Ochío de la panadería Siles de Jaén Foto: Antonio Erena (4.03.19) |
Este año la
campanilla no sonó y los ochíos no han venido.
¿Qué pasará a
Leocadia? ¿Estará enferma?
Esta deserción
resulta inexplicable.
Al día
siguiente, al salir de los oficios de Jueves Santo, doña Presentación se
encontró con su hermana.
—Te ha llevado a ti los ochíos Leocadia?
No, los ochíos
tampoco habían llegado a casa de su hermana. Sin duda ocurría algo, y grande,
para esta ausencia.
Había que
suplirla y ambas se fueron al horno de la calle de los Romeros. ¡Qué jabardillo
reinaba allí! Estaba atestado de mujeres y un vaho dulzón, casi empachoso, de
pan caliente y bollos de aceite trascendía a la calle. Encargaron que les
enviasen un par de docenas a cada una, pero, ¡qué diferencia!, no se podían
comparar ni en tamaño ni en primor con los de Leocadia.
Porque ochío
viene de ocho. Que de un pan salen ocho, y así los hacía la hortelana sin merma
alguna, con la harina mejor cernida y el aceite desahumado con su corteza de
limón. Y hoy ya no sabemos cuántos salen de un pan de masa, pero a juzgar por
el tamaño, más se acercan a los dieciséis que a los ocho. ¡Hasta de nombre
habrá que cambiarlos!
Rafael Ortega y
Sagrista, «Los ochíos»,
Escenas y
costumbres de Jaén (fragmento)
Primero dije que no; pero luego,
sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos,
cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una
valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que
había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a
los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena.
Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi
paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en
mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo
causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus
desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que
opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa
esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme
mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan
fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le
excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y
qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me
dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es
hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve
claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la
despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir
indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé
interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar
intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y
me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero
cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma,
cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar,
sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear.
Proust, Por el camino de Swann,
En busca del tiempo perdido (fragmento)
trad. Pedro Salinas
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