Gregorio Carnicero, La Gramática (1753 - 1761), Museo del Prado |
Mi hermano es
ingeniero y presume de tal. Es un hombre de provecho, con la cabeza sentada y
un trabajo importante en una gran empresa. Por eso, imitando el gesto del
magnate del puro del Monopoly, se burla de mí diciéndome que un
trabajo como el mío, que se puede hacer en pijama, no es un trabajo. Faltarse
al respeto es privilegio de hermanos. A los forasteros no les consiento esas
bromas, y los amigos no me las consienten ni a mí mismo. Me reprochan que me
califique de juntaletras o diletante. Regalas munición a los
enemigos, me dicen.
Que uno rechace
definirse con solemnidad no significa que no se tome en serio o que no asuma el
desprecio que las letras y las artes despiertan en una sociedad
esquizofrénica, que lo mismo se postra ante los dioses de Netflix que se burla
de quienes quieren ser actores. El letraherido asimila de entrada la hostilidad
del mundo, y a veces se defiende de ella ironizando sobre sí mismo, pero hay
momentos en que ni eso basta.
Gabriel Plaza es
el mejor alumno de la EvAU de Madrid. Cuando confesó en la SER que iba a estudiar Filología Clásica, se
vio impelido a explicarse, improvisando tres frases sobre el éxito y la
felicidad que nadie le habría reclamado si estudiara Medicina o Ingeniería. Lo
peor vino después, cuando miles de hienas furiosas saltaron de la charca de las
redes sociales y lo forraron a insultos. Cómo se le ocurría estudiar algo tan
inútil y condenarse a ser un maestrillo. La burricie general ha inhibido a Gabriel,
que ha declinado dar más entrevistas.
Para la mayoría
de los españoles, la ambición sigue teniendo forma de chalé y coche nuevo.
Destacar en la lingüística no requiere, al parecer, ni esfuerzo ni talento, y
el reconocimiento intelectual es propio de pringados. Quienes piensan así no
creen en la democracia. Tienen una mentalidad sumisa y clasista, según la cual,
las bellas letras, el arte y el pensamiento son manías de aristócratas y
rentistas, ocupaciones impropias de muchachotes de barrio. Eso sí, cuando
Gabriel gane el Cervantes o el Princesa de Asturias serán los primeros en
aplaudir y en presumir de ser sus compatriotas, socializando sus triunfos, como
se apropian de los del Real Madrid aunque no jueguen en el equipo. Los
demócratas, en cambio, ya estamos orgullosos de Gabriel hoy, pues su elección
libre es una victoria nacional y la constatación de que no vivimos en una
tiranía elitista.
Sergio del Molino, «La ambición de Gabriel», El País (22.06.22)
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