martes, 6 de mayo de 2025

Lecturas 24

Vista de Jabalcuz desde el sur, foto: Antonio Erena, 26.04.25

A fines de mes había, en todas partes, una espesa capa de nieve, pero luego vino el foehn[1] previsto, presentido por los pensionistas más sensibles. La señora Stoehr, lo mismo que la señorita Levy, la de color de marfil, y no menos que la viuda Hessenfeld, lo presintieron al mismo tiempo, antes de que apareciese la más pequeña nube por encima de la cúspide de la montaña de granito hacia el sur. La señora Hessenfeld se sintió también propensa a las lágrimas, la Levy se metió en la cama, y la señora Stoehr, mostrando con testarudez sus dientes de liebre, expresaba de hora en hora el temor supersticioso de un síncope, pues decía que el foehn los favorecía y provocaba.

Reinaba un calor increíble, la calefacción central fue apagada; durante la noche se dejaba abierta la puerta del balcón y, a pesar de todo esto, por la mañana el termómetro marcaba once grados en la habitación. La nieve se iba fundiendo como por encanto, se hizo traslúcida, porosa, se agujereó; los montones se iban derrumbando y parecían hundirse bajo tierra. Todo rezumaba, todo goteaba, todo se caía en la selva y en los terraplenes de los caminos; y en los campos, los pálidos tapices fueron desapareciendo. Durante los paseos por el valle se produjeron fenómenos extraños, sorpresas primaverales y espectáculos encantadores. Después de una extensión de prados se eleva el cono del Schwarzhorn, todavía cubierto de nieve, con el glaciar de la Scaletta, igualmente lleno de una nieve espesa. Los paseantes pudieron contemplar, por todas partes, una capa de nieve de diferente espesor. A lo lejos, hacia las vertientes cubiertas de bosques, era más espesa, pero en las cercanías, la hierba invernal seca y sin color, estaba tan sólo florecida con ella. Al contemplarla de más cerca se inclinaron, sorprendidos. No era nieve, eran flores, de nieve, una nieve de flores, pequeños cálices, cortos tallos blancos, de un blanco azulado; eran azafranes que habían crecido a millones en el prado donde se infiltraba el agua, y en tal cantidad que se les confundía con la nieve, en la cual se perdían, en efecto, a lo lejos, sin transición.

Se mofaron de su equivocación, rieron de alegría ante aquel milagro que se había realizado ante sus ojos, de aquella adaptación graciosa, tímida, de la vida orgánica, que se atrevía de nuevo a surgir. Cogieron flores, examinaron y consideraron las formas delicadas de los cálices, las prendieron del ojal, se las llevaron a casa, y las pusieron formando ramos en los búcaros de sus habitaciones, pues la rigidez inorgánica del valle había durado mucho tiempo, a pesar de que había parecido corto.

Pero la nieve de flores fue cubierta por la verdadera nieve, y pasó lo mismo con las soldanelas azules y las prímulas amarillas y rojas que siguieron. La primavera se abría camino con mucho trabajo, para triunfar del invierno. Diez veces había sido rechazada antes de que pudiese apoderarse de esas alturas hasta la próxima irrupción del invierno, con sus tempestades blancas, el viento helado y la calefacción central.

A principios de mayo —pues mientras nosotros vamos desarrollando la narración ha llegado ya el mes de mayo— era una verdadera tortura escribir en el balcón aunque no fuese más que una tarjeta postal, pues una verdadera humedad de noviembre envaraba los dedos, y los pocos árboles de la región que no eran de hoja perenne estaban desnudos como los árboles de las llanuras en enero. Durante días enteros cayó la lluvia, persistió durante una semana, y, sin las virtudes sedantes de la chaiselongue[2], hubiera sido extraordinariamente duro pasarse horas enteras al aire libre, envueltos en un vapor de nubes, con la cara húmeda y la piel rígida. Pero en realidad, se trataba de una lluvia de primavera, y cuanto más duraba más se revelaba como tal. Casi toda la nieve se fundía bajo esa lluvia. Ya no se veía blanco, todo lo más un gris helado y sucio, y los prados comenzaban a reverdecer.

¡Qué cosa más dulce para la mirada aquel verde de los pastos después del blanco infinito! Había, además, otro verde que sobrepasaba en delicadeza y en graciosa blandura al verde de la hierba nueva. Eran los haces de agujas de los alerces. Hans Castorp, en sus paseos reglamentarios, no dejaba de acariciarlos con la mano y de rozar contra ellos su mejilla, pues eran irresistiblemente acariciadores con su frescura y su delicadeza.

—Dan ganas de hacerse botánico —dijo el joven a su compañero—; uno se siente tentado por esa ciencia solamente por el placer que se experimenta en ese despertar de la naturaleza, después del invierno pasado en estas regiones. Eso que ves al final de la vertiente es genciana y eso es una familia de las ranunculáceas, según creo bisexuales. Mira, aquí hay un grupo de estambres y algunos ovarios, un androceo y un gineceo, según creo recordar. Me parece que acabaré comprándome libros de botánica para instruirme un poco mejor en esa región de la vida y de la ciencia. ¡Qué policroma se vuelve de pronto la vida!

—Será mucho más bello en junio —anunció Joachim—. La flora de esos prados es célebre. Pero me parece que no esperaré. ¿Es debido a la influencia de Krokovski ese deseo tuyo de estudiar botánica?

Thomas Mann, La montaña mágica, Capítulo VI, Cambios (fragmento), Fundación Carlos Slim, México, págs. 358-360.


[1] Literalmente, «secador» (nota del autor del blog).

[2] Tumbona (ídem).

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