Miguel Blay, Monumento a Ramón de Mesonero Romanos, Jardines del Arquitecto Ribera, Madrid Foto: Antonio Erena, 12.05.19 (vista anterior) |
Miguel Blay, Monumento a Ramón de Mesonero Romanos, Jardines del Arquitecto Ribera, Madrid Foto: Antonio Erena, 12.05.19 (vista posterior) |
Por los años 1827 al 28, en pleno gobierno absoluto del señor Rey D.
Fernando VII, y bajo la férula paternal de su gran visir D. Tadeo
Francisco de Calomarde, nos reuníamos en grata compañía, los domingos por
la mañana, en casa de D. José Gómez de la Cortina , hijo
primogénito del conde del mismo título y hermano mayor del erudito bibliófilo,
mi amigo, que después fue conocido por Marqués de Morante, todos
o casi todos (que no llegaríamos seguramente a una docena) los jóvenes dados
por irresistible vocación a conferir con las musas o a ensuciarnos las manos
revolviendo códices y mamotretos; ocupaciones ambas que, atendidos los vientos
reinantes a la sazón, tenían más de insensatas que de racionales y
especuladoras.
Era, pues, la época en que, envueltas en una densa nube las letras y la
ciencia, a impulsos de la ignorancia enaltecida, callaban de todo punto, sin
tribuna, sin academias y liceos, sin Prensa periódica ni nada que pudiera dar
lugar a polémicas o enseñanza. Una censura suspicaz e ignorante dificultaba la
publicación de las obras del ingenio y prohibía y anatematizaba hasta las más
renombradas de nuestro tesoro literario: los escritores de más valía, los
hombres más insignes en las letras, hallábanse oscurecidos, presos o emigrados:
los Quintana, Gallego, Saavedra, Martínez de la Rosa , Toreno, Gallardo,
Villanueva y demás, eran sustituidos por autores ignorantes y baladíes, que
empañaban la atmósfera literaria con sus producciones soporíferas, su
desenfreno métrico, sus cantos de búho, sus absurdos escritos religiosos e
históricos, sus novelas insípidas, de las cuales las más divertidas eran las
que formaban la colección que, con el extraño título de Galería de
espectros y sombras ensangrentadas, publicaba su autor D. Agustín Zaragoza
y Godínez.
No es posible a cincuenta años de distancia formarse una idea, siquiera
aproximada, de aquel silencio completo del ingenio, de aquel sueño de la
cultura y vitalidad del pueblo de Cervantes y Lope, de Quevedo y Calderón.
En medio de esta oscura noche intelectual, a despecho de los rigores y
suspicacia del Gobierno, y lo que era aún más sensible, de la indiferencia
completa del público hacia las producciones del ingenio, no faltaban, sin
embargo, algunos espíritus juveniles que, no satisfechos con la indigesta y vulgar
instrucción que podían recibir en las aulas de San Isidro o de Doña María de
Aragón, se lanzaban, ávidos de saber, a enriquecer sus conocimientos en el
estudio privado de los archivos y bibliotecas, para adquirir una instrucción
que por desgracia sólo les brindaba en perspectiva con los rigores de una
persecución injusta o con la cama de un hospital.
Entre estos varios jóvenes, cuyos nombres fueron enaltecidos más
adelante por sus trabajos literarios, recuerdo, además del amo de la casa, al
distinguido diplomático D. Nicolás Ugalde y Mollinedo, que se
ocupaba con aquel de traducir, ampliar y comentar la reciente Historia
de la literatura Española, de Boutervek, que era lo más
sustancial publicado hasta entonces en la materia; al sabio y modesto
humanista D. José Mussó y Valiente, encargado, con Cortina, por
el rey Fernando, de cuidar y dirigir la magnífica edición de las obras
completas de Moratín, costeada por el mismo Monarca y estropeada por la
censura; a Bretón de los Herreros y Gil y Zárate, que con sus
primeras producciones dramáticas, habían conseguido galvanizar un tanto el
cadáver del teatro español; a D. Rafael Húmara y Salamanca,
discreto autor de muy lindas novelas; a D. José del Castillo y Ayensa,
distinguido helenista, traductor de Píndaro; a D. Patricio de la Escosura ,
alférez de la Guardia Real de Artillería, que con la publicación
de su novela El Conde de Candespina acababa de dar la
primera prueba de su clarísimo ingenio; y más adelante a D. Mariano
José de Larra, alumno de Medicina, a quien yo mismo presenté a Cortina a
fin de que le recomendase al Rey para que fuese nombrado individuo de una
Comisión facultativa que había de ir a Viena a estudiar el cólera; pero que en
algunos folletos y poesías sueltas revelaba ya la travesura de aquel feliz
ingenio, que tan alto había de colocar en adelante el pseudónimo de Fígaro;
a D. Manuel de San Pelayo, excelente crítico, que escondía
modestamente su vasta instrucción y sólidos trabajos literarios; a D.
Enrique de Vedia, elegantísimo poeta y dueño de muchos conocimientos, el
mismo que, después de seguir una brillante carrera administrativa, murió en
Jerusalén, de cónsul general de España; a Serafín Calderón (el
Solitario), que desde sus primeras producciones revelaba una feliz
transmigración del talento y estilo de los Cervantes y Quevedos; al
ingenioso Segovia, que llegó a hacer célebre, años después, su
firma El Estudiante; al correcto y joven poeta Ventura
de la Vega , en fin, que
con sus magníficas octavas dirigidas al Rey, a su vuelta de Cataluña, acababa
de recoger el cetro de nuestra lírica poesía.
Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, Tomo II, Segunda Época, Capítulo II, 1827-1828, «La juventud
literaria y política», I (fragmento)
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