Cruz de Mayo en Plaza Larga, dibujo de Julio Cámara Romero (2012) para la novela El secreto del escultor de Antonio Erena |
Caía la tarde y a partir de Plaza Nueva una multitud se agolpaba en la estrecha calle junto al río, rumbo a lo alto del Albaicín. Para evitar los agobios nos desviamos a la izquierda, por un callejón, y a paso lento fuimos trepando hasta alcanzar por fin el mirador de San Nicolás, esta vez no lleno del público de la ocasión anterior del Domingo de Ramos, sino abarrotado de hermanos de la cofradía más numerosa de la ciudad, muy por encima de las de Semana Santa: la del botellón y asimilados, montándose la gran juerga.
—Me encantan estas fiestas populares —comenté en medio de la gente.
—Te lo advertí —rio Esperanza viendo mi cara.
—Eres una gran profeta —le dije.
La agarré y saltamos a un lado para esquivar a unos que se divertían arrojándose el contenido de las litronas, mientras hablaban a gritos por el móvil.
—Hace fresquito. Mira la sierra. Todavía hay bastante nieve. ¡Qué año tan raro! ¡Con el calor que siempre hace en las Cruces! —chilló mi amiga.
Entre la bulla, nos acercamos al pretil de la plaza para contemplar el panorama.
—¡Como me empujen me mato! —gritó Esperanza mirando a la calle, unos metros por debajo.
—Vamos a Plaza Larga a ver la cruz —le sugerí en vista de las circunstancias.
—¿El qué? —dijo Esperanza—. ¡No te oigo! ¡Con este jaleo!
—Que me sigas a un sitio más tranquilo —le contesté, levantando también la voz—. A Plaza Larga, a ver la cruz —repetí.
—Vale, sí, vámonos de aquí. Espero que la hayan montado, con estos vándalos —comentó escéptica.
Sí que estaba la cruz, adornada con flores, macetas, cacharros de cobre y de cerámica, mantones de Manila y otros muchos objetos en abigarrada composición, y, cómo no, con sus tijeras clavadas en un pero o manzana en primer término, para que no le pusiéramos defectos, según la tradición. En uno de los mostradores instalados al aire libre pedimos unas cervezas, bajo los decibelios que atronaban el ambiente, y fuimos luego al mismo restaurante en el que almorzamos el Domingo de Ramos. Después de luchar para conseguir una mesa apartada de los altavoces, en los que también rugían a todo sonar las sevillanas y otras músicas indefinibles, elegimos varias tapas y cenando le conté a Esperanza mis últimos avances. Coincidió con Mario: puras invenciones y fantasías. Tampoco yo me los creía demasiado. Pero ahí estaban las cosas, como dijo Germán, para quién las quisiera ver.
Terminando me pedí un whisky y, mientras enumeraba mentalmente los detalles
de lo que nos quedaba por hacer, para tranquilizarla a ella, y también a mí, le
estuve narrando a mi amiga el origen de la tumultuosa celebración en cuyo ruidoso
meollo nos encontrábamos. Lo había leído unos días antes, para distraer mi
espera en el lejano Madrid. Había nacido la fiesta de un suceso ocurrido en
otro famoso convento granadino, quizás el más bello de la ciudad, el de Santa
Isabel
Antonio Erena Camacho, El secreto del escultor, Gráficas La Paz, Torredonjimeno, 2012, pp. 247-249.
«Adiós a una cruz histórica de Granada», diario Ideal, 1.05.19
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