Juan Luis González-Ripoll, Narraciones de caza mayor en Cazorla, Everest, 1974 (en primer plano, Justo Cuadros Vilar, guarda mayor del Coto Nacional) |
Habíamos visto sus desmogues y eran extraordinarios, y don José María
de la Cerda me había dicho:
—Mira, Justo, que no se os pierda de vista este ciervo; cuando se mude de un sitio a otro que sepáis por donde anda, que vamos a procurar que lo mate el Caudillo.
Pues ya nosotros, muy advertidos, con el interés del ciervo, le aprendimos las querencia, y los sitios por donde andaba y las ciervas que llevaba, y cuando acababa con una cuadrilla de hembras, porque ya no querían macho, pues se iba con otras, y si la querencia de estas era ir por otro sitio, allí se iba, y nosotros detrás. Iba cambiando de sitio, y nosotros lo íbamos siguiendo, siguiendo. Y le aprendimos hasta el berrido. Y como estaba cercana la venida del Caudillo, pues pusimos todo el interés en tenerle bien localizado.
Por esos días ya la berrea iba muy avanzada, que esto era por el 20 de septiembre[1] y el ciervo estaba muy emperrado: había tomado muchas ciervas y estaba muy emperrado, y se estaba en el llano del pantano hasta que le calentaba el sol, y entonces se iba subiendo por las sombras y se metía buscando el frescor de la islilla, al pie de Cabeza de la Viña.
Por eso, la idea que tenía don José María era poner al Caudillo al filo del Castillo antes de que amaneciese, y como el bicho pasaba la noche en el llano, al venir a recogerse, ahí lo mataba.
Pero ocurrió que, con las idas y venidas de la gente de arreglar un puesto para que se pusiera el Caudillo, el ciervo se chanteó, y yo lo vi cómo se iba subiendo al Cerro del Almendral, cuando iba trasponiendo a meterse en el monte. Desde lejos lo estuve viendo con los prismáticos.
Zapeado de aquel día, era muy raro que viniera al día siguiente, que era cuando tenía anunciada la llegada el Caudillo. Y yo no esperaba que volviera el ciervo, pero me dijeron que pusiera al Caudillo al pie del castillo, y así lo hice. Era muy de mañana e íbamos los dos solos, y yo llevaba los dos rifles, el catrecillo, la ropa de agua. Y estaba lloviznando y con neblinas. Y oíamos berrear al venado allí muy cerquita, que había muchos otros berreando también, pero el berrido del grande lo distinguía yo bien del de los demás.
Se agarró a llover un poco fuerte, y luego se levantó aire, ya queriendo amanecer. Y empezaron los venados y las ciervas a retirarse buscando el monte, y el berrido del venado grande se oía cada vez más lejano, en dirección a la torreta de piedra que hay en la lomilla, junto al regajo, que hay allí unos robles muy grandes en la barranca.
De manera que yo vi que aquello pintaba mal, y se lo dije al Caudillo:
—Excelencia, aquí no hacemos nada. El bicho no viene aquí ya.
—¿Y qué hacemos? —me preguntó.
—Pues yo creo que el bicho se va a pegar a la solana —le dije—, y todavía quizá llegáramos a tiempo, porque él va con las hembras y se va entreteniendo, y a lo mejor llegábamos a tiempo antes de que salte a la carretera.
Le pareció bien:
—¡Ah!, pues vamos —dijo.
Bajamos de allí, y al empezar a repechar le pregunté si quería que pidiera un caballo, porque y o tenía escondido al guarda en el Cerro del Almendral, y tenía convenido con él que si le hacía una seña con el pañuelo se viniera a nuestro encuentro y si le hacía dos señas se trajera un caballo. Total que le pregunté al Caudillo si quería un caballo, y él me preguntó si era muy lejos donde teníamos que ir.
—No está lejos, excelencia —le dije—, un kilómetro o menos.
—No pidas caballo, prefiero ir andando —me dijo.
Le hice una seña al guarda y se vino para donde estábamos nosotros.
Y se lo presenté al Caudillo y le dio la mano, y entonces yo le dije:
—Corre, que el venado se ha volcado ahí como al nacimiento, a ver si le haces algún visaje y, como va con hembras, se entretiene en esas pinatadillas y nos da tiempo de llegar antes de que salte la carretera y se meta en la solana de la Paridera.
Y esto ya era de día, pero al poquillo de amanecer, y el guarda echó delante trotando y nosotros nos fuimos detrás a paso más lento. Pero no habíamos andado cien metros cuando vimos al guarda asomarse a la lomilla y nos dijo por señas que el venado había traspuesto la cañada arriba hacia el collado. De manera que ya no había forma de cortarle, y salí con el Caudillo a la carretera y allí estaba toda la Plana Mayor.
Bueno, conque a aguantar el chaparrón: si las cosas salen mal, ¿quién tiene la culpa?: Justo Cuadros. Conque ¡hale!, vengan quejas. Había un señor allí liado en una gabardina y la cogió conmigo: que si vaya fracaso, que si tal que si cual, que vaya caminata que le había metido al Caudillo, que no tiene usted perdón de Dios.
Yo pensaba: «Este se cree que un venado es una vaca suiza que se lleva donde uno quiere». Y el Caudillo lo estaba oyendo, y, de pronto, se volvió a nosotros:
—Bueno, Justo, ¿adónde hay que ir para matar el ciervo?
Estábamos como a medio kilómetro de la Tinada de las Majaícas, esa paridera que se ve junto a la carretera en el kilómetro 30[2]. De modo que le dije al Caudillo:
—Pues mire, excelencia, ¿ve aquel tejalillo, que es una tinada que decimos aquí?, pues trescientos metros por encima lo vamos a matar, porque allí tiene la cama y es muy probable que pase por allí. Que nos pongan un caballo para su excelencia.
Le pareció bien. Y se formó un revuelo fenomenal: los caballos salieron trotando, el coche se puso al lado del Caudillo y salimos todos corriendo, y los de las boinas coloradas traspusieron detrás de nosotros en otro coche.
Y en diez segundos estábamos en la tinada. Yo iba bastante confiado porque antes de arrancar el coche, en un descuidillo, me acerqué a mi primo Pedro Vilar, que tenía lo menos 12 o 14 guardas con él, y le dije:
—Coge a toda la gente y me das un ganchillo por lo alto del collado, y si hubiera que traerlo cogido de un cuerno que asome el venado; que dé vista, por lo menos que lo vea el Caudillo.
Llegamos a la tinada, y el Caudillo montó a caballo, y yo andando, y un guardia civil llevando otro caballo de la brida. Y subimos poco más de 300 metros. Y ya llegamos a un sitio que yo sabía que, si salíamos de allí y el bicho se había venido ligero, podíamos zapearlo, y le dije:
—Excelencia, aquí era conveniente que se apeara.
En seguida. No dio tiempo a que el civil le sujetara el estribo.
De manera que le indiqué al guardia que se ocultara con los caballos en un vallejillo para que no hicieran visaje. Y el Caudillo y yo seguimos subiendo. Pero entonces me di cuenta de que venían detrás de nosotros lo menos seis u ocho guardias de esos de las boinas coloradas, que iban uno detrás de otro serpeando en fila india. Y venían 50 metros detrás de nosotros. «Éstos lo echan todo por alto», pensé. Y miré así al Caudillo, sin decir nada, pero él lo cogió en seguida:
—¿Qué?, Justo.
—Excelencia —le dije—, solos vamos mejor. Nos vamos a poner en un sitio muy reducido y la escolta nos va a estorbar.
Se volvió un poco y les dijo:
—¡Atrás! ¡Con los caballos!
De manera que se metieron en el vallejo donde se había quedado el civil con los caballos y nosotros seguimos subiendo solos.
Llegamos al sitio, que es como un poyato, que hace así como una cornisa y unos peñascos que nos cubrían por detrás, y por delante hacía una vaguada y subía una loma de pinos y monte, por donde yo esperaba que pasara el venado en busca del encame. Y saqué el hocino y corté unas ramas y las puse allí delante como pude para taparnos un poco. Le abrí el catrecillo y se sentó y yo arrimé una pedreceja y me senté a su lado. Y al poquillo de sentarme pasó por delante una reata de ciervas que iban careando tranquilas; y luego vimos un pitarro de cochinos y venados con sus ciervas. Pero pasaba el rato y ya llevábamos casi una hora, y el venado grande no asomaba. Y el sol ya alto, y yo todo era mirar para el collado con los prismáticos, y notaba que él empezaba a impacientarse.
—¿Ves algo? —me preguntó.
—No, excelencia. Pero hay que tener en cuenta que viene con hembras, la mañana está muy fresca y la mosca no ha empezado a actuar. Todo esto hace que se retrase.
Y él me había preguntado que por dónde podía entrarnos.
—Pues puede entrarnos por dos sitios: o por esas matas rubias que tenemos ahí enfrente, que son unos lentiscos que se han helado del invierno. Y también puede entrarnos, y es lo más fijo, por el filo del collado, entre el monte, y si baja por allí hay que tirarle antes de que se encame, que se mete al pie de la cuevecilla aquella y nos tiene aquí hasta la noche.
Pasaba el rato y nada. Y el sol cada vez más alto. Y él me dijo:
—Parece que tarda.
—Pues sí, señor. Pero yo creo que acabará por venir. Y le dije esto porque yo confiaba en que mi primo me lo echara para abajo. Y si tardaba tanto era porque Pedro Vilar le había tomado las vueltas muy por alto, para evitar que se le fuera, y fue a cortarle dando la vuelta a un collado que está muy por encima de donde nosotros estábamos puestos, y si el venado no venía por su paso, Pedro me lo traería arreado, dando un ganchillo con sus guardas a todo el romeral aquel, sin hacer ruido ni nada: solamente apretando un poco al ciervo para nosotros.
Y así fue: cuando el bicho se vio rodeado, tiró para abajo con sus hembras, y al llegar a lo alto del Castellón, se dejó atrás las ciervas y ellas tiraron para sus encames, y él se vino para donde tenía el suyo: al pie de la cuevecilla que teníamos frente a nosotros, a cien metros de donde estábamos puestos. Y hubo como una suspensión en el aire, y el sol pegó un linternazo en las lomas de enfrente, y en ese momento vi un cuerno relucir en lo alto del collado; y me cojo los prismáticos, y era el venado.
—¡Ya está ahí! —le dije—. Por ahí viene; el filo abajo, por el collado.
—Mira, Justo, que no se os pierda de vista este ciervo; cuando se mude de un sitio a otro que sepáis por donde anda, que vamos a procurar que lo mate el Caudillo.
Pues ya nosotros, muy advertidos, con el interés del ciervo, le aprendimos las querencia, y los sitios por donde andaba y las ciervas que llevaba, y cuando acababa con una cuadrilla de hembras, porque ya no querían macho, pues se iba con otras, y si la querencia de estas era ir por otro sitio, allí se iba, y nosotros detrás. Iba cambiando de sitio, y nosotros lo íbamos siguiendo, siguiendo. Y le aprendimos hasta el berrido. Y como estaba cercana la venida del Caudillo, pues pusimos todo el interés en tenerle bien localizado.
Por esos días ya la berrea iba muy avanzada, que esto era por el 20 de septiembre[1] y el ciervo estaba muy emperrado: había tomado muchas ciervas y estaba muy emperrado, y se estaba en el llano del pantano hasta que le calentaba el sol, y entonces se iba subiendo por las sombras y se metía buscando el frescor de la islilla, al pie de Cabeza de la Viña.
Por eso, la idea que tenía don José María era poner al Caudillo al filo del Castillo antes de que amaneciese, y como el bicho pasaba la noche en el llano, al venir a recogerse, ahí lo mataba.
Pero ocurrió que, con las idas y venidas de la gente de arreglar un puesto para que se pusiera el Caudillo, el ciervo se chanteó, y yo lo vi cómo se iba subiendo al Cerro del Almendral, cuando iba trasponiendo a meterse en el monte. Desde lejos lo estuve viendo con los prismáticos.
Zapeado de aquel día, era muy raro que viniera al día siguiente, que era cuando tenía anunciada la llegada el Caudillo. Y yo no esperaba que volviera el ciervo, pero me dijeron que pusiera al Caudillo al pie del castillo, y así lo hice. Era muy de mañana e íbamos los dos solos, y yo llevaba los dos rifles, el catrecillo, la ropa de agua. Y estaba lloviznando y con neblinas. Y oíamos berrear al venado allí muy cerquita, que había muchos otros berreando también, pero el berrido del grande lo distinguía yo bien del de los demás.
Se agarró a llover un poco fuerte, y luego se levantó aire, ya queriendo amanecer. Y empezaron los venados y las ciervas a retirarse buscando el monte, y el berrido del venado grande se oía cada vez más lejano, en dirección a la torreta de piedra que hay en la lomilla, junto al regajo, que hay allí unos robles muy grandes en la barranca.
De manera que yo vi que aquello pintaba mal, y se lo dije al Caudillo:
—Excelencia, aquí no hacemos nada. El bicho no viene aquí ya.
—¿Y qué hacemos? —me preguntó.
—Pues yo creo que el bicho se va a pegar a la solana —le dije—, y todavía quizá llegáramos a tiempo, porque él va con las hembras y se va entreteniendo, y a lo mejor llegábamos a tiempo antes de que salte a la carretera.
Le pareció bien:
—¡Ah!, pues vamos —dijo.
Bajamos de allí, y al empezar a repechar le pregunté si quería que pidiera un caballo, porque y o tenía escondido al guarda en el Cerro del Almendral, y tenía convenido con él que si le hacía una seña con el pañuelo se viniera a nuestro encuentro y si le hacía dos señas se trajera un caballo. Total que le pregunté al Caudillo si quería un caballo, y él me preguntó si era muy lejos donde teníamos que ir.
—No está lejos, excelencia —le dije—, un kilómetro o menos.
—No pidas caballo, prefiero ir andando —me dijo.
Le hice una seña al guarda y se vino para donde estábamos nosotros.
Y se lo presenté al Caudillo y le dio la mano, y entonces yo le dije:
—Corre, que el venado se ha volcado ahí como al nacimiento, a ver si le haces algún visaje y, como va con hembras, se entretiene en esas pinatadillas y nos da tiempo de llegar antes de que salte la carretera y se meta en la solana de la Paridera.
Y esto ya era de día, pero al poquillo de amanecer, y el guarda echó delante trotando y nosotros nos fuimos detrás a paso más lento. Pero no habíamos andado cien metros cuando vimos al guarda asomarse a la lomilla y nos dijo por señas que el venado había traspuesto la cañada arriba hacia el collado. De manera que ya no había forma de cortarle, y salí con el Caudillo a la carretera y allí estaba toda la Plana Mayor.
Bueno, conque a aguantar el chaparrón: si las cosas salen mal, ¿quién tiene la culpa?: Justo Cuadros. Conque ¡hale!, vengan quejas. Había un señor allí liado en una gabardina y la cogió conmigo: que si vaya fracaso, que si tal que si cual, que vaya caminata que le había metido al Caudillo, que no tiene usted perdón de Dios.
Yo pensaba: «Este se cree que un venado es una vaca suiza que se lleva donde uno quiere». Y el Caudillo lo estaba oyendo, y, de pronto, se volvió a nosotros:
—Bueno, Justo, ¿adónde hay que ir para matar el ciervo?
Estábamos como a medio kilómetro de la Tinada de las Majaícas, esa paridera que se ve junto a la carretera en el kilómetro 30[2]. De modo que le dije al Caudillo:
—Pues mire, excelencia, ¿ve aquel tejalillo, que es una tinada que decimos aquí?, pues trescientos metros por encima lo vamos a matar, porque allí tiene la cama y es muy probable que pase por allí. Que nos pongan un caballo para su excelencia.
Le pareció bien. Y se formó un revuelo fenomenal: los caballos salieron trotando, el coche se puso al lado del Caudillo y salimos todos corriendo, y los de las boinas coloradas traspusieron detrás de nosotros en otro coche.
Y en diez segundos estábamos en la tinada. Yo iba bastante confiado porque antes de arrancar el coche, en un descuidillo, me acerqué a mi primo Pedro Vilar, que tenía lo menos 12 o 14 guardas con él, y le dije:
—Coge a toda la gente y me das un ganchillo por lo alto del collado, y si hubiera que traerlo cogido de un cuerno que asome el venado; que dé vista, por lo menos que lo vea el Caudillo.
Llegamos a la tinada, y el Caudillo montó a caballo, y yo andando, y un guardia civil llevando otro caballo de la brida. Y subimos poco más de 300 metros. Y ya llegamos a un sitio que yo sabía que, si salíamos de allí y el bicho se había venido ligero, podíamos zapearlo, y le dije:
—Excelencia, aquí era conveniente que se apeara.
En seguida. No dio tiempo a que el civil le sujetara el estribo.
De manera que le indiqué al guardia que se ocultara con los caballos en un vallejillo para que no hicieran visaje. Y el Caudillo y yo seguimos subiendo. Pero entonces me di cuenta de que venían detrás de nosotros lo menos seis u ocho guardias de esos de las boinas coloradas, que iban uno detrás de otro serpeando en fila india. Y venían 50 metros detrás de nosotros. «Éstos lo echan todo por alto», pensé. Y miré así al Caudillo, sin decir nada, pero él lo cogió en seguida:
—¿Qué?, Justo.
—Excelencia —le dije—, solos vamos mejor. Nos vamos a poner en un sitio muy reducido y la escolta nos va a estorbar.
Se volvió un poco y les dijo:
—¡Atrás! ¡Con los caballos!
De manera que se metieron en el vallejo donde se había quedado el civil con los caballos y nosotros seguimos subiendo solos.
Llegamos al sitio, que es como un poyato, que hace así como una cornisa y unos peñascos que nos cubrían por detrás, y por delante hacía una vaguada y subía una loma de pinos y monte, por donde yo esperaba que pasara el venado en busca del encame. Y saqué el hocino y corté unas ramas y las puse allí delante como pude para taparnos un poco. Le abrí el catrecillo y se sentó y yo arrimé una pedreceja y me senté a su lado. Y al poquillo de sentarme pasó por delante una reata de ciervas que iban careando tranquilas; y luego vimos un pitarro de cochinos y venados con sus ciervas. Pero pasaba el rato y ya llevábamos casi una hora, y el venado grande no asomaba. Y el sol ya alto, y yo todo era mirar para el collado con los prismáticos, y notaba que él empezaba a impacientarse.
—¿Ves algo? —me preguntó.
—No, excelencia. Pero hay que tener en cuenta que viene con hembras, la mañana está muy fresca y la mosca no ha empezado a actuar. Todo esto hace que se retrase.
Y él me había preguntado que por dónde podía entrarnos.
—Pues puede entrarnos por dos sitios: o por esas matas rubias que tenemos ahí enfrente, que son unos lentiscos que se han helado del invierno. Y también puede entrarnos, y es lo más fijo, por el filo del collado, entre el monte, y si baja por allí hay que tirarle antes de que se encame, que se mete al pie de la cuevecilla aquella y nos tiene aquí hasta la noche.
Pasaba el rato y nada. Y el sol cada vez más alto. Y él me dijo:
—Parece que tarda.
—Pues sí, señor. Pero yo creo que acabará por venir. Y le dije esto porque yo confiaba en que mi primo me lo echara para abajo. Y si tardaba tanto era porque Pedro Vilar le había tomado las vueltas muy por alto, para evitar que se le fuera, y fue a cortarle dando la vuelta a un collado que está muy por encima de donde nosotros estábamos puestos, y si el venado no venía por su paso, Pedro me lo traería arreado, dando un ganchillo con sus guardas a todo el romeral aquel, sin hacer ruido ni nada: solamente apretando un poco al ciervo para nosotros.
Y así fue: cuando el bicho se vio rodeado, tiró para abajo con sus hembras, y al llegar a lo alto del Castellón, se dejó atrás las ciervas y ellas tiraron para sus encames, y él se vino para donde tenía el suyo: al pie de la cuevecilla que teníamos frente a nosotros, a cien metros de donde estábamos puestos. Y hubo como una suspensión en el aire, y el sol pegó un linternazo en las lomas de enfrente, y en ese momento vi un cuerno relucir en lo alto del collado; y me cojo los prismáticos, y era el venado.
—¡Ya está ahí! —le dije—. Por ahí viene; el filo abajo, por el collado.
Yo deseando que él lo viera, por si no se ponía a tiro, por lo menos que lo hubiera visto.
Pues lo localizó con los prismáticos y lo clasificó de momento:
—¡Uy, que hermoso es! ¡Qué
ejemplar!
Y el bicho, entre el monte, para abajo, para abajo. Yo le insistí:
—Excelencia, no lo deje que se me meta en la cueva, que como se encame le oscurece ahí.
Ya estaba con el rifle preparado, apoyado sobre la horquilla que yo le apañé, que como no se hincaba en la piedra se derringaba, y yo se la tenía sujeta con la mano. Y el bicho para abajo, y nada. Que no se ponía claro: se traslucía entre el monte, y cada vez más cerca de la cueva. Y no lo tiró. Y veo al venado que hace así dos veces con las manos y se replana allí, medio tapado por las ramas de un chaparro, y se tumbó.
Pero se le veían dos rodalillos muy buenos por entre las ramas: el nacimiento del cuello, en las paletillas, y también se le veía bien el codillo. Dos sitios muy vitales. Pero el bicho estaba a más de 150 metros.
—Sujétame bien la horquilla —me dijo— y fíjate si le doy.
Como yo estaba pegado a él y tenía que sujetarle la horquilla con la mano derecha, tuve que pasar la izquierda por encima de su hombro y cogerme los prismáticos. Y él apuntando, apuntando. Sonó el tiro, y el retroceso me pegó en el brazo y me movió los prismáticos, de modo que yo no vi si le dio o no.
Él, en seguida, pegó un cerrojazo y se quedó preparado, y yo en un segundo enderecé los prismáticos y vi como el bicho, al tiro, se tiró abajo entre el monte. Y yo mirando, mirando, y el animal quiso pasar un regajo, y al trepar la lomilla se cayó de culo, y le vi colorear toda la paletilla. Y el Caudillo mientras, con el rifle a pulso, buscando la ocasión de dispararle otra vez.
—No siga apuntando, excelencia —le dije—, que lleva un tiro de muerte.
—¡Ah! Pero ¿le he dado?
—Sí, señor: lleva un tiro de pulmón que va echando sangre por la boca.
Y el bicho allí entre el monte, y que no salía. Había unos clarillos entre los pinatos, que se veían muy bien las salidas, y el bicho no rompía, pero le veíamos de vez en cuando clarearse entre el monte, pero sin acabar de salir a lo limpio.
Yo sabía que los guardas estaban agazapados en lo alto del collado y que Pedro Vilar nos estaba viendo con los prismáticos, de modo que le dije:
—Si quiere su excelencia que nos desengañemos de cómo está el bicho, tengo unos guardas ahí arriba por si había que rastrear o bajar al ciervo. Si quiere su excelencia les hago una seña y que vengan a ver en qué condiciones está el bicho.
—Sí, sí, llámalos; que vengan.
Pues no hice ni más ni menos que echar mano al pañuelo, sin voces ni silbidos ni nada. Y ellos, que estaban atentos con los prismáticos, aunque estaban a un kilómetro de nosotros, pues la pillaron de momento, y Pedro me los enchufó a todos en ala y le asomaron al venado por arriba, para echarlo hacia los rasillos.
Fue asomar los guardas a los puntales aquellos y ver al ciervo allí, que se caía, probaba a andar y se caía: daba un empellón, con el coraje, y se caía de culo. Y se levantaba.
Y los guardas parecía que se habían vuelto locos:
—¡Que se cae!
—¡Que se levanta!
Y hubo un momento en que se quedó atravesado en los rasillos, con la cabeza levantada, que parecía que iba a berrear, y las piernas apuntaladas que mal le sostenían de pie. Y entonces al Caudillo le dio lástima y, de su propia voluntad, me dio el rifle y me dijo:
—Toma, Justo, anda, ve y lo rematas.
Entonces sí me acordé yo de los de las boinas coloradas. No es que fuera lejos y yo no lo perdía de vista, pero tenía que dejarlo solo, y bajar todo el riscal, repechar y llegar adonde el bicho, y él mientras solo en lo alto del poyato aquel.
Pero, en fin, salí trotando con el rifle y llegué rameando hasta donde estaba el ciervo, que ya se había tumbado, pero con la cabeza levantada y afirmándose todavía en las manos como si quisiera levantarse. Y me eché el rifle a la cara, pero como tenía la lente puesta y yo no había tirado con lente en mi vida y estaba a menos de 15 metros de él, pues lo que veía era unos matojos de pelos más gordos que dedos. Y lo que hice fue irme a la cabeza y desde allí correrme el cuello abajo hasta que me pareció que estaba en el codillo y entonces apreté el gatillo. El bicho abajo. Y me eché mano al cuchillo y acudieron todos los guardas.
Corté unos cuantos pinatos para poner encima al ciervo, y les dije a los guardas:
—Echad más pinatos aquí y que no se le roce el pelo, y lo sacáis a rastras hasta la tinada.
Y me volví adonde estaba el Caudillo, que había seguido toda la operación con los prismáticos. Y cuando llegué a él, que no me había visto acercarme, le toqué el hombro y le dije:
—¿Ve, excelencia, cómo se mataba?
Yo estaba más emocionado que él. Me dio un abrazo y me dijo:
—No cabe duda de que es el récord: nunca vi otro igual.
Y vaya si lo era: el venado récord de España. Desde que se vienen homologando trofeos no se ha matado otro mejor. Ni después, tampoco.
Y el bicho, entre el monte, para abajo, para abajo. Yo le insistí:
—Excelencia, no lo deje que se me meta en la cueva, que como se encame le oscurece ahí.
Ya estaba con el rifle preparado, apoyado sobre la horquilla que yo le apañé, que como no se hincaba en la piedra se derringaba, y yo se la tenía sujeta con la mano. Y el bicho para abajo, y nada. Que no se ponía claro: se traslucía entre el monte, y cada vez más cerca de la cueva. Y no lo tiró. Y veo al venado que hace así dos veces con las manos y se replana allí, medio tapado por las ramas de un chaparro, y se tumbó.
Pero se le veían dos rodalillos muy buenos por entre las ramas: el nacimiento del cuello, en las paletillas, y también se le veía bien el codillo. Dos sitios muy vitales. Pero el bicho estaba a más de 150 metros.
—Sujétame bien la horquilla —me dijo— y fíjate si le doy.
Como yo estaba pegado a él y tenía que sujetarle la horquilla con la mano derecha, tuve que pasar la izquierda por encima de su hombro y cogerme los prismáticos. Y él apuntando, apuntando. Sonó el tiro, y el retroceso me pegó en el brazo y me movió los prismáticos, de modo que yo no vi si le dio o no.
Él, en seguida, pegó un cerrojazo y se quedó preparado, y yo en un segundo enderecé los prismáticos y vi como el bicho, al tiro, se tiró abajo entre el monte. Y yo mirando, mirando, y el animal quiso pasar un regajo, y al trepar la lomilla se cayó de culo, y le vi colorear toda la paletilla. Y el Caudillo mientras, con el rifle a pulso, buscando la ocasión de dispararle otra vez.
—No siga apuntando, excelencia —le dije—, que lleva un tiro de muerte.
—¡Ah! Pero ¿le he dado?
—Sí, señor: lleva un tiro de pulmón que va echando sangre por la boca.
Y el bicho allí entre el monte, y que no salía. Había unos clarillos entre los pinatos, que se veían muy bien las salidas, y el bicho no rompía, pero le veíamos de vez en cuando clarearse entre el monte, pero sin acabar de salir a lo limpio.
Yo sabía que los guardas estaban agazapados en lo alto del collado y que Pedro Vilar nos estaba viendo con los prismáticos, de modo que le dije:
—Si quiere su excelencia que nos desengañemos de cómo está el bicho, tengo unos guardas ahí arriba por si había que rastrear o bajar al ciervo. Si quiere su excelencia les hago una seña y que vengan a ver en qué condiciones está el bicho.
—Sí, sí, llámalos; que vengan.
Pues no hice ni más ni menos que echar mano al pañuelo, sin voces ni silbidos ni nada. Y ellos, que estaban atentos con los prismáticos, aunque estaban a un kilómetro de nosotros, pues la pillaron de momento, y Pedro me los enchufó a todos en ala y le asomaron al venado por arriba, para echarlo hacia los rasillos.
Fue asomar los guardas a los puntales aquellos y ver al ciervo allí, que se caía, probaba a andar y se caía: daba un empellón, con el coraje, y se caía de culo. Y se levantaba.
Y los guardas parecía que se habían vuelto locos:
—¡Que se cae!
—¡Que se levanta!
Y hubo un momento en que se quedó atravesado en los rasillos, con la cabeza levantada, que parecía que iba a berrear, y las piernas apuntaladas que mal le sostenían de pie. Y entonces al Caudillo le dio lástima y, de su propia voluntad, me dio el rifle y me dijo:
—Toma, Justo, anda, ve y lo rematas.
Entonces sí me acordé yo de los de las boinas coloradas. No es que fuera lejos y yo no lo perdía de vista, pero tenía que dejarlo solo, y bajar todo el riscal, repechar y llegar adonde el bicho, y él mientras solo en lo alto del poyato aquel.
Pero, en fin, salí trotando con el rifle y llegué rameando hasta donde estaba el ciervo, que ya se había tumbado, pero con la cabeza levantada y afirmándose todavía en las manos como si quisiera levantarse. Y me eché el rifle a la cara, pero como tenía la lente puesta y yo no había tirado con lente en mi vida y estaba a menos de 15 metros de él, pues lo que veía era unos matojos de pelos más gordos que dedos. Y lo que hice fue irme a la cabeza y desde allí correrme el cuello abajo hasta que me pareció que estaba en el codillo y entonces apreté el gatillo. El bicho abajo. Y me eché mano al cuchillo y acudieron todos los guardas.
Corté unos cuantos pinatos para poner encima al ciervo, y les dije a los guardas:
—Echad más pinatos aquí y que no se le roce el pelo, y lo sacáis a rastras hasta la tinada.
Y me volví adonde estaba el Caudillo, que había seguido toda la operación con los prismáticos. Y cuando llegué a él, que no me había visto acercarme, le toqué el hombro y le dije:
—¿Ve, excelencia, cómo se mataba?
Yo estaba más emocionado que él. Me dio un abrazo y me dijo:
—No cabe duda de que es el récord: nunca vi otro igual.
Y vaya si lo era: el venado récord de España. Desde que se vienen homologando trofeos no se ha matado otro mejor. Ni después, tampoco.
[1] El día exacto de la cacería fue el 24 de septiembre de 1959, según consta en el Catálogo de Trofeos de Caza 2011 – 2017 (Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación., Madrid, 2022, p. 289), donde ocupa el puesto N.º 20 de los trofeos históricos de venado en terrenos abiertos (nota del autor del blog).
[2] De la carretera Cazorla-El Tranco (actual A-319), contado a partir del cruce con la de Vadillo Castril (JF-7091) (nota del autor del blog).
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