Fachada interior de can Esclòp (casa Esclopea), Es Bòrdes (Las Bordas), Valle de Arán, foto: Antonio Erena, c. 1990 |
Más allá de la Artigueta y su cienaguilla,
y dejando a mano derecha el sendero del bosque de Bericaube, que devuelve al
caminante a Viella, el viajero, sin pasar el puente de Tourreles, toma por el
arriate que va por la cuesta abajo de estribor del río y se llega, a la hora de
almorzar —y, ¡ay!, también al tiempo que lo deja sin almorzar— a Les Bordes.
El río Jueu nace en el pedregal que nombran Güells del Jueu, al pie de la
cresta de Pumero; las aguas vienen, perdidas y bajo tierra como topos, desde el
Forat d’Aigualluts, en la vertiente de la Maladeta. Esto de la hidrografía es
ciencia hermética y medio mágica, que no siempre se descifra con facilidad. La
artiga de Lin, o vallonada del Jueu, es quizás la más exuberante y frondosa de
todas las artigas aranesas; también la que guarda mayor misterio y poesía. La artiga
de Lin se hunde hasta el lago Pumero y el pico de la Forcanada; al sur —y por
encima de todos los demás— se recorta la silueta de los montes Malditos, a cuya
primer ladera puede pasarse por el senderillo de cabras del coll de los Araneses.
Les Bordes, a la izquierda del Garona y sobre
su repecho, es un pueblo moribundo que ha perdido hasta la memoria de su pasado
y aún no tan lejano bienestar pastoril. Hay pueblos que parecen enfermos
crónicos, caseríos que semejan fantasmas, y aldeas (y hasta ciudades) que
fingen el doloroso gesto del pájaro herido que no puede volar. Les Bordes es
paraje que se quemó demasiado deprisa, lugar que envejeció ganándole por la
mano el tiempo. Al viajero, Les Bordes se le antoja un pueblo deshabitado o
habitado por muertos (tampoco muy históricos ni famosos). Por aquí anduvieron
las políticas piedras del Castell-Lleó, el baluarte del legal señor de horca y
cuchillo; de él no quedan sino dos lápidas: una gótica, sepulcral y confusa, al
lado de la iglesia; y la otra, conmemorativa de algo y no demasiado antigua (del
XVI), que luce su orfandad en la ventana de una casa. Les Bordes no fue, en su
origen, sino el escenario de las bordas en las que guardaban el ganado los
vecinos de Benós y de Begós, al otro lado del Garona. Al viajero se le ocurre
que llamar, pomposamente, Les Bordes de Castell-Lleó a estas parideras queda un
poco excesivo y rimbombante.
Al viajero y
a su amigo Llir [1],
en Les Bordes, les costó Dios y ayuda convencerse de que no habrían de
encontrar nada, ni caliente ni frío, para comer. Después de patearse el pueblo,
sin suerte y de un lado al otro, en busca de
una fonda o de algo que se le pareciese, el viajero con la gazuza cantándole
polkas en la panza, se dio de manos a bruces con dos gitanas jovencitas
vendedoras de toallas y de cortes de traje, más garridas y bien plantadas que
misericordiosas, y con más ganas de cachondeo de la que los hambrientos suelen
aguantar.
Camilo José Cela, «Mont-Corbizón
y, al final, la raya de Francia» (fragmento), en Viaje al Pirineo de Lérida, 1965, incluido en Judíos, moros y cristianos y otros escritos de viaje, ed.
DeBolsillo, 2021.
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