Mostrando entradas con la etiqueta Costumbrismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Costumbrismo. Mostrar todas las entradas

miércoles, 18 de junio de 2025

Brumas 12

La altiplanicie de los Campos de Hernán Pelea (o Perea) desde el puerto de la Losa (carretera de Santiago de la Espada a Huéscar), foto: Antonio Erena, 15.06.25
De difuntos que no se podían enterrar hasta la primavera ha habido muchos casos. Me acuerdo del Tío Marcos, que se murió en un majal que tenía pasando Las Zarzas y allí lo tuvieron hasta el mes de mayo, que, por fin, pudieron sacarlo, terciado sobre un haz de leña, en una mula y darle sepultura en el cementerio de Bujaraiza.
Y lo mismo le pasó al Tío Feligrés, que ahí hasta tuvo que ver el Juzgado. Y esto pasó hace muchos años, lo menos treinta y cinco o cuarenta.
El Tío Feligrés tenía una cortijada que le decían «La Pinarilla», metida en lo hondo de los Campos de Hernán Pelea, que son unas navas muy extensas, sin árboles, todo llano, que forman como una meseta en lo alto de la sierra, y aquello está lo menos a 2.000 metros de altura, de modo que los inviernos son muy fríos y la nieve sube todo lo que quiere y no se quita hasta la primavera.
Ya aquello es un desierto, sólo para las monteses y para las víboras. Pero hasta hace unos cuarenta años se cultivaba todo y había muchos hatos de ganado por todas partes, que eran terrenos mancomunados de la Sociedad de Ganaderos de Santiago de la Espada.
El pasto de los Campos siempre ha sido muy apreciado por los ganaderos, porque son unos pastos muy finos y muy curados; que, por no haber árboles ni monte, nunca están sombreados y son pastos muy alimenticios y que dan unas carnes muy prietas, que daban mucho peso y las pagaban muy bien los marchantes; que, aunque el pasto no es muy abundante, allí más vale onza que libra.
Los campos de Hernán Pelea estaban muy repartidos entonces: casi todo eran propiedades pequeñas, de gentes que vivían en Santiago de la Espada o en la Puebla de don Fadrique, y cuando llegaba el tiempo de la sementera, iban allí a hacer las faenas y se guarecían en chozas o en cuevas, y luego se volvían a los pueblos, hasta que en verano volvían a recoger las cosechas.
Todavía se ven cuevas que tienen un cerramiento de piedras trabadas, pilladas con argamasa, y un ventanuco y una puertecica, y se ve que han sido apañadas, desde muy antiguo, para vivir allí las criaturas. Y se ven también restos de hornos de piedra, medio ahumados todavía, que se usaban para cocer el pan de centeno. También había cortijadas grandes: «La Tamarilla», «El Cortijo de la Mala Pata», «La Pinarilla», «El Cortijo de la Fuen Fría», «El Campo del Espino». Pero todo quiebra en la vida, y de aquello no queda nada.
En el cortijo de «La Pinarilla» vivía de siempre el Tío Feligrés, que era ya un viejo muy viejo, de más de ochenta años, muy trabajado y que había penado mucho para criar a sus hijos. Y vivía allí arriba siempre, en verano y en invierno, como habían vivido su padre y su abuelo antes que él: con su mujer y sus hijos, y sus nueras y sus yernos y sus nietos. Y tenía una ganadería grande de vacas y cabras blancas y ovejas de una casta muy fina, y también tenía yeguas de vientre para criar muletos.
En «La Pinarilla» había unas tinadas o parideras grandes para cobijar al ganado por las noches de invierno. Y las cabras se guardaban del frío de la noche en cuevas, que vivían como las monteses.
Pues una tarde, ya entre dos luces, salió el Tío Feligrés a buscar una yegua que andaba balduenda para llevarla a la tinada, y había mucha nieve y niebla en los campos, y la yegua, que andaba retozona, le dio que hacer para pillarla, y, ya al oscuro, volvió sola.
Al ver que no volvía el Tío Feligrés, la familia salió a buscarle, y le echaron voces, y anduvieron buscándole y buscándole, y ya era de noche cerrada, y la niebla se espesó más y no daban con él. Y entonces armaron una fogata grande para que el viejo la viera y pudiera orientarse si estaba perdido. Y no llegó. Y soltaron los perros para que le buscaran, y los perros volvieron solos. Y lo esperaron toda la noche, y como empezó a nevar más sobre los dos metros de nieve que ya había, todos sabían, sin decirlo, que estaba muerto.
Y muerto lo encontraron por la mañana. Y lo llevaron a la casa y lo lavaron y lo amortajaron con su ropa mejor, y lo pusieron sobre una mesa de pino en la sala y lo estuvieron velando.
Pero afuera no paraba de nevar sobre la nieve que ya había. Y pasaban los días y se fueron acostumbrando a ver al difunto allí puesto en la sala, y ya habían gastado todo el llanto en él y habían dicho mil veces todo lo que se podía decir de él, y no era posible llevarlo a enterrar a Santiago de la Espada: que había veinte kilómetros de llanura con dos metros de nieve y la que caía del cielo.
De manera que los nietos pequeños empezaron a jugar allí, al lado del muerto, y jugaban a entierros y a muertos; y los mayores, al principio, les regañaban, pero luego se fueron acostumbrando y les dejaban hacer.
Pasó una semana y otra, y el Tío Feligrés estaba como si hiciera media hora que se había muerto, pues en la sala, con la ventana entreabierta, aquello era una nevera, y ni olía mal ni dada.
Y como la sala estaba junto a la cocina, todos entraban y salían, y lo veían y echaban un suspiro y se salían. ¿Qué iban a hacer? Todo estaba dicho y llorado.
Un día, uno de los yernos sacó la baraja y se pusieron a jugar al truque. Ningún daño le hacían al muerto con jugar al truque. Y afuera no paraba de nevar. Y pasó la Navidad, y por Reyes uno de los hijos pensó que lo mejor era llevar al difunto a una camareta que había cerca de la casa, a veinte metros de la casa, y ponerlo allí hasta que se pudiera llevar a enterrar.
Y así lo hicieron.
Y los vivos siguieron jugando al truque y metiendo leños de enebro en la candela. Y ya nadie hablaba del muerto, porque todo lo que se podía decir estaba dicho.
Por fin, llegó la primavera y pudieron mandar recado a Santiago de lo que había pasado, y como la muerte no había sido natural, el Juzgado mandó decir que lo dejaran quieto hasta que fueran ellos a levantar el cadáver.
Pasaron más días, hasta que una mañana se presentó el Juzgado y la Iglesia en «La Pinarilla», y los pillaron a todos jugando a las cartas. Fueron a ver el cadáver, y encontraron que los gatos le habían comido la cara. Y, al verlo, el juez torció el hocico y los quería llevar a todos a la cárcel por abandono del cadáver. Pero el cura, finalmente, como los conocía y sabía que eran personas de bien, convenció al juez para que no hubiera castigos. Pero el juez dispuso que se buscara a los gatos que le habían roído la cara, que eran cuatro o cinco gatos medio cimarrones. Y como habían comido del muerto, mandó que los mataran y los llevaran a Santiago para enterrarlos junto al difunto.
Y resultó un entierro muy sonado, que iba el Tío Feligrés en su caja de pino pintada de negro, y detrás, en un cajoncete, los cinco gatos que habían comido de él.

Juan Luis González-Ripoll, “El entierro del Tío Feligrés”, Narraciones de caza mayor en Cazorla, Everest, 1974.

jueves, 21 de noviembre de 2024

Lecturas 21

Vicente Blasco Ibáñez, Cañas y barro, ed. Prometeo, Valencia, 1902, fuente: Iberlibro

Habían entrado en el lago, en la parte de la Albufera obstruida de carrizales e islas, donde había que navegar con cierto cuidado. El horizonte se ensanchaba. A un lado, la línea oscura y ondulada de los pinos de la Dehesa, que separa la Albufera del mar; la selva casi virgen, que se extiende leguas y leguas, donde pastan los toros feroces y viven en la sombra los grandes reptiles, que muy pocos ven, pero de los que se habla con terror durante las veladas. Al lado opuesto, la inmensa llanura de los arrozales perdiéndose en el horizonte por la parte de Sollana y Sueca, confundiéndose con las lejanas montañas. Al frente, los carrizales e isletas que ocultaban el lago libre, y por entre los cuales deslizábase la barca, hundiendo con la proa las plantas acuáticas, rozando su vela con las cañas que avanzaban de las orillas. Marañas de hierbas oscuras gelatinosas como viscosos tentáculos subían hasta la superficie, enredándose en la percha del barquero, y la vista sondeaba inútilmente la vegetación sombría e infecta, en cuyo seno pululaban las bestias del barro. Todos los ojos expresaban el mismo pensamiento: el que cayera allí, difícilmente saldría.

Vicente Blasco Ibáñez, Cañas y barro, ed. cit., p. 14.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Entierro

Juan Rodríguez Jaldón, El entierro (1941), Ayuntamiento de Carmona, foto: Jl FilpoC, Wikimedia Commons
En el pueblo había muchas cofradías, especialmente de Semana Santa, y cada una de ellas tenía sus correspondientes insignias de gallardetes y banderas.

Era derecho, adquirido en vida por el cofrade difunto, que las insignias asistieran a su entierro. Estas insignias iban precediendo la procesión funeral hasta la iglesia parroquial.

Se había introducido, con el tiempo, una corruptela, y es que se alquilaban tales insignias aun cuando el difunto no había sido cofrade. La módica cantidad que se cobraba por este alquiler iba a ingresar los fondos de la cofradía para atender sus gastos específicos.

Las insignias cofradieras eran portadas en el entierro generalmente por ancianos necesitados o tarados físicamente, a los que se les gratificaba con cierta cantidad de dinero, mayor o menor, según fuera el entierro a la iglesia parroquial, al límite de la población —llamado «las cuatro esquinas»— o al cementerio. Esto en muy pocos casos.

Este desfile de hombres ancianos o tarados, mal trajeados, portando estandartes o gallardetes, era una cosa deplorable que ha sido saludablemente suprimida en estos últimos años.

 Juan Montijano Chica, Historia de la Ibérica Tosiria. La actual Torredonjimeno, Madrid, 1983, págs. 253-254.

miércoles, 16 de octubre de 2024

Lecturas 20

Antonio Díaz-Cañabate, Historia de una taberna, Colección Austral, N.º 711, Espasa Calpe, Sexta edición, 1988
Antonio Díaz-Cañabate en Memoria de Madrid (página web)

   Despachar vino no es cosa fácil. Requiere destreza y rapidez singulares, soltura de manos, tiento y pulso, mucha vista, malicia, ingenio para alternar con el cliente y contestar sin enfado, pero con energía, a sus cuchufletas, no siempre del mejor gusto y de buena intención; memoria para las cuentas de las muchas copas que se sirven al mismo tiempo, paciencia a fin de soportar las inconveniencias de los borrachos patosos, y valor personal para imponerse en las bromas. Con mucho menos de estas condiciones se llegaba a ministro allá por los albores del siglo veinte.
    El mostrador de cinc reluce como si fuera de plata. Por el mostrador de cinc resbala el agua que fluye como de un manantial, y en el agua sumidas constantemente tiene las manos el tabernero. En el invierno, la cosa es dura; en el verano da gusto ser tabernero. Sobre la plata del mostrador, los vasos brillan como diamantes. En los frascos esos frascos rotundo acierto de esbeltez, sencillez y elegancia, tan decorativos y agradables el vino tinto y el vino blanco, con su colorido fuerte y bello, esmaltan de pedrería esa especie de trono oriental que es en definitiva el mostrador de una taberna.
 
Historia de una taberna, ed, cit., pág. 16.

lunes, 20 de mayo de 2024

Camino

Salvador Viniegra, Romería del Rocío, Capitanía General de Sevilla, depósito del Museo del Prado, c. 1897
I
Al Rocío con Triana siempre fui,
yo siempre fui con Triana.
Con Triana siempre fui,
desde niño siempre fui,
yo siempre fui con Triana
y al llegar al Ajolí
me bailo por sevillanas.
Porque al Rocío se va
con lirio y rosa temprana;
la Virgen te escuchará
si rezas por sevillanas.

ESTRIBILLO:
Y a la luz de la mañana
ya estoy dentro del Rocío
y se escuchan las campanas;
dejadme aquí, dejadme aquí,
quiero morir con Triana.

II
El torero, el gitano y el marqués
siempre que van de romeros
son iguales en su Fe,
no los separa el dinero.
El Rocío es devoción
y buen humor a raudales,
y por voz del corazón
allí son todos iguales.

III
La mocita, la viudita y la casá
sacan al sol sus mantones
y en honor de la Hermandad
los cuelgan de los balcones.
Qué bonita viene y va
sobre su altar trianero,
mira, mira, mírala
Madre de los rocieros.

IV
Al Rocío con Triana siempre fui,
yo siempre fui con Triana
y a caballo me lucí
con una guapa serrana.
Suenan palmas a compás,
palillos y panderetas
y es delirio y majestad
el paso de las carretas.

Rafael de León, Manuel López-Quiroga Clavero, Manuel Pareja-Obregón y Rafael del Valle Beltrán, Yo siempre fui con Triana (sevillanas).

martes, 14 de mayo de 2024

Geometrías 4

Placa en la plaza del teatro Infanta Leonor de Jaén con texto de Sinesio Delgado, foto: Antonio Erena, 09.05.24
—¿Conque vasté á la tierra del ronquío?
(me había dicho un andaluz muy jaque
que en el camino de Granada tuve
la dicha de encontrarme).
—Sí, señor, á Jaén: ¿quiere usted algo?
—Pues oigasté, compare;
en Jaén hay que ver, ni más ni menos,
que tres cosas notables:
la catedral, la cara é Jesucristo...
—¿Y qué más?
                        —Y el camino pa marcharse.
 
    De modo que era horrible
la impresión que tenía al apearme,
y sólo por quitármela de encima
cuando me vi en Jaén, me eché á la calle.
Será porque yo tengo
propensión muy marcada á equivocarme
ó porque llevo siempre la contraria
ó aprecio de otro modo los detalles,
el caso es que ¡lo juro
por la Virgen del Carmen!
me ha gustado Jaén, y no comprendo
que se vaya contento el que se marche.
La población no es cosa
del otro jueves ni del otro martes;
pero hay muchas peores
que no le ocurre despreciar á nadie.
¡Y es tan alegre aquello!
Hacia Mengíbar, el extenso valle
que ha trasformado el río
en fuente de riqueza incalculable,
y hacia Granada (¡la gentil Granada!)
sirviendo á la ciudad como baluarte
las montañas plomizas
que dora el sol al declinar la tarde,
¡el sol de Andalucía,
que es un sol con corona de brillantes!
Además, entre aquellos
viñedos y olivares
se conserva el genuino, el legendario,
el pintoresco traje
de la nación andaluza, que ha servido
para prestar a la nación carácter.
Los anchos pantalones de campana
que al llegar a la bota se entreabren,
el sombrero redondo
y la manta ceñida con donaire.

    La hermosa catedral, la más moderna
de nuestras catedrales,
obra de fines del pasado siglo,
merece visitarse.
El célebre lagarto, que conservan,
y que es un cocodrilo respetable,
según la tradición, era un demonio
que salió, no se sabe
de dónde ni por qué, tras una santa
y se dio á acometerla con coraje.
Buscó la perseguida
su amparo en una cruz para salvarse,
y ante el lábaro santo
reventó el animal en un instante.
Así me ha referido la leyenda
un andaluz que dice que la sabe,
y así la apunto bajo su palabra
sin meterme en dibujos ni detalles.
    Junto á la catedral, á pocos pasos,
ocupando un perímetro muy grande,
he visto los cimientos de un palacio
que honrará la ciudad cuando se acabe.
    Edificio soberbio, por las trazas,
que la Diputación va á regalarse,
aunque según me han dicho, no está ahora
el país para bromas de esa clase;
pero no es de extrañar,
porque lo mismo sucede en todas partes.

    También ¡es claro! visité el Casino,
que es bueno y elegante
y que demuestra que en Jaén la vida
no es tan pesada como dijo el jaque.

    Es la Cara de Dios, que goza fama
entre nuestras leyendas populares
y de la cual procura
daros Cilla una idea con el lápiz,
un lienzo de pequeñas dimensiones
que representa la sagrada imagen,
encerrado en un marco
de rubíes, zafiros y brillantes;
en fin, un marco digno
de guardar esa joya inestimable.
Me han dicho que valdrá cinco millones
y, al verlo, se comprende que los vale.
    En Jaén, por lo menos,
de su autenticidad no duda nadie,
pues es la misma que quedó en el paño
estampada con lágrimas y sangre.
    La fe es la poesía;
creámoslo también, y Dios nos guarde.
 
                                               23 Junio l888.
 
Sinesio Delgado, «España Cómica (Apuntes de Viaje), XLV. Jaén
», en Obras completas, Tomo Primero, Versos y Prosa, Imprenta de los Hijos de M. G. Hernández, Madrid, 1919, págs. 139 y 140.

jueves, 19 de octubre de 2023

Gastromanía 41

Aceitunas de cornezuelo de Jaén aliñadas, foto: Antonio Erena,18.10.23
TORUVIO, simple, viejo
ÁGUEDA, su mujer
MENCIGÜELA, su hija
ALOXA, vecino

TORUVIO.—¡Válgame Dios, la que cae desde el monte acá, que parece que el cielo se hunde! En fin, ¿qué tendrá preparado de comer mi señora esposa? ¡Así mala rabia la mate! (Llama a la puerta). ¡Eo! ¡Muchacha! ¡Manigüera!¡Pues no estarán durmiendo! ¡Águeda! ¡Eo!

MENCIGÜELA.—(Abre). ¡Jesús, padre! ¿Tenéis que romper la puerta?

TORUVIO.—¡Calla, calla! ¿Dónde está vuestra madre, señora?

MENCIGÜELA.—Allá está, en casa de la vecina, que le ha ido a ayudar a coser unas madejillas.

TORUVIO.—¡Malas madejillas vengan por ella y por vos! ¡Andad y llamadla! (Sale la niña a buscarla).

ÁGUEDA.—(Vuelven). Ya está, ya está, el señor importante, ya viene de hacer una triste carguilla de leña, que no hay quien se entienda con él.

TORUVIO.—Sí… ¿Carguilla de leña le parece a la señora? Juro al cielo de Dios que éramos yo y vuestro ahijado y no podíamos.

ÁGUEDA.—Ya, ya, marido. ¡Y qué mojado que venís!

TORUVIO.—Vengo hecho una sopa de agua. Mujer, por vida vuestra, que me deis algo de cenar.

ÁGUEDA.—¿Yo qué diablos os tengo de dar, si no tengo nada?

MENCIGÜELA.—¡Jesús, padre, y qué mojada que venía aquella leña!

TORUVIO.—Sí, después dirá tu madre que es el rocío de la mañana…

ÁGUEDA.—Corre, muchacha; haz un par de huevos para que cene tu padre y hazle la cama. Estoy segura de que no os habéis acordado de plantar el renuevo de aceitunas que os pedí.

TORUVIO.—¿Y por qué he tardado tanto si no era porque lo estaba plantando?

ÁGUEDA.—Callad, marido. ¿Y adónde lo plantaste?

TORUVIO.—Allí junto a la higuera donde, si os acordáis, os di un beso.

MENCIGÜELA.—Padre, puede entrar a cenar, que ya está.

ÁGUEDA.—Marido, ¿sabéis qué he pensado? Que aquel renuevo de aceitunas que plantaste hoy, de aquí a seis o siete años, llevará 200 o 300 kilos de aceitunas. Y que, poniendo plantas aquí y plantas allá, de aquí a veinticinco o treinta años tenéis un olivar hecho y derecho.

TORUVIO.—Eso es verdad, mujer; que no puede dejar de ser lindo.

ÁGUEDA.—Mira, marido, ¿sabéis qué he pensado? Que yo cogeré la aceituna y vos la llevaréis con el asnillo y Mencigüela la venderá en la plaza. Y mira, muchacha, que te mando que no me cobres el celemín a menos de dos reales castellanos.

TORUVIO.—¿Cómo a dos reales castellanos? ¿No veis que es cargo de conciencia y nos llevará al que pesa el grano cada día? Que basta pedir catorce o quince dineros por celemín.

ÁGUEDA.—Callad, marido, que ese olivar es de la cepa de la casta de los de Córdoba.

TORUVIO.—Pues aunque sea de la casta de los de Córdoba, basta pedir lo que tengo dicho.

ÁGUEDA.—No me quebréis la cabeza. Mira, muchacha, que te mando que no las des menos el kilo de a dos reales.

TORUVIO.—¿Cómo a dos reales? Ven acá, muchacha, ¿a cómo has de pedir?

MENCIGÜELA.—A como queráis, padre.

TORUVIO.—A catorce o quince dineros.

MENCIGÜELA.—Así lo haré, padre.

ÁGUEDA.—¡¿Cómo «así lo haré, padre»?! Ven acá, muchacha: ¿a cómo has de pedir?

MENCIGÜELA.—A como mandéis, madre.

ÁGUEDA.—A dos reales.

TORUVIO.—¿Cómo a dos reales? Yo os prometo que, si no hacéis lo que yo os mando, os daré más de doscientos correazos. ¿A cómo has de pedir?

MENCIGÜELA.—A como decís vos, padre.

TORUVIO.—A catorce o quince dineros.

MENCIGÜELA.— Así lo haré, padre.

ÁGUEDA.—¡¿Cómo «así lo haré, padre»?! (Pegándole). Toma, toma, haced lo que yo os mando.

TORUVIO.—Dejad a la muchacha.

MENCIGÜELA.—¡Ay, madre! ¡Ay, padre, que me mata!

ALOXA.—¿Qué es esto, vecinos? ¿Por qué maltratáis así la muchacha?

ÁGUEDA.—¡Ay, señor! Este mal hombre que me quiere vender las cosas a menos precio y quiere echar a perder mi casa. ¡Unas aceitunas que son como nueces!

TORUVIO.—Yo juro por mis muertos que no son aun ni como piñones.

ÁGUEDA.—¡Sí son!

TORUVIO.—¡No son!

ÁGUEDA.—¡Sí son!

TORUVIO.—¡No son!

ALOXA.—Señora vecina, tened la bondad de entrar, que yo lo averiguaré todo.

ÁGUEDA.—¡Averiguadlo!

ALOXA.—Señor vecino, ¿dónde están las aceitunas? Sacadlas acá fuera, que yo las compraré, aunque sean veinte kilos.

TORUVIO.—Que no, señor, que no es de esa manera que vuestra merced se piensa; que no están las aceitunas aquí en casa, sino en el campo.

ALOXA.—Pues traedlas aquí, que yo os las compraré todas al precio que justo fuera.

MENCIGÜELA.—A dos reales quiere mi madre que se venda el kilo.

ALOXA.—Cara cosa es ésa.

TORUVIO.—¿No le parece a vuestra merced?

MENCIGÜELA.—Y mi padre a catorce o quince dineros.

ALOXA.—Tenga yo una muestra de ellas.

TORUVIO.—¡Válgame Dios, señor! Vuestra merced no me quiere entender... Hoy he yo plantado un renuevo de aceitunas y dice mi mujer que de aquí a seis o siete años llevará 200 o 300 kilos de aceituna y que ella la cogería y que yo la llevara y la muchacha la vendiese. Y que había de pedir a dos reales el kilo. Yo, que no; y ella, que sí. Y sobre esto ha sido la cuestión.

ALOXA.—¡Vaya discusión! Nunca lo había visto. ¡Las aceitunas no están plantadas y a la niña ya le encargaban que las vendiesen!

MENCIGÜELA.—¿Qué le parece, señor?

TORUVIO.—No llores, chica. Andad, hija, y ponedme la mesa, que yo os prometo comprar un vestido con las primeras aceitunas vendidas.

ALOXA.—Así me gusta, vecino; entraos allá y tened paz con vuestra mujer.

TORUVIO.—Adiós, señor.

ALOXA.—(Al público). ¡Qué cosas más raras vemos en esta vida! ¡Las aceitunas no están plantadas, y ya las hemos visto reñidas!

Lope de Rueda, Las aceitunas (1548, versión modernizada)

martes, 18 de abril de 2023

Gastromanía 39

Tortilla de espárragos silvestres, foto: Antonio Erena, 17.04.23

Tiene nuestra tierra su cocina propia y tradicional, que se sobrevive por la costumbre y por el paladar de las gentes de este Reino de Jaén, que se inclinan por determinados manjares, igual que otras provincias, comarcas o regiones poseen su culinario particular.

La costumbre pesa mucho sobre la gastronomía, así como los productos que se crían en cada lugar, como pasa aquí con el aceite de oliva, soporte especial de la mayoría de nuestras comidas.

Comidas muy distintas según las estaciones y los meses sucesivos, o el bolsillo que las costea.

Platos de carne, de legumbres, de pescados, de verduras, de frutas. Platos de entrada, principios, entremeses, postres. Platos propios del desayuno, de los almuerzos, meriendas o cenas; de tentempiés o refrigerios.

Pues bien, entre tan variados guisos, minutas y repostería, yo me voy a referir solamente a dos de ellos. Creo que son los más humildes, carecen de fama y no figuran en los libros de cocina. Porque las verduras que los componen no se siembran ni se cultivan, que son silvestres y no dan lugar a polémicas por su propiedad.

El buen Dios nos las ofrece a todos de un modo natural, y no hay más que cogerlas y aprovecharlas.

Me refiero, como ustedes habrán podido suponer, a las collejas y a los cardillos, de los que me voy a ocupar, haciendo de camino un desvío evocador a la desaparecidas cardilleras que los vendían.

*       *       *

… Las malvas, las moretas, los zapaticos del Niño Jesús, las varitas de San José, incluso los jaramagos, se han adelantado y son una verdadera delicia para los soñadores y los amantes de la naturaleza. Y un tormento para las aceituneras que tienen que rebuscar entre estas plantitas, que ocultan el fruto caído bajo su fronda húmeda y tierna, cuajada de gotitas y a veces de invisibles ortigas que escorian las manos.

José Antonio Muñoz Rojas, en su maravilloso libro Las cosas del campo, dedicó una página «a las yerbas ignoradas». Dámaso Alonso le decía al autor que había escrito, sencillamente, el libro de prosa más bello y más emocionante que él había leído desde que era hombre.

Es cierto. De las hierbas del campo, apenas sabemos su nombre, que suelen tenerlo, sobre todo por sus flores, nombres populares, encantadores, que solo sabían los labradores de antaño y hoy casi se han olvidado. Las florecillas silvestres son un prodigio de color y de forma. Benjamín Palencia estaba enamorado de ellas y las pintó con estremecida sensibilidad. En Jaén, otro pintor, Barrera Wolf, las ha llevado a un cuadro sensacional que él llama Andalucía. Y ha reproducido las flores de nuestros campos con una fidelidad y una gracia que bien merecían perpetuarse en un museo giennense…

*       *       *

… Las cardilleras, hoy en el olvido, estaban un poco desprestigiadas, por la rudeza de modales y su lenguaje arrabalero y desvergonzado.

«Es una cardillera», se decía de cualquier hembra ordinaria, fragosa o procaz.

Pero a mí me resultaban simpáticas y sentía cierta admiración por aquellos manojos de espárragos trigueros, atados con un junco, o de cardillos lechales, blancos y tiernos, que ofrecían por casi nada…

Rafael Ortega y Sagrista, «Collejas y cardillos», Escenas y costumbres de Jaén, II, IEG, Jaén, 1988.

lunes, 16 de enero de 2023

Lumbre

La lumbre de San Antón en la plaza de San Juan de Jaén, foto: Antonio Erena, 16.01.20
Fuego, anterior entrada del blog

En todas las huertas, cortijos, caserías y montes donde hay ganado u otros animales domésticos, se encienden fogatas al anochecer en la víspera de San Antón para que los libre de enfermedades y epidemias, y los haga más productivos. En San Antón, la gallina pon, dice el refrán.

Esta costumbre tradicional de las lumbres enlaza las pascuas de Navidad y Reyes con la Candelaria, que hasta San Antón, pascuas son, según el dicho popular.

También, dentro de la ciudad, en las plazuelas y en las encrucijadas de calles, ardían en la noche del 16 de enero, las lumbres de San Antón. Sus altas lenguas de fuego sobresalían por cima de los tejados. Las fachadas refulgían y los cristales de las ventanas, como espejos incandescentes, saltaban hechos añicos al calor de las hogueras. Nubes de chispas, de pavesas y cenizas sobrevolaban la ciudad, invadida de humaredas, de resplandores del fuego y del olor a leña quemada, a chamusquina.

Coincidían las lumbres de San Antón con la corta en el olivar, y los muchachos traían del campo cargas de ramón que al quemarse crepitaban con alegres chasquidos, mezclados con el de los cohetes rateros o buscapiés, y el triquitraque y sobresalto de los petardos que animaban la fiesta.

Lumbres de la Alcantarilla, del Rabalejo y San Juan; de la Magdalena y el Campillejo de Cambil; de la calle de los Romeros y de la plaza del Conde.


A la flor del romero,
romero verde,
el romero se seca,
ya no florece.

Y en torno a las lumbres, que atraían en la fría noche de enero, o cerca de ellas, con los rostros encendidos por las llamaradas, o en los patios de las casas antiguas y labradoras, la gente joven, jugando al corro o a la rueda, se obsequiaban con calabaza batatera, rosetas y mosto.

Los melenchones de Jaén, desenfadados, picantes e ingenuos tenían su tiempo típico desde San Antón a los carnavales. Sus letras eran populares, improvisadas, del día, e iban con la moda. Lola Torres recogió hasta sesenta letras y su música, antes de que se perdiesen por el olvido y el desuso:


Y sal a bailar salero,
salero sal a bailar,
que tiene usted para mí
la gracia de Dios salá…

Rafael Ortega y Sagrista, «Las lumbres de San Antón», en Escenas y costumbres de Jaén, Tomo I, IEG, 1977, pp. 79-80.

jueves, 5 de enero de 2023

Santos Reyes

José Castelaro, La Noche de Reyes en la Puerta del Sol, 1839, Museo de Historia de Madrid
¡Qué es ver al fornido nieto
del héroe de Covadonga
con un cencerro en la mano,
con un hachón en la otra,
guiar a la turba multa
de carboneros y mozas
que por un chico de Arganda
formales juran y otorgan
que han visto a los Reyes Magos
en la Puerta de Segovia!
                                     (1856)

José Joaquín Villanueva, «Costumbres Madrileñas. La venida de los Reyes Magos»,
El Museo Universal, Año IV, Núm. 2, Madrid, 8 de enero de 1860, p. 14.

jueves, 16 de mayo de 2019

Cara y cruz

Miguel Blay, Monumento a Ramón de Mesonero Romanos, Jardines del Arquitecto Ribera, Madrid
Foto: Antonio Erena, 12.05.19 (vista anterior)
Miguel Blay, Monumento a Ramón de Mesonero Romanos, Jardines del Arquitecto Ribera, Madrid
Foto: Antonio Erena, 12.05.19 (vista posterior)
Madrid, una región partida en dos, Juan José Mateo, El País, 12.05.19

Por los años 1827 al 28, en pleno gobierno absoluto del señor Rey D. Fernando VII, y bajo la férula paternal de su gran visir D. Tadeo Francisco de Calomarde, nos reuníamos en grata compañía, los domingos por la mañana, en casa de D. José Gómez de la Cortina, hijo primogénito del conde del mismo título y hermano mayor del erudito bibliófilo, mi amigo, que después fue conocido por Marqués de Morante, todos o casi todos (que no llegaríamos seguramente a una docena) los jóvenes dados por irresistible vocación a conferir con las musas o a ensuciarnos las manos revolviendo códices y mamotretos; ocupaciones ambas que, atendidos los vientos reinantes a la sazón, tenían más de insensatas que de racionales y especuladoras.
Era, pues, la época en que, envueltas en una densa nube las letras y la ciencia, a impulsos de la ignorancia enaltecida, callaban de todo punto, sin tribuna, sin academias y liceos, sin Prensa periódica ni nada que pudiera dar lugar a polémicas o enseñanza. Una censura suspicaz e ignorante dificultaba la publicación de las obras del ingenio y prohibía y anatematizaba hasta las más renombradas de nuestro tesoro literario: los escritores de más valía, los hombres más insignes en las letras, hallábanse oscurecidos, presos o emigrados: los Quintana, Gallego, Saavedra, Martínez de la Rosa, Toreno, Gallardo, Villanueva y demás, eran sustituidos por autores ignorantes y baladíes, que empañaban la atmósfera literaria con sus producciones soporíferas, su desenfreno métrico, sus cantos de búho, sus absurdos escritos religiosos e históricos, sus novelas insípidas, de las cuales las más divertidas eran las que formaban la colección que, con el extraño título de Galería de espectros y sombras ensangrentadas, publicaba su autor D. Agustín Zaragoza y Godínez.
No es posible a cincuenta años de distancia formarse una idea, siquiera aproximada, de aquel silencio completo del ingenio, de aquel sueño de la cultura y vitalidad del pueblo de Cervantes y Lope, de Quevedo y Calderón.
En medio de esta oscura noche intelectual, a despecho de los rigores y suspicacia del Gobierno, y lo que era aún más sensible, de la indiferencia completa del público hacia las producciones del ingenio, no faltaban, sin embargo, algunos espíritus juveniles que, no satisfechos con la indigesta y vulgar instrucción que podían recibir en las aulas de San Isidro o de Doña María de Aragón, se lanzaban, ávidos de saber, a enriquecer sus conocimientos en el estudio privado de los archivos y bibliotecas, para adquirir una instrucción que por desgracia sólo les brindaba en perspectiva con los rigores de una persecución injusta o con la cama de un hospital.
Entre estos varios jóvenes, cuyos nombres fueron enaltecidos más adelante por sus trabajos literarios, recuerdo, además del amo de la casa, al distinguido diplomático D. Nicolás Ugalde y Mollinedo, que se ocupaba con aquel de traducir, ampliar y comentar la reciente Historia de la literatura Española, de Boutervek, que era lo más sustancial publicado hasta entonces en la materia; al sabio y modesto humanista D. José Mussó y Valiente, encargado, con Cortina, por el rey Fernando, de cuidar y dirigir la magnífica edición de las obras completas de Moratín, costeada por el mismo Monarca y estropeada por la censura; a Bretón de los Herreros y Gil y Zárate, que con sus primeras producciones dramáticas, habían conseguido galvanizar un tanto el cadáver del teatro español; a D. Rafael Húmara y Salamanca, discreto autor de muy lindas novelas; a D. José del Castillo y Ayensa, distinguido helenista, traductor de Píndaro; a D. Patricio de la Escosura, alférez de la Guardia Real de Artillería, que con la publicación de su novela El Conde de Candespina acababa de dar la primera prueba de su clarísimo ingenio; y más adelante a D. Mariano José de Larra, alumno de Medicina, a quien yo mismo presenté a Cortina a fin de que le recomendase al Rey para que fuese nombrado individuo de una Comisión facultativa que había de ir a Viena a estudiar el cólera; pero que en algunos folletos y poesías sueltas revelaba ya la travesura de aquel feliz ingenio, que tan alto había de colocar en adelante el pseudónimo de Fígaro; a D. Manuel de San Pelayo, excelente crítico, que escondía modestamente su vasta instrucción y sólidos trabajos literarios; a D. Enrique de Vedia, elegantísimo poeta y dueño de muchos conocimientos, el mismo que, después de seguir una brillante carrera administrativa, murió en Jerusalén, de cónsul general de España; a Serafín Calderón (el Solitario), que desde sus primeras producciones revelaba una feliz transmigración del talento y estilo de los Cervantes y Quevedos; al ingenioso Segovia, que llegó a hacer célebre, años después, su firma El Estudiante; al correcto y joven poeta Ventura de la Vega, en fin, que con sus magníficas octavas dirigidas al Rey, a su vuelta de Cataluña, acababa de recoger el cetro de nuestra lírica poesía.

Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, Tomo II, Segunda Época, Capítulo II, 1827-1828, «La juventud literaria y política», I (fragmento)

viernes, 3 de mayo de 2019

Invención

José Nogué, Cruz de mayo en Jaén, Museo de Jaén, foto: José Luis Martínez Ocaña
          
   Los muchachos, con las cruces,
van recorriendo las calles
de estos pueblos andaluces.
            ¡Qué detalles
y qué pintorescas cosas
ofrecen, en ocasiones,
las pequeñas procesiones,
            tan graciosas!
 
   Santicos, a los que, fieles,
amaron nuestros mayores,
adornados con papeles
            de colores.
   Andas de tamaño escaso
como juguetes caseros,
que llevan, marcando el paso,
            seis anderos.
   Un nene, que va delante,
blanco y rubio como el oro,
y repica, en un sonoro
            redoblante.
   Tres curicas, con bonete
            de cartón
y otros cinco, o seis, o siete
que lucen, como roquete,
«El Heraldo» y «La Nación»
   Dos monagos muy traviesos,
de la infancia dos delicias,
que parecen pedir besos
            y caricias.
   Otro mayor, que no en balde,
va detrás solemnemente,
y hace marchar a la gente,
y dice que es el alcalde.
   Y otros de rubias guedejas,
y ojillos de viva luz,
que mostrando unas bandejas
nos piden para la Cruz...

   ¡Oh, procesiones hermosas
por lo ingenuas! ¡Dulce rayo
del cielo! ¡Niños y rosas!
            ¡Cruz de Mayo!
   Dios las puso entre la esencia
de flores y las bendijo.
   ¡Qué triste, al verlas, la ausencia
            de mi hijo!
   Infantiles ideales,
son, en los años primeros,
ser obispos, mariscales
            y toreros.
   Por eso las procesiones
infantiles, la partida
marcan de las vocaciones
            de la vida.
  
   ¿De esa comparsa monísima
cuál, con santidad y ciencia,
llegará a ser Su Ilustrísima,
            Su Eminencia?
   ¿Y cuál, en la vida oscura
que la paz del campo orea,
será el ignorado cura
            de la aldea?
 
Alfredo Cazabán Laguna, «Cruz de Mayo (Procesiones infantiles)», en Patria, órgano provincial de la Acción Patriótica, Jaén, 03.05.1927, pg. 3.