Madrid, plaza de Colón / calle Génova / paseo de Recoletos Fotos: Antonio Erena (06.06.22 y 05.10.24) |
Pero aquí no
acaban los peligros visuales, porque si uno huye de Felipe II puede
encontrarse, en la esquina de Goya y Alcalá, un pavoroso cabezón de don
Francisco de Goya, que, a diferencia de Dalí, no tuvo culpa de nada. Es un
cabezón que conjuga la estética de la rotonda de tráfico y una propensión
escultórica a lo mostrenco que al menos desde el Valle de los Caídos ha sido
muy cultivada por esa derecha mesetaria que gobierna Madrid. Los teatros y los
cines languidecen en este desastre sanitario que no acaba, y que las
autoridades regionales hacen todo lo posible por agravar con su mezcla tóxica
de chulería y de incompetencia, las salas de música no levantan cabeza, las
librerías resisten como pueden, las pocas galerías de arte que aún quedan
sobreviven de milagro: en medio de esta desolación, lo único que resplandece y
prolifera, invulnerable a la crisis, son esas meninas que multiplican su
espanto por las aceras y las plazas como zombis o replicantes, como clones
degenerados de un modelo que inventó hace ya muchos años Manolo Valdés. Es como en esas películas en
que una sustancia o una criatura híbrida creada en un laboratorio escapa de él
y se multiplica sin control, y amenaza con invadir una ciudad entera, un
planeta. Las meninas como hongos enormes de alegres colores nos acechan en
cualquier esquina de Madrid, y un público antes sobre todo turístico y ahora
local se abraza a ellas o las elige como fondo para sus selfis, añadiendo así su
propia creatividad a la de los diversos artistas y celebridades que han
contribuido a personalizarlas, como es apropiado decir ahora. Las autoridades
municipales participaron con entusiasmo visible en la presentación de la
campaña, y, no contentas con repetir y ampliar el despliegue de los últimos
años, han completado lo que ellos llamarán sin duda su “apuesta cultural” con
esa nueva menina gigantesca, la de los 10 metros, las 37.000 bombillas, las
lentejuelas y bolas de plata acompañadas de diamantes de plástico translúcido.
Belicismo ideológico
La plaza de
Colón es sin duda el sitio adecuado, y no solo por la inmensa bandera que ya
ondea allí desde los tiempos patrióticos de José María Aznar, ni por la
querencia que la derecha y la extrema derecha llevan mostrando hacia ella como
escenario de su belicismo ideológico. La plaza de Castilla logra un grado
semejante de espanto urbano, con su boca de túnel, su monumento franquista a
Calvo Sotelo, la aguja monumental del arquitecto Calatrava, las dos torres inclinadas
que despiertan tantos recuerdos entrañables de la economía del pelotazo
financiero. La plaza de Castilla es un espacio urbano tan depravado como la de
Colón, igual de hostil a la escala y a la presencia humana. Pero esta última
está en el corazón mismo de la ciudad, y en su gran vacío tiranizado por el
tráfico se levantaron hasta finales de los sesenta hermosos edificios
condenados a la piqueta por la codicia y la ignorancia, por una barbarie
municipal que desdichadamente no terminó con la dictadura: en esa plaza, a un
lado de la calle de Génova, estuvo el palacio de Medinaceli; al otro, la casa
donde vivió muchos años Pérez Galdós, justo donde están ahora esas torres
coronadas por una especie de montera como de Miami Beach.
Madrid está
llena de gente disconforme, inventiva, moderna, cultivada, activista: pero su
destino cívico es el de un derechismo rancio volcado en la promoción del
ladrillo y del coche privado, en un oscurantismo que tiene su traducción
estética en la vulgaridad, y su consigna política, en la beligerancia contra
las nuevas expectativas de vitalidad urbana y empeño ambiental que están
cobrando forma en otras capitales de Europa y de América, y en la misma España.
En todas ellas la pandemia ha acelerado la adopción de formas de movilidad
saludables y sostenibles, de espacios propicios para los caminantes, de
carriles bien conectados y seguros para los ciclistas. En Londres, en París, en
Bogotá, los gobiernos municipales son núcleos activos de debate y puesta en
práctica de ideas sobre un modelo de ciudad habitable, gestionada con la
participación vecinal, rescatada del sometimiento a los intereses de los
especuladores y de los fabricantes de coches privados, empeñada en políticas
ambientales que mitiguen en lo posible el cambio climático o, al menos, a estas
alturas, ayuden a sobreponerse a sus peores efectos. Me he movido en bicicleta
por unas cuantas ciudades, incluida Nueva York, y ninguna es tan peligrosa y
tan hostil para los ciclistas como Madrid. Circular en bicicleta, como ir a pie,
es cada vez más una afirmación política: un activismo concreto en la
humanización de la ciudad. Quizás por eso el Ayuntamiento hace lo posible por
sabotearlo. No hacía ninguna falta el suplicio añadido de las meninas como
zombis, de la menina gigante y luminosa alzándose en la noche como en una de
esas pesadillas que se han vuelto tan frecuentes con la pandemia.
Antonio Muñoz Molina, «Madrid zombie», Babelia (6.11.20)
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