jueves, 6 de febrero de 2025

Casas 26

Casa de los Gramáticos, Brihuega, que fue del periodista y escritor Manuel Leguineche, foto: Antonio Erena, 02.02.25
El temor al atocinamiento ha planeado sobre los intelectuales que eligieron vivir en el campo o en las pequeñas ciudades donde cada rendija tenía una mirada, cada colgadura un oído o cada soplo una lengua. Nada más llegar a Salamanca, Unamuno escribió a un amigo para informarle que si a los dos años de estar ahí se enteraba de que jugaba al tresillo a diario, daba durante una o dos horas vueltas a la plaza y echaba la siesta, le considerase un hombre perdido; pero que si pasado ese tiempo, seguía estudiando, meditando, escribiendo y peleando en pelea pública por la cultura, le considerase allí mucho mejor que en Madrid. Y así ha sido. También a Josep Pla le preocupa sentirse «satisfecho, saturado, catalogado». A Unamuno le parece que las ciudades despersonalizan, desindividualizan. Acepta la vida del pueblo con sus inconvenientes, a los hombres con sus flaquezas. El mejor modo de conocerse para el rector de la Universidad de Salamanca es «chocar, entraña contra entraña, es decir, roca contra roca con un semejante». Se deja llevar por el amor a la paradoja. Conoce a dos hombres que se ven a diario y no se saludan, pero en el fondo se sienten uno atraído por el otro. «Cada uno de ellos es la más constante preocupación del otro. Las más fuertes atracciones son las que toman la apariencia del odio». A don Miguel le atraía la vida provinciana «porque en ella es más fácil descubrir por debajo de una aparente calma la tragedia. Y tanto como odio la comedia, amo la tragedia. Y sobre todo, la tragicomedia». Jules Renard lo tradujo así: «Huir a un pueblo para convertirlo en el centro del mundo». Hacer lo que a uno le da la gana es bueno para la salud. «La felicidad —escribe Kafka— es comprender que el suelo sobre el que te has detenido no puede ser mayor que la extensión cubierta por tus pies».

Estamos como quien dice atemorizados ante la idea de quién llamará a la puerta: el catastro, Hacienda, el agente del Ayuntamiento con una multa, un impuesto, la policía…

Josep Pla, a través de su tío Eduardo, advierte en La calle estrecha sobre los peligros de la vida provinciana, la angustia del tedio, el narcisismo al que se llega a través de la soledad, del ambiente de campanario: «No vayas al café — recomienda— no juegues a cartas. No frecuentes tertulias estúpidas alimentadas por chismorreos pornográficos o insignificantes anécdotas políticas. Si lo haces quedarás asfixiado por el ambiente. Todo lo verás a través de esa atmósfera en una escala infinitamente pequeña. El ambiente pueblerino satisface porque es cómodo, fácil, asequible, porque todo se halla el alcance de la mano. Pero la misma insignificancia de las cosas lo convierte en un soporífero. Uno termina confundiendo a Napoleón con la cabeza de los vigilantes nocturnos y a Mr Churchill con el oficial de secretaría». En fin, que intoxicado de tonterías «las ilusiones se desvanecen, la voluntad se agota, se pierde el sentido del humor y el de la paciencia».

Si eso ocurre es que te has equivocado de pueblo. Hoy las conversaciones de tertulias están plagadas de comadreos, de referencias televisivas. En cambio en un pueblo como Cañizar, apenas si se habla de Isabel Preysler. Interesa más lo más próximo. Se valoran la falta de pretenciosidad, las pequeñas y apasionadas cosas, el ardor con el que cada testarudo defiende sus tesis y sus manías. A esta misma hora en un salón literario se ponen a caldo unos a otros. Si te gusta el campo, la taberna será la caja de resonancia de lo que ha ocurrido en el campo. ¿Es que eso no enriquece? No existe ningún ser humano que esté totalmente desprovisto de interés, creía Pla. Esa originalidad, esa diferencia, esa receptividad y humanidad son las que habrás de aprovechar. Para lo demás está la tele:

                                                        Somos entre tanto felices
                                                        Seven o’clock.
                                                        Todo es bar y delicia oscura
                                                        ¡Televisión!
                                                                                   (Jorge Guillén)

 Manuel Leguineche, La felicidad de la tierra, Alfaguara, 1999, págs. 35-37.

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