Paul Auster (Newark, 3.02.1947 - Nueva York, 30.04.2024), fuente: Handsome young writers, entrada del 06.09.13 (Tumblr) |
Todo empezó por un número
equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro
lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en
las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real
excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que
el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba
predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido,
no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no
significa nada no es la historia quien ha de decirlo. En cuanto a Quinn, no es
preciso que nos detengamos mucho.
Quién era, de dónde venía y
qué hacía tienen poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía treinta y
cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y que tanto
su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para
ser exactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía estas obras con
el nombre de William Wilson y las producía a razón de una al año
aproximadamente, lo cual le proporcionaba suficiente dinero para vivir
modestamente en un pequeño apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de
cinco o seis meses a una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo
que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía
los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que
ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar.
Casi todos los días, con
lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar
por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde
le llevaran sus piernas. Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de
interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a
conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido.
Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que
daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al
movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la
obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta de paz, un saludable
vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y
la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna
cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie
delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras
vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde
estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún
sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que pedía a las cosas: no
estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio que había construido a su
alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca
más.
Paul Auster, Ciudad de cristal, 1 (fragmento), en La trilogía de Nueva York, trad. Maribel de Juan, Editorial Anagrama, 1996.
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