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| Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 10.01.1956), foto: Victoria Iglesias (2018) |
Salir a la calle ha sido como entrar en un mar con
oleaje. Quién es él entre la gente que lo esquiva apresurada, se pregunta. Soy
un hombre anciano que pasea a su perra, se responde. Tal vez no sea en rigor un
anciano, aunque sin duda lo es para los jóvenes con los que algunas noches se
cruza, grupos testosterónicos que parecían haber desaparecido del mapa y han
vuelto más temibles que antes. A veces los une el fútbol, otras, como el
viernes pasado, el Cara al Sol no tan improvisado en la
esquina de su casa: mismo corte de pelo, misma vestimenta, musculación
hormonada, esa férrea voluntad de algunos hombres de parecerse unos a otros. Él
es el hombre solo, aturdido y temeroso, sin más propósito que comprar un periódico.
Ya en sí este es el inicio de una historia anacrónica. Pasea a una cachorrilla
atolondrada. Sujeta con fuerza la correa porque los autobuses recorren la calle
a una velocidad inusitada, acercan tanto las ruedas a la acera que siente un
escalofrío al pensar que podrían llevársela por delante. Decía Buñuel en sus memorias que de la
vida eterna solo esperaba poder salir cada veinte años de su tumba, comprar el
periódico, ver cómo estaba el mundo y regresar al sueño eterno. Qué pensaría
Buñuel de este mundo precipitado que él atraviesa ahora con el mismo propósito:
asomarse a unas páginas para luego volver a refugiarse en casa. Qué pensaría su
padre, se pregunta, si levantara la cabeza esta mañana y observara atónito a
toda esta gente que se le cruza sin mantener un mínimo contacto visual porque
anda sumergida en una pantalla. ¿Sabría aquel hombre del campo ponerle un
nombre apropiado a esta extrañeza? Hace tiempo que se siente fuera de época,
pero no lo dice, ni lo escribe, porque teme afianzar una misantropía que lo
recluya y lo induzca a rehuir a la multitud. ¿No acusan con frecuencia a los
hombres de edad, de la suya, de ser iracundos? Él no se ve como una amenaza
para nadie, es que no tendría fuerzas para serlo, muy al contrario, siente que
ya no ocupa casi espacio, como si se fuera poco a poco desvaneciéndose. Se
acobarda cuando ocupan la acera estas nuevas hordas de varones enormes, el
renovado furor de motoristas que atraviesan la ciudad dejando a su paso una
estela de ruido o al sentir el estruendo de esos coches deportivos tan en boga
que arañan el asfalto y son alquilados por un día para asustar a los hombres de
pobres propósitos como él: comprar el periódico, pasear a su perra, seguir una
rutina que lo aferre a la vida, contrarrestar su creciente invisibilidad. No
hay vida sin ambición, dicen, y se pregunta cuál es la suya. Refugiarse en su cuarto
de juegos, como cuando era niño; los juegos son prácticamente los mismos. No ha
cambiado nada en él, los mismos miedos, las mismas fantasías. Qué fracaso de
aprendizaje, piensa cuando se entrega a pensamientos negros. Echa de menos la
presencia de su padre en la huerta, aunque ya no tiene ni edad para ser
huérfano. Aun así, la vida no lo ha tratado mal, se dice, al fin y al cabo,
cuántos pueden entregarse a tareas solitarias y lanzar luego aviones de papel
por la ventana para dar cuenta al mundo de su existencia: “¡Sigo aquí!”. A
menudo se encuentra con un viejo en una silla de ruedas empujada por una chica
de acento dulce. El viejo tiende la mano para acariciar a la perra y él se la
sube al regazo. La perrilla le devuelve algo de la memoria perdida. Ignorado
perro de la dicha, escribió Onetti. “Mejores que las personas”, murmura el
viejo antes de emprender uno de sus últimos paseos.
Soy el hombre al que le van cerrando kioscos, piensa,
el hombre de la Edad del Papel, y paseo a mi tercera perra. Soy el protagonista
de un cuento del siglo XX. Y entonces, al alzar la vista, la ve. Tan suya.
Avanza hacia él y al acercarse lo agarra fuerte por los hombros como si
quisiera sacarlo del agua. Él no sabe si es una aparición del pasado o del
futuro, pero de pronto se siente a salvo.
Elvira Lindo, «Sentirse a salvo», El País, 19.10.25
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