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Kia Stonic, San Cebrián de Mazote, Valladolid, foto: Antonio Erena, 29.08.24 |
Epítome del avance social
transformado en ataúd, frontera entre zonas urbanas y tiempos, quizá se
encuentre mutando nuestra noción de la máquina todopoderosa, más cercana, en el
transcurso de estas inundaciones, al veneno que al antídoto. Afirmaba Marinetti
en el manifiesto futurista que un “coche que ruge es más bello que la Victoria
de Samotracia”. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, buena parte del
arte —especialmente las vanguardias— abrazaron la técnica y el fervor fósil
como señales de progreso infinito comandado por el hombre. Elocuente es el
manifiesto porque prioriza ese motor rugiente frente a la mismísima cultura
griega, presunta cuna de la civilización occidental, pero no fue el único que
lo reivindicó, asociado a valores como la libertad e independencia. El fascismo
incorporó la innovación tecnológica y la velocidad en su ideario, y cuenta la
leyenda que fue Mussolini quien impulsó la fabricación del Fiat Topolino para la clase obrera.
Cuando ese coche llegó a España no tardó en causar furor, aunque, como explicó
Carmen Martín Gaite, el término pasó a utilizarse para referirse a unos zapatos
y las “niñas topolino”, ciertamente esnobs, se convirtieron en mujeres sospechosas
de desafiar tímidamente el oscurantismo machista del franquismo. Para
cuando apareció el Seat 600,
ya se había establecido una correlación que aún perdura en nuestros
imaginarios: a mayor consumismo —en cuyo seno destacan los rugidos a gasolina—,
mayor percepción de libertad, a pesar de que no se sepa muy bien para qué (si
la “libertad” consiste en conducir al trabajo, por ejemplo, habría que cuestionar
las condiciones laborales y la mera transacción económica con nuestros cuerpos,
no tanto el método de desplazamiento).
Han transcurrido varias décadas
desde que aquellos vehículos se deslizasen entre las entrañas del deseo y, a
decir de Pasolini, neutralizasen la diversidad cultural e ideológica para
provocar una identificación totalizadora con los ideales de la clase dominante.
No es casualidad que, desde la institucionalidad
franquista, se atribuyese al Seat 600 la capacidad de “acabar
con la amenaza comunista”; sin embargo, junto a sus habilidades políticamente
desmovilizadoras, el coche-hijo del paradigma único fosilista actual, ha
contribuido a modificar significativamente los patrones climáticos y ha
moldeado nuestras subjetividades según sus humaredas y volantazos. La
reconfiguración del espacio urbano en torno a los aparcamientos y las
carreteras, de los centros de trabajo o los lugares residenciales en ciudades
cada vez más dispersas, la asimilación de la rapidez o el individualismo… todo
ello está relacionado con un encumbramiento del coche que ha fomentado una
suerte de orfandad en la mera concepción de otros mundos posibles. No importa
que, en la Unión Europea, mueran cada año cientos de miles de personas debido a
la contaminación atmosférica —la
cual alimenta el vehículo privado—, o que, cada año, nos estallen en las manos
nuevos récords de temperatura o extinción de la biodiversidad,
el coche renace de entre las cenizas, ineluctable y soberbio.
Así que tal vez vaya siendo hora de
arrinconarlo y, encasquetado en su propia mole inservible, condenarlo al
desguace de la historia. Permitiría nuevas posibilidades, pensar distintas
formas de movilidad —o de estatismo casero—, aunando la conversación
cartográfica a la configuración de la cotidianeidad: ¿se puede ir a la
guardería caminando, a la oficina?, ¿cuántas horas de encierro al volante me
ahorraría si las sustituyo por una apacible lectura en el tren?, ¿cuánto
dinero, si comparto el vehículo? Como Vostell, podríamos desterrarlo al museo,
y luego abrir alamedas, destripar el asfalto y plantar flores; que la próxima
lluvia torrencial calase terrenos verdes en lugar de acelerar su pulsión de
muerte sobre el asfalto. Más de un siglo de fascinación con un objeto
incoherente en este contexto de emergencia climática ha sido suficiente; las
fotos de Valencia, como un augurio, anuncian el destino de cuatro ruedas
agonizantes.
Azahara Palomeque, «Tu coche, mi coche, nuestra catástrofe», El País, 17.12.24
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