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jueves, 8 de mayo de 2025

Parecidos razonables 38

El Greco, La Anunciación (c. 1576), Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid
Carmelo Palomino, Cristóbal en la fuente de Gangas (1986), Catálogo de la exposición "Carmelo Palomino en el Barrio Arco del Consuelo", Palacio de la Diputación, Jaén, 2025
Pavimento de la calle Pescadería, Jaén, foto: Antonio Erena, 07.05.25

martes, 31 de diciembre de 2024

lunes, 2 de diciembre de 2024

Ayer y hoy 39

Santiago Rusiñol, Grupo de cipreses. Glorieta, IV, 1908, Meadows Museum, Dallas
Glorieta o cenador de Rusiñol, jardín del Príncipe, Aranjuez, foto: Antonio Erena, 30.11.24

lunes, 18 de noviembre de 2024

Entierro

Juan Rodríguez Jaldón, El entierro (1941), Ayuntamiento de Carmona, foto: Jl FilpoC, Wikimedia Commons
En el pueblo había muchas cofradías, especialmente de Semana Santa, y cada una de ellas tenía sus correspondientes insignias de gallardetes y banderas.

Era derecho, adquirido en vida por el cofrade difunto, que las insignias asistieran a su entierro. Estas insignias iban precediendo la procesión funeral hasta la iglesia parroquial.

Se había introducido, con el tiempo, una corruptela, y es que se alquilaban tales insignias aun cuando el difunto no había sido cofrade. La módica cantidad que se cobraba por este alquiler iba a ingresar los fondos de la cofradía para atender sus gastos específicos.

Las insignias cofradieras eran portadas en el entierro generalmente por ancianos necesitados o tarados físicamente, a los que se les gratificaba con cierta cantidad de dinero, mayor o menor, según fuera el entierro a la iglesia parroquial, al límite de la población —llamado «las cuatro esquinas»— o al cementerio. Esto en muy pocos casos.

Este desfile de hombres ancianos o tarados, mal trajeados, portando estandartes o gallardetes, era una cosa deplorable que ha sido saludablemente suprimida en estos últimos años.

 Juan Montijano Chica, Historia de la Ibérica Tosiria. La actual Torredonjimeno, Madrid, 1983, págs. 253-254.

martes, 30 de julio de 2024

Ayer y hoy 36

Caballo mecánico sobre el Sena en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, foto: Natalia Kolesnikova, 26.07.24
Ignacio Zuloaga, La víctima de la fiesta (1910), Hispanic Society of America, Nueva York

miércoles, 17 de abril de 2024

Silencio (2)

José López Arjona (Torredonjimeno, 1910 - 2005), Cartujo leyendo (lápiz, clarión y carboncillo sobre papel continuo, c. 1945, c. p.), foto: Antonio Erena, 16.04.24
Silencio, anterior entrada del blog

La palabra ruido aparece muy pronto en Don Quijote de la Mancha. Aludiendo en primera persona a su amarga experiencia de la cárcel, Cervantes dice que en ella “toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación”. Viejo soldado que había conocido el fragor de las explosiones y los gritos en la batalla de Lepanto, cautivo en Argel durante cinco años, huésped frecuente de las terribles ventas y posadas de los caminos de Castilla y Andalucía, Cervantes era una de esas personas de disposición sosegada que se vio casi siempre acosado por los tristes ruidos del mundo. Por eso celebra tantas veces en su literatura el silencio, y lo califica repetidamente de maravilloso, un refugio y un antídoto contra las estridencias y las cacofonías de una realidad inhóspita. En uno de los capítulos más misteriosos de la Segunda Parte, cuando don Quijote y Sancho se encuentran acogidos en la casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, lo que disfrutan más los dos, además del buen trato y la comida abundante, es el “maravilloso silencio” que reina en ella. Es el silencio lo que prevalece en ese capítulo en el que no hay ninguna peripecia: inventado casi él solo el arte de la novela, Cervantes inventa también esa novela en la que no ocurre casi nada, salvo lo más difícil de contar, que es el fluir cotidiano de la vida, sin tramoya de argumento ni de golpes de efecto, como en una historia de Flaubert o de Chéjov, o en una página de diario de Josep Pla.

Amar el silencio y el sosiego es un grave inconveniente para quien vive en España. He conocido a japoneses que se indignan contra ese lugar común tan repetido y al parecer tan infundado de que España es el país más ruidoso del mundo después de Japón. Si yo escribiera mi autobiografía, un hilo narrativo constante sería tal vez el de la búsqueda y la pérdida del silencio, la huida del “mundanal ruido” del poema de Fray Luis, quien por cierto también padeció la cárcel, y durante más tiempo y con más rigor que Cervantes. “Con ruido no veo”, dice Juan Ramón Jiménez, otro fugitivo del mundo en busca del silencio. En una etapa de ese viaje, hace ya muchos años, recalé con mi familia en un pequeño chalet adosado en la sierra de Madrid, imaginando veranos de holganza y de laboriosidad sin agobio, en torno a ese simple paraíso personal que uno desea siempre, un escritorio junto a una ventana, con una puerta entornada pero nunca cerrada, un lugar tan favorable al ensimismamiento del trabajo y la lectura como a la contemplación de la belleza exterior y a los rumores de la vida familiar, que en esa época tenían aún el timbre agudo de las voces infantiles. Instalé mi escritorio de madera simple, la estantería para los libros, el ordenador voluminoso de entonces, la repisa para el equipo de música. El primer día en una nueva casa es como la primera página de un cuaderno en blanco donde se irá escribiendo la vida. Por la ventana entraba un fresco de mañana de julio, traspasado por silbidos de golondrinas, y una luz temprana tamizada por la copa de un gran castaño. Al fondo de una llanura punteada de encinares se veía la ladera lejana y las torres y los muros severos de El Escorial.

Justo en el momento en que me recreaba con el preludio del trabajo estalló como un temblor que sacudía las paredes y el suelo, y que se convirtió en una vibración rítmica y machacona, como una máquina gigante, como sonaría la sala de máquinas de un transatlántico. El ruido formidable venía del otro lado de mi estantería recién instalada, todavía olorosa a madera, del chalet al que estaba tan estrechamente adherido el nuestro. Dejé en suspenso en el escritorio la tarea ya imposible y fui a hablar con los vecinos. Nada más abrirse la puerta de al lado vino como una tromba el estruendo multiplicado de aquella maquinaria formidable. La dueña de la casa me informó, con amabilidad y resignación, de que en su hijo adolescente se había despertado la vocación de DJ, y ella y su marido le habían hecho, no sin sacrificio, el regalo de un equipo completo de música electrónica. Frotándose las manos con un gesto de apuro, la señora me prometió que intentaría convencer al chico de que limitara las horas de estudio y ensayo, y sugirió que quizás podrían hacer ella y su marido el esfuerzo de insonorizar la pared que separaba su casa de la nuestra. Nos marchamos al cabo de poco tiempo, todavía más lejos, a otra casa en un lugar más agreste, junto a un pinar de donde venía el sonido hondo y rítmico de un pájaro carpintero.

He vivido en un segundo piso donde a las dos o las tres de la madrugada temblaban las patas de la cama por las ondas sonoras de un “bar de ambiente” que tenía el llamativo nombre de “VERY VERY BOY’S”. He leído en el periódico manifiestos firmados por escritores —muchos de ellos residentes en urbanizaciones lujosas de las afueras— que protestaban contra las limitaciones del horario nocturno de los bares, mientras en mi casa del centro de Madrid no era posible dormir ni casi vivir durante los multitudinarios botellones de los fines de semana. He escalado por los senderos de la Sierra oyendo el viento y oliendo a romero y he tenido que hacerme a un lado para que no me atropellara una fila de bárbaros saltando en moto como una patrulla de Mad Max. En Granada, durante la fiesta del Día de la Cruz, que en los primeros noventa proliferó durante una semana entera, he vivido bajo el asedio de altavoces de chiringuitos que emitían atronadoramente sevillanas de día y de noche, sorteando con dificultad las montañas de basura y los ríos de vómitos y orines que dejaban los participantes en la juerga. Cuando era niño, en Semana Santa, después de varios días atronado por tambores y trompetas, me aliviaba contemplar el paso sigiloso, a la luz de los hachones encendidos, de la Cofradía del Silencio.

Quizás en España hay todavía más razones para el exilio acústico que para el político. Franz Kafka le dice a su amada Milena Jesenska en una carta: “Un silencio como el que yo necesito no existe en el mundo”. En una crónica de Nacho Sánchez desde Almería he leído la historia de Rocío Quero, una mujer que se marchó de Sevilla buscando quietud y silencio en la austeridad admirable del Cabo de Gata, a un paso del parque natural y del mar, en una urbanización que se llama El Toyo. Rocío Quero, que en una foto del periódico tiene un aire afable y enérgico, el pelo rubio despeinado por el viento del mar, vive a quince minutos de su trabajo, y también muy cerca de Almería. Le gusta dar largos paseos en bicicleta por esos paisajes que tienen algo todavía de mundo intocado y pasear a su perro por la playa y las dunas.

Rocío Quero, y todos sus vecinos, han descubierto, con horror e impotencia, que su paraíso de tranquilidad no es intocable. Con el apoyo entusiasta de todas las autoridades, desde la Junta de Andalucía hasta los ayuntamientos de la zona, ese paraje tan lleno de belleza como de biodiversidad va a ser el emplazamiento, este verano, de un festival de música electrónica que durará tres días y tres noches y al que asistirán unas cuarenta mil personas, con el previsible efecto de devastación sobre la calma y el sueño de los vecinos y el frágil entorno natural en el que hasta ahora habían encontrado refugio. Sus quejas son recibidas por perfecta indiferencia, porque uno de los muchos abusos contra los que está indefenso un ciudadano en España es el abuso del ruido, más aún cuando tiene la disculpa de la brutalidad identitaria o festiva. Frente a la amenaza de los decibelios no queda otro remedio que la huida. El maravilloso silencio cervantino es fugaz y siempre está en otra parte.

Antonio Muñoz Molina, «Maravilloso silencio», El País, 06.04.24.

* * *

Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el camino que la solía dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos. Levantados, pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don Quijote pidió ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa literaria, a lo que él respondió que, por no parecer de aquellos poetas que cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los vomitan, «yo diré mi glosa, de la cual no espero premio alguno; que solo por ejercitar el ingenio la he hecho».

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Segunda Parte, Capítulo XVIII (fragmento), edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, 1998.

Día de la Cruz, anterior entrada del blog

martes, 19 de diciembre de 2023

Desolación 20

Carmen Laffón, El Coto desde Sanlúcar I, Punta de Malandar (1979), Museo Reina Sofía
"Doñana pierde el prestigioso distintivo verde de la mayor organización ambiental del mundo por el declive de su biodiversidad y la mala gestión", Lucía Vallellano, Radio Huelva - Cadena Ser, 18.12.23
Carmen Laffón en el Museo Reina Sofía
Madame Tussauds Doñana (anterior entrada del blog)

NINA.- «¡Gentes! ¡Leones! ¡Aguilas y codornices!... ¡Ciervos astados! ¡Gansos! ¡Arañas! ¡Peces silenciosos que poblabais el agua! ¡Estrellas del mar y demás seres que el ojo humano no alcanza a ver!... ¡Vidas todas, vidas todas, en suma..., que girasteis sobre vuestro triste círculo y os apagasteis!... ¡Hace ya mil siglos que la tierra no contiene ni un solo ser vivo, y que esta pobre luna enciende en vano su farol!... ¡En el prado, ya no despiertan con un grito las grullas, ni se oye el chasquido del escarabajo en la arboleda de los tilos!... ¡Frío, frío!... ¡Vacío, vacío, vacío!... ¡Miedo, miedo, miedo!... (Pausa.) ¡Los cuerpos de los seres vivientes desaparecieron en lo vano, y la materia los transformó en piedra, en agua, en nubes..., mientras sus almas se unían hasta formar una sola!... ¡Esta alma total del universo..., soy yo!... ¡Yo!... ¡En mí vive el alma de Alejandro el Grande, de César, de Shakespeare, de Napoleón y de la última sanguijuela!... ¡En mí, la conciencia humana se unió al instinto de los animales y lo recuerda todo, todo, todo..., volviendo a revivir estas vidas!»... (Aparecen unos fuegos fatuos, semejantes a los que se ven en los pantanos.)

ARKADINA.- (En voz baja.) ¡Es algo decadente!

TREPLEV.- (Con acento suplicante y en tono de reproche.) ¡Mamá!

NINA.- ¡Soy una solitaria! ¡Solo una vez, cada cien años, abro la boca para hablar! ¡Mi voz resuena tristemente en el vacío y nadie me oye!... ¡Tampoco vosotras, pobres lucecitas, me oís!... ¡El putrefacto pantano os hace nacer en la madrugada, y vagáis hasta el amanecer sin pensamiento, sin voluntad y sin percibir el pulso de la vida!... ¡El padre de la escoria eterna..., el diablo, temiendo que renazca en vosotras la vida..., os troca a cada instante (como a las piedras y al agua) en átomos, y os mudáis sin cesar!... ¡Solo en toda la eternidad permanece inmutable…, inalterable un espíritu! (Pausa.) ¡Como un prisionero arrojado a un profundo y vacío pozo!... ¡Y yo no sé dónde estoy, ni lo que me espera!... ¡Lo único que no me ha sido revelado es que, en la lucha cruel y encarnizada con el diablo..., he de vencer y que, tras esto, materia y espíritu se fundirán en maravillosa armonía, comenzando el reinado de la libertad para el universo!... ¡Esto, sin embargo, no acaecerá hasta que, poco a poco, al cabo de una hilera de millares de años, la Luna, el claro Sirius y la Tierra se tornen en polvo!... ¡Entre tanto, todo será horror, horror!... (Pausa. Sobre el lago surgen dos puntos rojos.) ¡He aquí que ya se acerca mi poderoso adversario!... ¡Veo sus terribles ojos, color carmesí!»...

ARKADINA.- Huele a azufre. Tiene que oler así?

TREPLEV.- Sí.

ARKADINA.- (Riendo.) ¡Qué efecto más notable!

TREPLEV.- ¡Mamá!

NINA.- ¡Se aburre sin el hombre!...

POLINA ANDREEVNA.- (A DORN.) ¡Ya se ha quitado usted el sombrero! ¡Póngaselo, si no quiere coger frío!

ARKADINA.- El doctor se ha descubierto ante el diablo!... ¡El padre de la escoria eterna!

TREPLEV.- (Con súbito acaloramiento y fuerte voz.) ¡Se acabó el espectáculo! ¡Basta!... ¡Telón!

Chéjov, La gaviota, Acto Primero (fragmento), trad. E. Podgursky.

jueves, 26 de mayo de 2022

Parecidos razonables 25

Autor desconocido, Virgen de la Antigua (final s. XIV), catedral de Jaén
Foto: Rafael Alarcón Sierra

Rafael Zabaleta, Maternidad (1952), colección particular
Fuente: Fundación Zabaleta (página web)
Ostensión (anterior entrada del blog)

viernes, 3 de mayo de 2019

Invención

José Nogué, Cruz de mayo en Jaén, Museo de Jaén, foto: José Luis Martínez Ocaña
          
   Los muchachos, con las cruces,
van recorriendo las calles
de estos pueblos andaluces.
            ¡Qué detalles
y qué pintorescas cosas
ofrecen, en ocasiones,
las pequeñas procesiones,
            tan graciosas!
 
   Santicos, a los que, fieles,
amaron nuestros mayores,
adornados con papeles
            de colores.
   Andas de tamaño escaso
como juguetes caseros,
que llevan, marcando el paso,
            seis anderos.
   Un nene, que va delante,
blanco y rubio como el oro,
y repica, en un sonoro
            redoblante.
   Tres curicas, con bonete
            de cartón
y otros cinco, o seis, o siete
que lucen, como roquete,
«El Heraldo» y «La Nación»
   Dos monagos muy traviesos,
de la infancia dos delicias,
que parecen pedir besos
            y caricias.
   Otro mayor, que no en balde,
va detrás solemnemente,
y hace marchar a la gente,
y dice que es el alcalde.
   Y otros de rubias guedejas,
y ojillos de viva luz,
que mostrando unas bandejas
nos piden para la Cruz...

   ¡Oh, procesiones hermosas
por lo ingenuas! ¡Dulce rayo
del cielo! ¡Niños y rosas!
            ¡Cruz de Mayo!
   Dios las puso entre la esencia
de flores y las bendijo.
   ¡Qué triste, al verlas, la ausencia
            de mi hijo!
   Infantiles ideales,
son, en los años primeros,
ser obispos, mariscales
            y toreros.
   Por eso las procesiones
infantiles, la partida
marcan de las vocaciones
            de la vida.
  
   ¿De esa comparsa monísima
cuál, con santidad y ciencia,
llegará a ser Su Ilustrísima,
            Su Eminencia?
   ¿Y cuál, en la vida oscura
que la paz del campo orea,
será el ignorado cura
            de la aldea?
 
Alfredo Cazabán Laguna, «Cruz de Mayo (Procesiones infantiles)», en Patria, órgano provincial de la Acción Patriótica, Jaén, 03.05.1927, pg. 3.