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Sumidero, foto: Antonio Erena, 13.10.24 |
El remordimiento por algunas tonterías cometidas en el
pasado puede no ser estéril si nos sirve para actuar con más cabeza en el
presente. Una tontería puede ser también un error, pero en ella hay algo
añadido de banal y de superfluo que agrava el daño que produce en vez de
aliviarlo. Una disculpa parcial es que los aciertos, los actos de nobleza, el
esfuerzo en el trabajo, llevan el sello de lo mejor que cada uno es. La
tontería tiende a ser colectiva, no producto de la elección consciente, sino de
la sumisión atolondrada o cobarde a una consigna de moda. Algunas de las
mayores tonterías de las que me arrepiento en mi vida surgieron no de una
apetencia puramente mía, sino del miedo a quedarme atrás en algo que otros
celebraban, de la ansiedad por compartir algo prestigioso que flotaba en el
aire.
Cuando yo rondaba los 18 años las drogas empezaron a
llegar al mundo provinciano en el que me movía, con una leyenda peligrosa y
tentadora de clandestinidad que las hacía más atractivas. Asociar la
emancipación al consumo de hachís era una tontería colosal, más aún si se la
adornaba con la facultad de abrir las “puertas de la percepción” o desatar la
creatividad. También se suponía entonces que el alcohol y el tabaco eran herramientas tan necesarias para
la literatura como el papel, la pluma y la máquina de escribir. Yo me quedaba
hasta las tantas escribiendo a máquina en la mesa camilla de mi casa, al calor
declinante del brasero de orujo, y por la mañana mi madre encontraba junto a la
máquina y los folios un cenicero lleno de colillas. Con tal método no era
probable escribir una obra maestra precoz, aunque sí adquirir una meritoria tos
bronquítica antes de los 20 años.
Siendo medroso por naturaleza, el hachís me daba
miedo. Empecé a fumarlo por la misma razón por la que había empezado a fumar
tabaco unos años antes, por imitar a otros más audaces que yo, y porque de
repente todo el mundo lo hacía. Todo el mundo hablaba usando los nuevos
términos carcelarios como contraseñas —el costo, el pasote, el talego, etc.— y
a mí me daba vergüenza quedarme antiguo, como se quedaron antiguos de repente
unos años más tarde las chaquetas de pana, las botas de montañero o metalúrgico
y las melenas y las barbas. Eran los últimos setenta, los primeros ochenta, y
todo iba muy rápido. Tan rápido que también el hachís se pasó de moda, porque
de repente lo nuevo y lo último y reglamentario era la cocaína. Ahora las
chaquetas tenían hombreras como de cine negro y los pantalones colgaban flojos
y anchos bajo el cinturón, y algunos de los héroes barbudos del zurrón y la
pana se habían afeitado hasta dejarse las patillas a la altura de la sien y
hacían el gesto coqueto de taparse un orificio de la nariz con el dedo índice y
respirar hacia adentro, para indicar que les quedaba algún resto de cocaína
esnifada poco antes.
El hachís, la marihuana eran ya antiguallas de tardohippies,
o de lo que luego se dio en llamar perroflautas. Lo moderno era la coca. La
coca era un símbolo de estatus, como el diseño o los restaurantes de nueva
gastronomía en los que celebraban sus grandes o pequeños pelotazos los
beneficiarios de aquellos vendavales de dinero público sin freno que traían
consigo los magnos proyectos de la era socialista, culminados en las olimpiadas y la Expo de 1992 como
despliegues galácticos de fuego de artificio.
Decían que la coca te animaba la vida y exaltaba todas
tus facultades, incluidas las eróticas, y además no era adictiva. Partícipe de
la tontería de mi época, también la consumí de vez en cuando, sobre todo si me
invitaban. En ningún momento pensé por entonces que estaba alimentando un
negocio criminal que ya entonces ahogaba en sangre, terror y corrupción a una
parte del mundo. A lo que ni yo ni nadie pudo cerrar los ojos fue a los efectos
atroces que empezó a tener sobre muchas personas aquella sustancia al parecer
tan beneficiosa como inocua, que no dejaba olores cabezones ni muermos como los
de hachís, ni rastros de sangre y jeringuillas pisoteadas en algún retrete.
Quizás fue el escarmiento de aquellas antiguas
tonterías y adicciones lo que me dejó vacunado contra la que se puso de moda
muchos años después y está llegado ahora a su paroxismo destructivo, la de las
redes sociales. Como el hachís o la cocaína, vino con el prestigio de una
novedad que uno no podía perderse, en la gran ola del mesianismo tecnológico,
que también traía su vocabulario, sus propagandistas y gurús, todos ellos
disfrazados como jóvenes benefactores bohemios. Ahora parece que Facebook es una distracción de jubilados,
como la brisca o el ganchillo, pero hace unos 15 años no abrirse una cuenta o
perfil o como ahora se llame era tan imperdonable como no inclinarse a esnifar
una raya de coca en una reunión de mangantes de la política o del dinero.
Hombre de mi época, pasé unas horas en esa red, y me di cuenta de inmediato de
lo fácilmente que podría convertirme en adicto, y de la extraordinaria cantidad
de tiempo que me robaba sin darme cuenta y sin fruto alguno. El fundador era
por entonces un muchacho majete, con aire de adolescente atolondrado y algo
gamberro pero un buenazo, con su sudadera y su desparpajo de recién llegado
al college y su simpática consigna, “muévete rápido y rompe
cosas”. Vaya si rompieron. El daño que han hecho los señores de la droga se
queda en poco comparado con la pandemia de trastornos mentales entre niños y adolescentes que
la compañía de este individuo viene fomentando en sus diversas
plataformas, cada una más adictiva, más propagadoras a conciencia de ansiedad y
mentira.
La
droga de Zuckerberg la probé un rato y me dejó el desagrado de los primeros
porros. La que ahora trafica con tanto éxito Elon Musk tengo la modesta
satisfacción de no haberla probado nunca. Ni una sola vez en mi vida he entrado
en Twitter o X, aunque el veneno que expande es tan tóxico que puede dañarlo
a uno hasta de lejos. Había que estar en ese sumidero para no
perderse nada, para estar informado, porque era lo cool. Siempre el
mismo anzuelo. Puedo asegurar que recibo toda la información que necesito,
sobre todo en periódicos impresos y digitales y en emisoras de radio. Y además
me ahorro la crispación, la agresividad y la inmundicia de ese pozo ciego del
que solo me llegan ecos lejanos, aunque desagradables. Habrá quien participe en
esa red con honestidad y decencia. Pero la centrifugadora de mentira y de odio
que está infectando el mundo por culpa de su influjo, al mismo tiempo que
enriquece más inmensamente al botarate aterrador de su dueño, me parece que
ahoga cualquier resto de utilidad que quedara en ella. Leo con agrado que la ministra de Trabajo y los responsables de El Mundo Today anuncian
su retirada, y me pregunto hasta cuándo periódicos serios,
instituciones públicas, servicios esenciales, dirigentes políticos de nuestro
país, y de Europa, van a permanecer en ese muladar. Es como si el sistema de
comunicaciones de un país, de todo un continente soberano, se le confiara al
Chapo Guzmán. El Chapo Guzmán está en una prisión de máxima seguridad, pero Zuckerberg, Bezos y Musk y otros cuantos como ellos forman parte de
la corte de babosos oligarcas y bufones de Trump. No hay revuelta
liberadora y colectiva que no sea una reacción en cadena de decisiones
individuales. En este mundo dominado por fuerzas sobrehumanas y déspotas sin
frenos, una de las pocas libertades efectivas que nos quedan es la de cortar de
un tajo nuestra dependencia de esos fabricantes de adicciones, hoy mismo, ahora
mismo. No hacía falta que Musk alzara compulsivamente el brazo en el saludo nazi
para saber a qué atenernos.
Antonio Muñoz Molina, «Invitación a una revuelta», El País, 25.01.25
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