Antonio Machado (26.07.1875-22.02.1939), retratado por Joaquín Sorolla (1917), sala de lectura de la Hispanic Society of America (Nueva York) |
Mediaba el mes de
julio. Era un hermoso día.
Yo, solo, por las quiebras
del pedregal subía,
buscando los recodos
de sombra, lentamente.
A trechos me paraba
para enjugar mi frente
y dar algún respiro
al pecho jadeante;
o bien, ahincando el
paso, el cuerpo hacia adelante
y hacia la mano
diestra vencido y apoyado
en un bastón, a guisa
de pastoril cayado,
trepaba por los
cerros que habitan las rapaces
aves de altura,
hollando las hierbas montaraces
de fuerte olor
—romero, tomillo, salvia, espliego—.
Sobre los agrios
campos caía un sol de fuego.
Un buitre de anchas
alas con majestuoso vuelo
cruzaba solitario el
puro azul del cielo.
Yo divisaba, lejos,
un monte alto y agudo,
y una redonda loma
cual recamado escudo,
y cárdenos alcores
sobre la parda tierra
—harapos esparcidos
de un viejo arnés de guerra—,
las serrezuelas calvas
por donde tuerce el Duero
para formar la corva
ballesta de un arquero
en torno a Soria.
—Soria es una barbacana,
hacia Aragón, que
tiene la torre castellana—.
Veía el horizonte
cerrado por colinas
obscuras, coronadas
de robles y de encinas;
desnudos peñascales,
algún humilde prado
donde el merino pace
y el toro, arrodillado
sobre la hierba,
rumia; las márgenes del río
lucir sus verdes
álamos al claro sol de estío,
y, silenciosamente,
lejanos pasajeros,
¡tan diminutos!
—carros, jinetes y arrieros—
cruzar el largo
puente, y bajo las arcadas
de piedra
ensombrecerse las aguas plateadas
del Duero.
El Duero cruza el
corazón de roble
de Iberia y de
Castilla.
¡Oh, tierra triste y
noble,
la de los altos
llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados,
regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades,
caminos sin mesones,
y atónitos palurdos
sin danzas ni canciones
que aun van,
abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos,
Castilla, hacia la mar!
Castilla miserable,
ayer dominadora,
envuelta en sus
andrajos desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o
sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo
la fiebre de la espada?
Todo se mueve, fluye,
discurre, corre o gira;
cambian la mar y el
monte y el ojo que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos
aún el fantasma yerra
de un pueblo que
ponía a Dios sobre la guerra.
La madre en otro
tiempo fecunda en capitanes
madrastra es hoy
apenas de humildes ganapanes.
Castilla no es
aquella tan generosa un día,
cuando Myo Cid
Rodrigo el de Vivar volvía,
ufano de su nueva
fortuna y su opulencia,
a regalar a Alfonso
los huertos de Valencia;
o que, tras la
aventura que acreditó sus bríos,
pedía la conquista de
los inmensos ríos
indianos a la corte,
la madre de soldados,
guerreros y adalides
que han de tornar, cargados
de plata y oro, a
España, en regios galeones,
para la presa
cuervos, para la lid leones.
Filósofos nutridos de
sopa de convento
contemplan impasibles
el amplio firmamento;
y si les llega en
sueños, como un rumor distante,
clamor de mercaderes
de muelles de Levante,
no acudirán siquiera
a preguntar ¿qué pasa?
Y ya la guerra ha
abierto las puertas de su casa.
Castilla miserable,
ayer dominadora,
envuelta en sus
harapos desprecia cuanto ignora.
El sol va declinando.
De la ciudad lejana
me llega un armonioso
tañido de campana
—ya irán a su rosario
las enlutadas viejas—.
De entre las peñas
salen dos lindas comadrejas;
me miran y se alejan,
huyendo, y aparecen
de nuevo ¡tan
curiosas!... Los campos se obscurecen.
Hacia el camino
blanco está el mesón abierto
al campo ensombrecido
y al pedregal desierto.
Antonio Machado, «A orillas del Duero», Campos de Castilla, 1912
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