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Fotografía antigua de la torre de Boabdil de Porcuna (el coche un Rolls Royce 20/25), pizzería Apadana, calle Pradillo, 6, Madrid, foto: Antonio Erena, 20.01.25 |
CAPÍTULO IV
QUE EL REY MAHOMAD
BOABDIL FUE PRESO
Los ánimos de los cristianos en breve se conhortaron de la
gran tristeza y lloro que les causó aquel desastre, por otro mayor daño que
hicieron en los moros, con que su atrevimiento se enfrenó. Peleaban entre sí
los dos reyes moros Albohacen [Muley Hacén] y Boabdil con grande pertinacia y porfía;
solamente concordaban en el odio implacable y deseo que tenían de hacer mal a
los cristianos. Ponían la esperanza de aventajarse contra la parcialidad
contraria en perseguir y hacer daño a los nuestros, y por esta vía ganar las
voluntades y favor del pueblo. Por esto y por la victoria susodicha que ganó su
padre, Boabdil en competencia se resolvió de acometer por otra parte las
tierras de cristianos. Juntó un buen número de gente de a caballo y de a pie,
así de los suyos como de la parcialidad contraria; hizo entrada por la parte de
Écija; llevaba intento y esperanza de apoderarse de Lucena, villa más grande y
rica que fuerte. Dióle este consejo Alatar, su suegro, persona que de muy bajo
suelo, tanto, que fue mercero, a lo menos esto significa su nombre, por su gran
esfuerzo pasó por todos los grados de la milicia y llegó a aquella honra de
tener por yerno al rey, además de las muy grandes riquezas que había llegado; y
estaba acostumbrado a hacer presas en tierra de cristianos, en particular en la
campiña de Lucena.
Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles, que era
señor de aquel pueblo, junto con otros lugares que por allí tenía, luego que
supo lo que los moros pretendían, advirtió a su tío el conde de Cabra del
peligro que corría. A causa del estrago pasado quedaba muy poca gente de a
caballo por aquella comarca, fuera de que los moradores de Lucena estaban
amedrentados, y los muros no eran bastantes para resistir a los bárbaros.
Llegaron los moros a 21 de abril [de 1483]. El alcaide recogió los moradores a la parte
mas alta del lugar. Fortificó otrosí con pertrechos, guarneció con soldados,
que llegó hasta doscientos de a caballo y ochocientos de a pie de los lugares
comarcanos, lo más bajo de la villa, por entender que los moros acometerían por
aquella parte. Fue mucho el esfuerzo de los soldados, tanto, que los enemigos
perdieron la esperanza de ganar la villa; mas por alguna gente que perdieron en
el combate y otros que les hirieron, en venganza volvieron su rabia contra los
olivares.
Demás de esto, Amete, abencerraje, con trescientos de a
caballo dio la tala a la campiña de Montilla. Tenía éste con el alcaide de
Lucena Diego de Córdoba conocimiento y familiaridad a causa que los años
pasados los abencerrajes echados de Granada, estuvieron en Córdoba mucho
tiempo. Hecho pues lo que le encomendaron, vuelto a Lucena, convidó al alcaide
para tener habla con él, con intento, debajo de color de amistad, de ponerle
asechanzas y engañarle. Un engaño fue burlado con otro. Dio esperanza el
alcaide de rendir el pueblo; con que entretuvo al enemigo hasta tanto que llegase
el conde de Cabra. Como el bárbaro supo que se acercaba, alzados sus reales,
comenzó a retirarse la vuelta de su tierra con la presa, que era muy grande.
Los cercados, avisados de lo que pasaba, salieron de la villa, acometieron a la
retaguardia para impedirles el camino y entretenerlos.
Entre tanto, como llegase el conde de Cabra, se determinó
cargar a los enemigos, que iban turbados con el miedo, revueltos entre sí y sin
ordenanza. Apenas los venideros creerán esto, que con ser los moros diez tantos
en número, no pudieron sufrir la primera vista de los contrarios. Dios les quitó
el entendimiento; y la fama, como de ordinario acontece, de que el número de
los nuestros era mucho mayor los hizo atemorizar. Está un arroyo legua y media
de Lucena en el mismo camino real de Loja; las riberas frescas con muchos
fresnos, sauces y tarais, y a la sazón por las lluvias del verano llevaba mucha
agua; la gente de a pie, pasado el arroyo, se pusieron en huida sin otro ningún
cuidado más de llevar la presa delante; la gente de a caballo, aunque
atemorizada por la misma causa, hizo rostro. El rey bárbaro procuró animarlos,
díjoles: «¿Dónde vais, soldados?¿Qué
furor os ha cegado los entendimientos? ¿Por ventura estáis olvidados que estos
son los mismos que poco ha fueron vencidos por menor número de los nuestros?
Tendréis pues vos y ellos en esta pelea los ánimos que suelen tener los vencedores
y vencidos. Mirad por la honra, por vos mismos y por lo que dirá la fama.
¿Pensáis que a las manos entorpecidas pondrán en salvo los pies?» Poco
aprovecharon estas palabras.
Marcharon a prisa los cristianos; acometió por el un costado
don Alonso de Aguilar, que desde Antequera con cuarenta de a caballo y algunos
pocos peones mezclados acudió a la fama del peligro. Los bárbaros, sea que
sospechasen que el número era mayor, o lo que yo más creo, por haberlos amedrentado
Dios, dieron las espaldas y se pusieron en huida. El rey se apeó de un caballo
blanco en que iba aquel día, procuró esconderse entre los árboles y matas de
aquel arroyo con deseo de escapar si pudiese. Halláronle allí tres peones, y él
mismo porque no le matasen, dio aviso de quién era. Así le prendieron, y el
alcaide, que seguía el alcance, le mandó llevar a Lucena. El estrago que hicieron
los nuestros hasta la noche en los que huían fue tal, que mataron más de mil de
a caballo, y entre ellos al mismo Alatar, viejo de noventa años, y como cuatro
mil peones, parte quedaron muertos, parte presos; juntamente les quitaron la
presa.
Con el aviso de esta victoria los reyes, que a la sazón se
hallaban en Madrid, acordaron partir entre sí los negocios, que eran muy
grandes. La reina doña Isabel fue a la raya de Navarra para apresurar lo del
casamiento de su hijo, por el gran deseo que tenían de impedir a los franceses
la entrada en España y la posesión del reino de Navarra. El rey don Fernando se
partió al Andalucía para cuidar de la guerra. Salió de Madrid a 28 de abril;
llegado a Córdoba, se trató de hacer la guerra con mayores fuerzas y
apercibimientos que antes, en especial que los moros por la prisión del rey
Chiquito se tornaron a unir debajo de su rey Albohacen, que volvió al señorío
de Granada, dado que muchos de los ciudadanos, aunque sin cabeza, todavía
perseveraban en su primera afición, personas a quien ofendía la vejez, crueldad
y avaricia de aquel rey.
Juntaron los nuestros a toda diligencia seis mil de a
caballo y hasta cuarenta mil infantes; con este ejército volvieron a la guerra,
iba por su caudillo el mismo rey don Fernando; hizo destruir los arrabales de
Íllora, y tomó por fuerza y echó por el suelo a Tajara, pueblo cerca de
Granada, en cuya batería don Enrique Enríquez, tío del rey y mayordomo de la
casa real, fue herido, y para curarle le enviaron a Alhama. Después de esto
llegaron a la vega de Granada, en que hicieron grande destrozo, quemaron y talaron
todo lo que hallaban, y para mayor seguridad de los gastadores, asentaron los reales
en un puesto fuerte, desde donde los enviaban guarnecidos de soldados y con
escolta a hacer daño en los campos comarcanos, con tanto menor peligro suyo y
mayor perjuicio de los enemigos.
El rey Albohacen, por no fiarse de los ciudadanos, no se
atrevió a salir de la ciudad, sólo algunos pocos soldados se mostraban por los
campos con intento de prender a los que se desmandasen y pelear a su ventaja.
Envió otrosí aquel rey desde Granada sus embajadores; prometía si le entregaban
a Boabdil, su hijo, que daría en trueque al conde de Cifuentes y otros nueve de
los más principales cautivos que tenía; otras condiciones ofrecía para hacer
confederación, pero insolentes y demasiadas. Era de su natural feroz, y
ensoberbecíale más la victoria que poco antes ganara. El rey don Fernando
rechazó las condiciones, ca decía no ser venido para recibir leyes, sino para
darlas, y que no había que tratar de paz en tanto que no dejaba las armas.
Los nuestros eran aficionados a Boabdil; el favor y la
misericordia tienen a las veces ímpetus vehementes. El marqués de Cádiz y otros
no cesaban de persuadir al rey que le pusiese en libertad; que por este medio
sustentase los bandos y parcialidades entre aquella gente, cosa muy perjudicial
para ellos y muy a propósito para nuestros intentos. Acabadas pues las talas y
puesta guarnición en Alhama, y por cabeza don Íñigo López de Mendoza, conde de
Tendilla, con orden, no sólo de defender el pueblo, sino también de hacer
salidas y robar las tierras comarcanas, el rey don Fernando volvió a Córdoba.
Allí por su mandado trajeron el rey preso del castillo de Porcuna, pueblo que
los antiguos llamaron Obulco. Como él se vio en presencia del rey, hincó la
rodilla y pidióle la mano para besarla. Abrazóle el rey y hablóle con mucha
cortesía. Parecióle era justo tenerle respeto y honrarle como a rey, dado que
fuese bárbaro y su prisionero. Trataron de concertarse; finalmente, se hizo con
estas condiciones: que Boabdil diese en rehenes a su hijo mayor con otros doce
hijos de los más principales moros para seguridad que no faltaría en la
devoción, obediencia y homenaje del rey de Castilla; mandáronle otrosí que
pagase cada un año doce mil escudos de tributo, y viniese a las Cortes del
reino cuando fuese avisado; demás de esto, que por espacio de cinco años
pusiese en libertad cuatrocientos esclavos cristianos. Con esto le otorgaron
libertad y licencia de quedarse en su secta y le enviaron a su tierra.
Padre Juan de Mariana, Historia General de España, Tomo III,
ed. Javier Martínez Romeo a partir de la de 1780, págs. 237-239.
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