Estas fiestas son hermosas, interesantes y magníficas; estos
espectáculos, extremadamente nobles, cuestan mucho dinero. Difícil sería hacer
de ellos una referencia exacta, y es preciso verlos para comprender su valor;
pero confieso que todas estas cosas no acaban de gustarme cuando pienso que un
hombre, cuya vida nos interesa, comete la temeridad de ir a exponerla contra un
toro furioso, y que por su amor solamente (el amor es de ordinario el principal
motivo) cae maltrecho, ensangrentado y moribundo. ¿Pueden aprobarse tales
costumbres? Y aun suponiendo que no se sienta por nadie un interés particular,
¿puede desearse la celebración de una fiesta en la que pierden la vida varias
personas? Por mi parte sorpréndeme que en un Estado cuyos Reyes llevan el sobrenombre
de católicos se tolere una diversión tan bárbara. Bien sé que es muy antigua y
de los moros heredada, pero creo que debiera de ser abolida, como otras muchas
costumbres que se conservan aún desde aquellos tiempos en que los infieles
habitaron este país.
Relación que hizo de
su viaje por España la señora condesa D’Aulnoy en 1679, Tipografía
Franco-Española, Madrid, 1892, p. 155.
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