II, Gallimard, 2006 (Bibliothèque de la Pléiade ); versión
publicada en El País Semanal,
10.05.20, traducción de Martín Schifino.
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