PARADISO, XXXI, 108
Diodoro Sículo
refiere la historia de un dios despedazado y disperso. ¿Quién, al andar
por el crepúsculo o al trazar una fecha de su pasado, no sintió alguna vez que
se había perdido en una cosa infinita?
Los hombres
han perdido una cara, una cara irrecuperable, y todos querrían ser aquel
peregrino (soñado en el empíreo, bajo la Rosa ) que en Roma ve el sudario de la Verónica y murmura con
fe: “Jesucristo, Dios Mío, Dios verdadero, ¿así era, pues, tu cara?”
Una cara de
piedra hay en un camino y una inscripción que dice: El Verdadero Retrato de la Santa Cara del Dios de Jaén; si realmente
supiéramos cómo fue, sería nuestra clave de las parábolas y sabríamos si el
hijo del carpintero fue también el Hijo de Dios.
Pablo la vio
como una luz que lo derribó; Juan, como el sol cuando resplandece en su fuerza;
Teresa de Jesús, muchas veces, bañada en luz tranquila, y no pudo jamás
precisar el color de los ojos.
Perdimos esos
rasgos, como puede perderse un número mágico, hecho de cifras habituales; como
se pierde para siempre una imagen en el calidoscopio. Podemos
verlos e ignorarlos. El perfil de un judío en el subterráneo es tal vez el de Cristo;
las manos que nos dan unas monedas en una ventanilla tal vez repiten las que
unos soldados, un día, clavaron en la cruz.
Tal vez un
rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió,
se borró, para que Dios sea todos.
Quién sabe si
esta noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos mañana.
Jorge
Luis Borges, El hacedor
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