Giuseppe Tomasi con su mujer y dos perros, 1940 Foto: Mondadori Portfolio |
Don Fabrizio no se tomó la
molestia de explicarlo; se sumió en sus pensamientos. ¿Dinero? Ciertamente que
Concetta tendría una dote. Pero la fortuna de los Salina había de dividirse en
siete partes, en partes no iguales, de las cuales las de las muchachas sería la
mínima. ¿Y qué? Tancredi necesitaba algo más: de Maria Santa Pau, por ejemplo,
con los cuatro feudos ya suyos y todos aquellos tíos sacerdotes y ahorrativos;
de una de las chicas Sutera, tan feíllas, pero tan ricas. El amor.
Evidentemente, el amor. Fuego y llamas durante un año, cenizas durante treinta.
Él sabía lo que era el amor... Y Tancredi, ante quien las mujeres caerían como
fruta madura...
De repente sintió frío. El agua
que tenía en el cuerpo se evaporaba y la piel de los brazos estaba helada. Las
puntas de los dedos se le arrugaban. ¡Y qué cantidad de penosas conversaciones
en perspectiva! Había que evitar...
—Tengo que vestirme, padre. Le
ruego que diga a Concetta que no estoy molesto, pero que volveremos a hablar de
todo esto cuando estemos seguros de que no se trata sólo de fantasías de una
muchacha romántica. Hasta ahora, padre.
Se levantó y pasó al
cuarto-tocador. Desde la vecina iglesia parroquial llegaba lúgubre el tañido de
campanas de un funeral. Alguien había muerto en Donnafugata, algún cuerpo
fatigado que no había resistido el gran dolor del verano siciliano, que le
habían faltado las fuerzas para esperar la lluvia.
«Dios lo haya perdonado —pensó el
príncipe, mientras se pasaba la loción por las patillas—. Ahora se cisca en hijas,
dotes y carreras políticas.» Esta efímera identificación con un difunto
desconocido fue suficiente para calmarlo.
«Mientras hay muerte hay
esperanza», pensó. Luego se encontró ridículo por haber llegado a tal estado de
depresión por el hecho de que su hija quería casarse. «Ce sont leurs afaires,
après tout», pensó en francés como hacía cuando sus meditaciones se empeñaban
en ser desvergonzadas.
Sentóse en una butaca y se
adormeció.
Giuseppe Tomasi, El
gatopardo, Capítulo Segundo, Conversación en el baño (fragmento)
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