José Moreno Carbonero, El encuentro del rucio, Museo del Prado |
Mientras
esto pasaba, vieron venir por el camino donde ellos iban a un hombre caballero
sobre un jumento, y cuando llegó cerca les pareció que era gitano; pero
Sancho Panza, que doquiera que vía asnos se le iban los ojos y el alma, apenas
hubo visto al hombre cuando conoció que era Ginés de Pasamonte, y por el hilo
del gitano sacó el ovillo de su asno, como era la verdad, pues era el rucio
sobre que Pasamonte venía; el cual, por no ser conocido y por vender el asno,
se había puesto en traje de gitano, cuya lengua y otras muchas sabía hablar como
si fueran naturales suyas. Viole Sancho y conociole, y apenas le hubo visto y
conocido, cuando a grandes voces le dijo:
—¡Ah,
ladrón Ginesillo! ¡Deja mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi
descanso, deja mi asno, deja mi regalo! ¡Huye, puto; auséntate, ladrón, y
desampara lo que no es tuyo!
No
fueran menester tantas palabras ni baldones, porque a la primera saltó
Ginés y, tomando un trote que parecía carrera, en un punto se ausentó y alejó
de todos. Sancho llegó a su rucio y, abrazándole, le dijo:
—¿Cómo
has estado, bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío?
Y con esto le besaba y acariciaba como si fuera persona. El asno callaba y se dejaba besar y acariciar de Sancho sin responderle palabra alguna. Llegaron todos y diéronle el parabién del hallazgo del rucio, especialmente don Quijote, el cual le dijo que no por eso anulaba la póliza de los tres pollinos. Sancho se lo agradeció.
Cervantes, Don Quijote, Primera Parte, Cap. XXX (fragmento, según la edición revisada de Madrid, 1605)
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