Rabadán, 29, foto: Antonio Erena, 23.07.24 |
Una casa cualquiera de una calle cualquiera
puede ser simplemente
lo que nos queda en pie sobre el escombro
que va cayéndose de la mirada;
puede ser el lugar para un exilio
voluntario o (quien sabe)
la única redención, la única sombra
de una tarde sin sombra ni crepúsculo.
No hay más que abrir la puerta que da al barro,
las cortinas gastadas por lo oscuro;
no hay más que ir escogiendo, como niños,
los cuartos que se asoman al jardín,
al exhausto silencio de los pájaros.
Una casa cualquiera que empezara
bajo los muros que la sostuvieron
(algo así como el hombre que comienza
su materia, su herida de algún día
bajo las ruinas de la propia sangre).
Una casa sin número, tal vez,
como un río sin nombre en la otra orilla
del mundo.
puede ser simplemente
lo que nos queda en pie sobre el escombro
que va cayéndose de la mirada;
puede ser el lugar para un exilio
voluntario o (quien sabe)
la única redención, la única sombra
de una tarde sin sombra ni crepúsculo.
No hay más que abrir la puerta que da al barro,
las cortinas gastadas por lo oscuro;
no hay más que ir escogiendo, como niños,
los cuartos que se asoman al jardín,
al exhausto silencio de los pájaros.
bajo los muros que la sostuvieron
(algo así como el hombre que comienza
su materia, su herida de algún día
bajo las ruinas de la propia sangre).
Una casa sin número, tal vez,
como un río sin nombre en la otra orilla
del mundo.
Yo he aprendido, con el tiempo,
a distinguir las huellas de las manos
en los cristales rotos, el peso de los cuerpos
en las paredes, la última palabra
que alguien dejó en la mesa como el polvo
de un eco, igual que el polvo
de un sueño antiguo encima de los párpados.
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