José López Arjona (Torredonjimeno, 1910 - 2005), Cartujo leyendo (lápiz, clarión y carboncillo sobre papel continuo, c. 1945, c. p.), foto: Antonio Erena, 16.04.24 |
La palabra ruido aparece muy pronto en Don Quijote de la Mancha. Aludiendo en primera persona a su amarga experiencia de la cárcel, Cervantes dice que en ella “toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación”. Viejo soldado que había conocido el fragor de las explosiones y los gritos en la batalla de Lepanto, cautivo en Argel durante cinco años, huésped frecuente de las terribles ventas y posadas de los caminos de Castilla y Andalucía, Cervantes era una de esas personas de disposición sosegada que se vio casi siempre acosado por los tristes ruidos del mundo. Por eso celebra tantas veces en su literatura el silencio, y lo califica repetidamente de maravilloso, un refugio y un antídoto contra las estridencias y las cacofonías de una realidad inhóspita. En uno de los capítulos más misteriosos de la Segunda Parte, cuando don Quijote y Sancho se encuentran acogidos en la casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, lo que disfrutan más los dos, además del buen trato y la comida abundante, es el “maravilloso silencio” que reina en ella. Es el silencio lo que prevalece en ese capítulo en el que no hay ninguna peripecia: inventado casi él solo el arte de la novela, Cervantes inventa también esa novela en la que no ocurre casi nada, salvo lo más difícil de contar, que es el fluir cotidiano de la vida, sin tramoya de argumento ni de golpes de efecto, como en una historia de Flaubert o de Chéjov, o en una página de diario de Josep Pla.
Amar el silencio y el sosiego es un
grave inconveniente para quien vive en España. He conocido a japoneses que se
indignan contra ese lugar común tan repetido y al parecer tan infundado de que
España es el país más ruidoso del mundo después de Japón. Si yo escribiera mi
autobiografía, un hilo narrativo constante sería tal vez el de la búsqueda y la
pérdida del silencio, la huida del “mundanal ruido” del poema de Fray Luis,
quien por cierto también padeció la cárcel, y durante más tiempo y con más
rigor que Cervantes. “Con ruido no veo”, dice Juan Ramón Jiménez, otro fugitivo
del mundo en busca del silencio. En una etapa de ese viaje, hace ya muchos
años, recalé con mi familia en un pequeño chalet adosado en la sierra de
Madrid, imaginando veranos de holganza y de laboriosidad sin agobio, en torno a
ese simple paraíso personal que uno desea siempre, un escritorio junto a una
ventana, con una puerta entornada pero nunca cerrada, un lugar tan favorable al
ensimismamiento del trabajo y la lectura como a la contemplación de la belleza
exterior y a los rumores de la vida familiar, que en esa época tenían aún el
timbre agudo de las voces infantiles. Instalé mi escritorio de madera simple,
la estantería para los libros, el ordenador voluminoso de entonces, la repisa
para el equipo de música. El primer día en una nueva casa es como la primera
página de un cuaderno en blanco donde se irá escribiendo la vida. Por la
ventana entraba un fresco de mañana de julio, traspasado por silbidos de
golondrinas, y una luz temprana tamizada por la copa de un gran castaño. Al
fondo de una llanura punteada de encinares se veía la ladera lejana y las
torres y los muros severos de El Escorial.
Justo en el momento en que me
recreaba con el preludio del trabajo estalló como un temblor que sacudía las
paredes y el suelo, y que se convirtió en una vibración rítmica y machacona,
como una máquina gigante, como sonaría la sala de máquinas de un
transatlántico. El ruido formidable venía del otro lado de mi estantería recién
instalada, todavía olorosa a madera, del chalet al que estaba tan estrechamente
adherido el nuestro. Dejé en suspenso en el escritorio la tarea ya imposible y
fui a hablar con los vecinos. Nada más abrirse la puerta de al lado vino como
una tromba el estruendo multiplicado de aquella maquinaria formidable. La dueña
de la casa me informó, con amabilidad y resignación, de que en su hijo
adolescente se había despertado la vocación de DJ, y ella y su marido le habían
hecho, no sin sacrificio, el regalo de un equipo completo de música
electrónica. Frotándose las manos con un gesto de apuro, la señora me prometió
que intentaría convencer al chico de que limitara las horas de estudio y
ensayo, y sugirió que quizás podrían hacer ella y su marido el esfuerzo de
insonorizar la pared que separaba su casa de la nuestra. Nos marchamos al cabo
de poco tiempo, todavía más lejos, a otra casa en un lugar más agreste, junto a
un pinar de donde venía el sonido hondo y rítmico de un pájaro carpintero.
He vivido en un segundo piso donde a
las dos o las tres de la madrugada temblaban las patas de la cama por las ondas
sonoras de un “bar de ambiente” que tenía el llamativo nombre de “VERY VERY
BOY’S”. He leído en el periódico manifiestos firmados por escritores —muchos de
ellos residentes en urbanizaciones lujosas de las afueras— que protestaban
contra las limitaciones del horario nocturno de los bares, mientras en mi casa
del centro de Madrid no era posible dormir ni casi vivir durante los multitudinarios
botellones de los fines de semana. He escalado por los senderos de la Sierra
oyendo el viento y oliendo a romero y he tenido que hacerme a un lado para que
no me atropellara una fila de bárbaros saltando en moto como una patrulla
de Mad Max. En Granada, durante la fiesta del Día de la Cruz, que
en los primeros noventa proliferó durante una semana entera, he vivido bajo el
asedio de altavoces de chiringuitos que emitían atronadoramente sevillanas de
día y de noche, sorteando con dificultad las montañas de basura y los ríos de
vómitos y orines que dejaban los participantes en la juerga. Cuando era niño,
en Semana Santa, después de varios días atronado por tambores y trompetas, me
aliviaba contemplar el paso sigiloso, a la luz de los hachones encendidos, de
la Cofradía del Silencio.
Quizás en España hay todavía más
razones para el exilio acústico que para el político. Franz Kafka le dice a su amada Milena Jesenska en una
carta: “Un silencio como el que yo
necesito no existe en el mundo”. En una crónica de Nacho Sánchez desde Almería
he leído la historia de Rocío Quero, una mujer que se marchó de Sevilla
buscando quietud y silencio en la austeridad admirable del Cabo de Gata, a un
paso del parque natural y del mar, en una urbanización que se llama El Toyo.
Rocío Quero, que en una foto del periódico tiene un aire afable y enérgico, el
pelo rubio despeinado por el viento del mar, vive a quince minutos de su
trabajo, y también muy cerca de Almería. Le gusta dar largos paseos en
bicicleta por esos paisajes que tienen algo todavía de mundo intocado y pasear
a su perro por la playa y las dunas.
Rocío Quero, y todos sus vecinos, han descubierto, con
horror e impotencia, que su paraíso de tranquilidad no es intocable. Con el
apoyo entusiasta de todas las autoridades, desde la Junta de Andalucía hasta
los ayuntamientos de la zona, ese paraje tan lleno de belleza como de
biodiversidad va a ser el emplazamiento, este verano, de un festival de música
electrónica que durará tres días y tres noches y al que asistirán unas cuarenta
mil personas, con el previsible efecto de devastación sobre la calma y el sueño
de los vecinos y el frágil entorno natural en el que hasta ahora habían
encontrado refugio. Sus quejas son recibidas por perfecta indiferencia, porque
uno de los muchos abusos contra los que está indefenso un ciudadano en España
es el abuso del ruido, más aún cuando tiene la disculpa de la brutalidad identitaria
o festiva. Frente a la amenaza de los decibelios no queda otro remedio que la
huida. El maravilloso silencio cervantino es fugaz y siempre está en otra
parte.
Antonio Muñoz Molina, «Maravilloso silencio», El País, 06.04.24.
* * *
No hay comentarios:
Publicar un comentario