Anónimo, San Jorge matando al dragón (c. 1430-1450), Museo Nacional de Arte de Cataluña |
Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro y que los espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus caballerías, y volviéndose a Sancho le dijo:
—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los
hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que
encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así
como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el
cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho,
porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos
hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas
bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas
de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos,
que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas
son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el
cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro
que al mismo cielo!
—Con todo eso —dijo Sancho— que vuesa merced me ha dicho, no es bien que
se quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en
una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como píctima y confortativo la
llevo puesta sobre el corazón, para lo que se ofreciere, que no siempre hemos
de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con algunas ventas
donde nos apaleen.
En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero,
cuando vieron, habiendo andado poco más de una legua, que encima de la yerba de
un pradillo verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una docena de
hombres vestidos de labradores. Junto a sí tenían unas como sábanas blancas con
que cubrían alguna cosa que debajo estaba: estaban empinadas y tendidas y
de trecho a trecho puestas. Llegó don Quijote a los que comían y,
saludándolos primero cortésmente, les preguntó que qué era lo que aquellos
lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:
—Señor, debajo destos lienzos están unas imágines de relieve y
entalladura que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea;
llevámoslas cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se
quiebren.
—Si sois servidos —respondió don Quijote—, holgaría de verlas, pues
imágines que con tanto recato se llevan sin duda deben de ser buenas.
—¡Y cómo si lo son! —dijo otro—. Si no, dígalo lo que cuesta, que en
verdad que no hay ninguna que no esté en más de cincuenta ducados; y porque vea
vuestra merced esta verdad, espere vuestra merced y verla ha por vista de ojos.
Y, levantándose, dejó de comer y fue a quitar la cubierta de la primera
imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente
enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que
suele pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele decirse.
Viéndola don Quijote, dijo:
—Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia
divina: llamóse don San Jorge y fue además defendedor de doncellas. Veamos
esta otra.
Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín puesto a
caballo, que partía la capa con el pobre; y apenas la hubo visto don Quijote,
cuando dijo:
—Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que
fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está
partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser
entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de caritativo.
—No debió de ser eso —dijo Sancho—, sino que se debió de atener al refrán
que dicen: que para dar y tener, seso es menester.
Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo, debajo del cual se
descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada
ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y en viéndola, dijo don
Quijote:
—Este sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo: este se llama
don San Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo
el mundo y tiene agora el cielo.
Luego descubrieron otro lienzo y pareció que encubría la caída de San
Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de su
conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que Cristo
le hablaba y Pablo respondía:
—Este —dijo don Quijote— fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de
Dios Nuestro Señor en su tiempo y el mayor defensor suyo que tendrá jamás:
caballero andante por la vida y santo a pie quedo por la muerte, trabajador
incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de
escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo
Jesucristo.
No había más imágines, y, así, mandó don Quijote que las volviesen a cubrir y dijo a los que las llevaban:
—Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas, sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.
—Dios lo oiga y el pecado sea sordo —dijo Sancho a esta ocasión.
Admiráronse los hombres así de la figura como de las razones de don Quijote,
sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de comer,
cargaron con sus imágines y, despidiéndose de don Quijote, siguieron su viaje.
Quedó Sancho de nuevo, como si jamás hubiera conocido a su señor, admirado de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber historia en el mundo ni suceso que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la memoria…
Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Segunda Parte, Capítulo LVIII (fragmento), ed. del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, 1998.
No hay comentarios:
Publicar un comentario