Vista de la Peña Oroel desde la avenida de su mismo nombre de Jaca, foto: Concha Jiménez, 9.03.23 |
Ligero
crepúsculo. ¡Nada de tempestad de nieve! La pared rocosa del otro lado con su
espalda erizada de pinos, era visible plenamente y reposaba en paz. La sombra
subía hasta media altura y la otra mitad se hallaba delicadamente iluminada de
rosa. ¿Qué pasaba, cómo se comportaba, pues, el mundo? ¿Era por la mañana?
¿Había pasado Hans Castorp la noche en la nieve, sin morir de frío, como
ocurría siempre, según podía leerse en los libros? Ninguno de sus miembros
estaba muerto, ninguno se rompía con un ruido seco, mientras él se debatía, se
movía y se esforzaba en reflexionar sobre su situación. Sus orejas, las puntas
de sus dedos, los dedos de sus pies estaban entumecidos sin duda, pero nada
más, cosa que ya le había ocurrido con frecuencia cuando permanecía tendido en
el balcón.
Consiguió sacar el reloj. Andaba. No se había detenido como acostumbraba hacer cuando se olvidaba de darle cuerda. No marcaba todavía las cinco, ni mucho menos. Faltaban aún doce o trece minutos. ¡Sorprendente! ¿Era, pues, posible que no hubiese permanecido aquí, tendido en la nieve, más que diez minutos o un poco más, y que hubiese inventado tantas imágenes alegres y espantosas y tantos pensamientos temerarios, mientras el tumulto hexagonal se disipaba con la misma rapidez con que había llegado? Además, había tenido una gran suerte para hacer posible su regreso, pues por dos veces sus sueños y sus fábulas habían adquirido tal aspecto que le habían sobresaltado, reanimado el cuerpo, primero de espanto, luego de alegría. Parecía que la vida había tenido buenas intenciones para con su hijo mimado y extraviado…
Sea lo que sea, y aunque fuese por la mañana o por la tarde —sin duda alguna era el principio del crepúsculo vespertino— no había nada en las circunstancias ni en el estado personal que pudiese impedir a Hans Castorp regresar al Sanatorio, y esto es lo que hizo.
Con un empuje magnífico, con una especie de vuelo de pájaro, descendió hacia el valle, donde ya brillaban las luces cuando llegó, a pesar de que los restos de una claridad conservada por la nieve hubiese bastado plenamente. Descendió por el Brehmenbühl, a lo largo del Mattenwald, y llegó a las cinco y media a Dorf, dejando los esquíes en la tienda y descansando en la celda del desván de Settembrini, al que dio cuenta de la tempestad de nieve por la que se había dejado sorprender.
El humanista se mostró muy alarmado. Movió la mano por encima de su cabeza, riñó enérgicamente al imprudente que había corrido tal peligro y encendió la lámpara de alcohol, que dejaba oír pequeñas explosiones, para preparar café al joven agotado, un café cuya fuerza no impidió a Hans Castorp el dormirse sobre la silla.
La atmósfera civilizada del Berghof le rodeaba, una hora más tarde, con su aliento acariciador. En la comida mostró un gran apetito. Lo que había soñado empezó a palidecerse. Aquella misma noche ya no comprendía muy bien lo que había pasado.
Consiguió sacar el reloj. Andaba. No se había detenido como acostumbraba hacer cuando se olvidaba de darle cuerda. No marcaba todavía las cinco, ni mucho menos. Faltaban aún doce o trece minutos. ¡Sorprendente! ¿Era, pues, posible que no hubiese permanecido aquí, tendido en la nieve, más que diez minutos o un poco más, y que hubiese inventado tantas imágenes alegres y espantosas y tantos pensamientos temerarios, mientras el tumulto hexagonal se disipaba con la misma rapidez con que había llegado? Además, había tenido una gran suerte para hacer posible su regreso, pues por dos veces sus sueños y sus fábulas habían adquirido tal aspecto que le habían sobresaltado, reanimado el cuerpo, primero de espanto, luego de alegría. Parecía que la vida había tenido buenas intenciones para con su hijo mimado y extraviado…
Sea lo que sea, y aunque fuese por la mañana o por la tarde —sin duda alguna era el principio del crepúsculo vespertino— no había nada en las circunstancias ni en el estado personal que pudiese impedir a Hans Castorp regresar al Sanatorio, y esto es lo que hizo.
Con un empuje magnífico, con una especie de vuelo de pájaro, descendió hacia el valle, donde ya brillaban las luces cuando llegó, a pesar de que los restos de una claridad conservada por la nieve hubiese bastado plenamente. Descendió por el Brehmenbühl, a lo largo del Mattenwald, y llegó a las cinco y media a Dorf, dejando los esquíes en la tienda y descansando en la celda del desván de Settembrini, al que dio cuenta de la tempestad de nieve por la que se había dejado sorprender.
El humanista se mostró muy alarmado. Movió la mano por encima de su cabeza, riñó enérgicamente al imprudente que había corrido tal peligro y encendió la lámpara de alcohol, que dejaba oír pequeñas explosiones, para preparar café al joven agotado, un café cuya fuerza no impidió a Hans Castorp el dormirse sobre la silla.
La atmósfera civilizada del Berghof le rodeaba, una hora más tarde, con su aliento acariciador. En la comida mostró un gran apetito. Lo que había soñado empezó a palidecerse. Aquella misma noche ya no comprendía muy bien lo que había pasado.
Thomas Mann, La montaña mágica, Capítulo VI, Nieve (fragmento), trad. Mario
Verdaguer
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