Mostrando entradas con la etiqueta Sierras de Cazorla y Segura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Sierras de Cazorla y Segura. Mostrar todas las entradas

martes, 24 de junio de 2025

Ayer y hoy 40 - Árboles 1

Juan Martínez Montañés, San Cristóbal con el Niño Jesús (1597-98, realizado con madera de pino de Segura según se estableció en su contrato), iglesia del Salvador, Sevilla, fuente: Sevilla, vida y leyenda (blogspot, entrada del 18.12.21)
Pie del pino Galapán (pino salgareño, Pinus nigra salzmannii), cañada de la Fuenfría, Santiago de la Espada, foto: Antonio Erena, 14.06.25
Al bosque me llevó mi fantasía,
y en su fondo erizado de retamas
hallé un gigante pino, cuyas ramas
eclipsaban la luz del mediodía.
 
Su viejo hendido tronco parecía
reptil informe de ásperas escamas,
y su copa volcán de verdes llamas
que sobre tierra y aire se extendía.
 
Bajo su dulce sombra reclinado
en los goces pensé de la existencia,
y en la felicidad que va a su lado:
 
recordé de los años la sentencia,
até al pino un cordón bien ensebado,
¡y no me estrangulé... por indolencia!

Manuel del Palacio, «Maldita pereza», de Cien sonetos políticos, filosóficos, biográficos, amorosos, tristes y alegres, Imprenta de T. Fortanet, Madrid, 1870.

miércoles, 18 de junio de 2025

Brumas 12

La altiplanicie de los Campos de Hernán Pelea (o Perea) desde el puerto de la Losa (carretera de Santiago de la Espada a Huéscar), foto: Antonio Erena, 15.06.25
De difuntos que no se podían enterrar hasta la primavera ha habido muchos casos. Me acuerdo del Tío Marcos, que se murió en un majal que tenía pasando Las Zarzas y allí lo tuvieron hasta el mes de mayo, que, por fin, pudieron sacarlo, terciado sobre un haz de leña, en una mula y darle sepultura en el cementerio de Bujaraiza.
Y lo mismo le pasó al Tío Feligrés, que ahí hasta tuvo que ver el Juzgado. Y esto pasó hace muchos años, lo menos treinta y cinco o cuarenta.
El Tío Feligrés tenía una cortijada que le decían «La Pinarilla», metida en lo hondo de los Campos de Hernán Pelea, que son unas navas muy extensas, sin árboles, todo llano, que forman como una meseta en lo alto de la sierra, y aquello está lo menos a 2.000 metros de altura, de modo que los inviernos son muy fríos y la nieve sube todo lo que quiere y no se quita hasta la primavera.
Ya aquello es un desierto, sólo para las monteses y para las víboras. Pero hasta hace unos cuarenta años se cultivaba todo y había muchos hatos de ganado por todas partes, que eran terrenos mancomunados de la Sociedad de Ganaderos de Santiago de la Espada.
El pasto de los Campos siempre ha sido muy apreciado por los ganaderos, porque son unos pastos muy finos y muy curados; que, por no haber árboles ni monte, nunca están sombreados y son pastos muy alimenticios y que dan unas carnes muy prietas, que daban mucho peso y las pagaban muy bien los marchantes; que, aunque el pasto no es muy abundante, allí más vale onza que libra.
Los campos de Hernán Pelea estaban muy repartidos entonces: casi todo eran propiedades pequeñas, de gentes que vivían en Santiago de la Espada o en la Puebla de don Fadrique, y cuando llegaba el tiempo de la sementera, iban allí a hacer las faenas y se guarecían en chozas o en cuevas, y luego se volvían a los pueblos, hasta que en verano volvían a recoger las cosechas.
Todavía se ven cuevas que tienen un cerramiento de piedras trabadas, pilladas con argamasa, y un ventanuco y una puertecica, y se ve que han sido apañadas, desde muy antiguo, para vivir allí las criaturas. Y se ven también restos de hornos de piedra, medio ahumados todavía, que se usaban para cocer el pan de centeno. También había cortijadas grandes: «La Tamarilla», «El Cortijo de la Mala Pata», «La Pinarilla», «El Cortijo de la Fuen Fría», «El Campo del Espino». Pero todo quiebra en la vida, y de aquello no queda nada.
En el cortijo de «La Pinarilla» vivía de siempre el Tío Feligrés, que era ya un viejo muy viejo, de más de ochenta años, muy trabajado y que había penado mucho para criar a sus hijos. Y vivía allí arriba siempre, en verano y en invierno, como habían vivido su padre y su abuelo antes que él: con su mujer y sus hijos, y sus nueras y sus yernos y sus nietos. Y tenía una ganadería grande de vacas y cabras blancas y ovejas de una casta muy fina, y también tenía yeguas de vientre para criar muletos.
En «La Pinarilla» había unas tinadas o parideras grandes para cobijar al ganado por las noches de invierno. Y las cabras se guardaban del frío de la noche en cuevas, que vivían como las monteses.
Pues una tarde, ya entre dos luces, salió el Tío Feligrés a buscar una yegua que andaba balduenda para llevarla a la tinada, y había mucha nieve y niebla en los campos, y la yegua, que andaba retozona, le dio que hacer para pillarla, y, ya al oscuro, volvió sola.
Al ver que no volvía el Tío Feligrés, la familia salió a buscarle, y le echaron voces, y anduvieron buscándole y buscándole, y ya era de noche cerrada, y la niebla se espesó más y no daban con él. Y entonces armaron una fogata grande para que el viejo la viera y pudiera orientarse si estaba perdido. Y no llegó. Y soltaron los perros para que le buscaran, y los perros volvieron solos. Y lo esperaron toda la noche, y como empezó a nevar más sobre los dos metros de nieve que ya había, todos sabían, sin decirlo, que estaba muerto.
Y muerto lo encontraron por la mañana. Y lo llevaron a la casa y lo lavaron y lo amortajaron con su ropa mejor, y lo pusieron sobre una mesa de pino en la sala y lo estuvieron velando.
Pero afuera no paraba de nevar sobre la nieve que ya había. Y pasaban los días y se fueron acostumbrando a ver al difunto allí puesto en la sala, y ya habían gastado todo el llanto en él y habían dicho mil veces todo lo que se podía decir de él, y no era posible llevarlo a enterrar a Santiago de la Espada: que había veinte kilómetros de llanura con dos metros de nieve y la que caía del cielo.
De manera que los nietos pequeños empezaron a jugar allí, al lado del muerto, y jugaban a entierros y a muertos; y los mayores, al principio, les regañaban, pero luego se fueron acostumbrando y les dejaban hacer.
Pasó una semana y otra, y el Tío Feligrés estaba como si hiciera media hora que se había muerto, pues en la sala, con la ventana entreabierta, aquello era una nevera, y ni olía mal ni dada.
Y como la sala estaba junto a la cocina, todos entraban y salían, y lo veían y echaban un suspiro y se salían. ¿Qué iban a hacer? Todo estaba dicho y llorado.
Un día, uno de los yernos sacó la baraja y se pusieron a jugar al truque. Ningún daño le hacían al muerto con jugar al truque. Y afuera no paraba de nevar. Y pasó la Navidad, y por Reyes uno de los hijos pensó que lo mejor era llevar al difunto a una camareta que había cerca de la casa, a veinte metros de la casa, y ponerlo allí hasta que se pudiera llevar a enterrar.
Y así lo hicieron.
Y los vivos siguieron jugando al truque y metiendo leños de enebro en la candela. Y ya nadie hablaba del muerto, porque todo lo que se podía decir estaba dicho.
Por fin, llegó la primavera y pudieron mandar recado a Santiago de lo que había pasado, y como la muerte no había sido natural, el Juzgado mandó decir que lo dejaran quieto hasta que fueran ellos a levantar el cadáver.
Pasaron más días, hasta que una mañana se presentó el Juzgado y la Iglesia en «La Pinarilla», y los pillaron a todos jugando a las cartas. Fueron a ver el cadáver, y encontraron que los gatos le habían comido la cara. Y, al verlo, el juez torció el hocico y los quería llevar a todos a la cárcel por abandono del cadáver. Pero el cura, finalmente, como los conocía y sabía que eran personas de bien, convenció al juez para que no hubiera castigos. Pero el juez dispuso que se buscara a los gatos que le habían roído la cara, que eran cuatro o cinco gatos medio cimarrones. Y como habían comido del muerto, mandó que los mataran y los llevaran a Santiago para enterrarlos junto al difunto.
Y resultó un entierro muy sonado, que iba el Tío Feligrés en su caja de pino pintada de negro, y detrás, en un cajoncete, los cinco gatos que habían comido de él.

Juan Luis González-Ripoll, “El entierro del Tío Feligrés”, Narraciones de caza mayor en Cazorla, Everest, 1974.

lunes, 16 de junio de 2025

martes, 17 de octubre de 2023

Venatoria 2 - Lecturas 18

Juan Luis González-Ripoll, Narraciones de caza mayor en Cazorla, Everest, 1974 (en primer plano, Justo Cuadros Vilar, guarda mayor del Coto Nacional)
    Habíamos visto sus desmogues y eran extraordinarios, y don José María de la Cerda me había dicho:
    —Mira, Justo, que no se os pierda de vista este ciervo; cuando se mude de un sitio a otro que sepáis por donde anda, que vamos a procurar que lo mate el Caudillo.
    Pues ya nosotros, muy advertidos, con el interés del ciervo, le aprendimos las querencia, y los sitios por donde andaba y las ciervas que llevaba, y cuando acababa con una cuadrilla de hembras, porque ya no querían macho, pues se iba con otras, y si la querencia de estas era ir por otro sitio, allí se iba, y nosotros detrás. Iba cambiando de sitio, y nosotros lo íbamos siguiendo, siguiendo. Y le aprendimos hasta el berrido. Y como estaba cercana la venida del Caudillo, pues pusimos todo el interés en tenerle bien localizado.
    Por esos días ya la berrea iba muy avanzada, que esto era por el 20 de septiembre[1] y el ciervo estaba muy emperrado: había tomado muchas ciervas y estaba muy emperrado, y se estaba en el llano del pantano hasta que le calentaba el sol, y entonces se iba subiendo por las sombras y se metía buscando el frescor de la islilla, al pie de Cabeza de la Viña.
    Por eso, la idea que tenía don José María era poner al Caudillo al filo del Castillo antes de que amaneciese, y como el bicho pasaba la noche en el llano, al venir a recogerse, ahí lo mataba.
    Pero ocurrió que, con las idas y venidas de la gente de arreglar un puesto para que se pusiera el Caudillo, el ciervo se chanteó, y yo lo vi cómo se iba subiendo al Cerro del Almendral, cuando iba trasponiendo a meterse en el monte. Desde lejos lo estuve viendo con los prismáticos.
    Zapeado de aquel día, era muy raro que viniera al día siguiente, que era cuando tenía anunciada la llegada el Caudillo. Y yo no esperaba que volviera el ciervo, pero me dijeron que pusiera al Caudillo al pie del castillo, y así lo hice. Era muy de mañana e íbamos los dos solos, y yo llevaba los dos rifles, el catrecillo, la ropa de agua. Y estaba lloviznando y con neblinas. Y oíamos berrear al venado allí muy cerquita, que había muchos otros berreando también, pero el berrido del grande lo distinguía yo bien del de los demás.
    Se agarró a llover un poco fuerte, y luego se levantó aire, ya queriendo amanecer. Y empezaron los venados y las ciervas a retirarse buscando el monte, y el berrido del venado grande se oía cada vez más lejano, en dirección a la torreta de piedra que hay en la lomilla, junto al regajo, que hay allí unos robles muy grandes en la barranca.
    De manera que yo vi que aquello pintaba mal, y se lo dije al Caudillo:
    —Excelencia, aquí no hacemos nada. El bicho no viene aquí ya.
    —¿Y qué hacemos? —me preguntó.
    —Pues yo creo que el bicho se va a pegar a la solana —le dije—, y todavía quizá llegáramos a tiempo, porque él va con las hembras y se va entreteniendo, y a lo mejor llegábamos a tiempo antes de que salte a la carretera.
    Le pareció bien:
    —¡Ah!, pues vamos —dijo.
    Bajamos de allí, y al empezar a repechar le pregunté si quería que pidiera un caballo, porque y o tenía escondido al guarda en el Cerro del Almendral, y tenía convenido con él que si le hacía una seña con el pañuelo se viniera a nuestro encuentro y si le hacía dos señas se trajera un caballo. Total que le pregunté al Caudillo si quería un caballo, y él me preguntó si era muy lejos donde teníamos que ir.
    —No está lejos, excelencia —le dije—, un kilómetro o menos.
    —No pidas caballo, prefiero ir andando —me dijo.
    Le hice una seña al guarda y se vino para donde estábamos nosotros.
    Y se lo presenté al Caudillo y le dio la mano, y entonces yo le dije:
    —Corre, que el venado se ha volcado ahí como al nacimiento, a ver si le haces algún visaje y, como va con hembras, se entretiene en esas pinatadillas y nos da tiempo de llegar antes de que salte la carretera y se meta en la solana de la Paridera.
    Y esto ya era de día, pero al poquillo de amanecer, y el guarda echó delante trotando y nosotros nos fuimos detrás a paso más lento. Pero no habíamos andado cien metros cuando vimos al guarda asomarse a la lomilla y nos dijo por señas que el venado había traspuesto la cañada arriba hacia el collado. De manera que ya no había forma de cortarle, y salí con el Caudillo a la carretera y allí estaba toda la Plana Mayor.
    Bueno, conque a aguantar el chaparrón: si las cosas salen mal, ¿quién tiene la culpa?: Justo Cuadros. Conque ¡hale!, vengan quejas. Había un señor allí liado en una gabardina y la cogió conmigo: que si vaya fracaso, que si tal que si cual, que vaya caminata que le había metido al Caudillo, que no tiene usted perdón de Dios.
    Yo pensaba: «Este se cree que un venado es una vaca suiza que se lleva donde uno quiere». Y el Caudillo lo estaba oyendo, y, de pronto, se volvió a nosotros:
    —Bueno, Justo, ¿adónde hay que ir para matar el ciervo?
    Estábamos como a medio kilómetro de la Tinada de las Majaícas, esa paridera que se ve junto a la carretera en el kilómetro 30[2]. De modo que le dije al Caudillo:
    —Pues mire, excelencia, ¿ve aquel tejalillo, que es una tinada que decimos aquí?, pues trescientos metros por encima lo vamos a matar, porque allí tiene la cama y es muy probable que pase por allí. Que nos pongan un caballo para su excelencia.
    Le pareció bien. Y se formó un revuelo fenomenal: los caballos salieron trotando, el coche se puso al lado del Caudillo y salimos todos corriendo, y los de las boinas coloradas traspusieron detrás de nosotros en otro coche.
    Y en diez segundos estábamos en la tinada. Yo iba bastante confiado porque antes de arrancar el coche, en un descuidillo, me acerqué a mi primo Pedro Vilar, que tenía lo menos 12 o 14 guardas con él, y le dije:
    —Coge a toda la gente y me das un ganchillo por lo alto del collado, y si hubiera que traerlo cogido de un cuerno que asome el venado; que dé vista, por lo menos que lo vea el Caudillo.
    Llegamos a la tinada, y el Caudillo montó a caballo, y yo andando, y un guardia civil llevando otro caballo de la brida. Y subimos poco más de 300 metros. Y ya llegamos a un sitio que yo sabía que, si salíamos de allí y el bicho se había venido ligero, podíamos zapearlo, y le dije:
    —Excelencia, aquí era conveniente que se apeara.
    En seguida. No dio tiempo a que el civil le sujetara el estribo.
    De manera que le indiqué al guardia que se ocultara con los caballos en un vallejillo para que no hicieran visaje. Y el Caudillo y yo seguimos subiendo. Pero entonces me di cuenta de que venían detrás de nosotros lo menos seis u ocho guardias de esos de las boinas coloradas, que iban uno detrás de otro serpeando en fila india. Y venían 50 metros detrás de nosotros. «Éstos lo echan todo por alto», pensé. Y miré así al Caudillo, sin decir nada, pero él lo cogió en seguida:
    —¿Qué?, Justo.
    —Excelencia —le dije—, solos vamos mejor. Nos vamos a poner en un sitio muy reducido y la escolta nos va a estorbar.
    Se volvió un poco y les dijo:
    —¡Atrás! ¡Con los caballos!
    De manera que se metieron en el vallejo donde se había quedado el civil con los caballos y nosotros seguimos subiendo solos.
    Llegamos al sitio, que es como un poyato, que hace así como una cornisa y unos peñascos que nos cubrían por detrás, y por delante hacía una vaguada y subía una loma de pinos y monte, por donde yo esperaba que pasara el venado en busca del encame. Y saqué el hocino y corté unas ramas y las puse allí delante como pude para taparnos un poco. Le abrí el catrecillo y se sentó y yo arrimé una pedreceja y me senté a su lado. Y al poquillo de sentarme pasó por delante una reata de ciervas que iban careando tranquilas; y luego vimos un pitarro de cochinos y venados con sus ciervas. Pero pasaba el rato y ya llevábamos casi una hora, y el venado grande no asomaba. Y el sol ya alto, y yo todo era mirar para el collado con los prismáticos, y notaba que él empezaba a impacientarse.
    —¿Ves algo? —me preguntó.
    —No, excelencia. Pero hay que tener en cuenta que viene con hembras, la mañana está muy fresca y la mosca no ha empezado a actuar. Todo esto hace que se retrase.
    Y él me había preguntado que por dónde podía entrarnos.
    —Pues puede entrarnos por dos sitios: o por esas matas rubias que tenemos ahí enfrente, que son unos lentiscos que se han helado del invierno. Y también puede entrarnos, y es lo más fijo, por el filo del collado, entre el monte, y si baja por allí hay que tirarle antes de que se encame, que se mete al pie de la cuevecilla aquella y nos tiene aquí hasta la noche.
    Pasaba el rato y nada. Y el sol cada vez más alto. Y él me dijo:
    —Parece que tarda.
     —Pues sí, señor. Pero yo creo que acabará por venir. Y le dije esto porque yo confiaba en que mi primo me lo echara para abajo. Y si tardaba tanto era porque Pedro Vilar le había tomado las vueltas muy por alto, para evitar que se le fuera, y fue a cortarle dando la vuelta a un collado que está muy por encima de donde nosotros estábamos puestos, y si el venado no venía por su paso, Pedro me lo traería arreado, dando un ganchillo con sus guardas a todo el romeral aquel, sin hacer ruido ni nada: solamente apretando un poco al ciervo para nosotros.
    Y así fue: cuando el bicho se vio rodeado, tiró para abajo con sus hembras, y al llegar a lo alto del Castellón, se dejó atrás las ciervas y ellas tiraron para sus encames, y él se vino para donde tenía el suyo: al pie de la cuevecilla que teníamos frente a nosotros, a cien metros de donde estábamos puestos. Y hubo como una suspensión en el aire, y el sol pegó un linternazo en las lomas de enfrente, y en ese momento vi un cuerno relucir en lo alto del collado; y me cojo los prismáticos, y era el venado.
    —¡Ya está ahí! —le dije—. Por ahí viene; el filo abajo, por el collado.
    Yo deseando que él lo viera, por si no se ponía a tiro, por lo menos que lo hubiera visto. 
    Pues lo localizó con los prismáticos y lo clasificó de momento:
    —¡Uy, que hermoso es! ¡Qué ejemplar!
    Y el bicho, entre el monte, para abajo, para abajo. Yo le insistí:

    —Excelencia, no lo deje que se me meta en la cueva, que como se encame le oscurece ahí.
    Ya estaba con el rifle preparado, apoyado sobre la horquilla que yo le apañé, que como no se hincaba en la piedra se derringaba, y yo se la tenía sujeta con la mano. Y el bicho para abajo, y nada. Que no se ponía claro: se traslucía entre el monte, y cada vez más cerca de la cueva. Y no lo tiró. Y veo al venado que hace así dos veces con las manos y se replana allí, medio tapado por las ramas de un chaparro, y se tumbó.
    Pero se le veían dos rodalillos muy buenos por entre las ramas: el nacimiento del cuello, en las paletillas, y también se le veía bien el codillo. Dos sitios muy vitales. Pero el bicho estaba a más de 150 metros.
    —Sujétame bien la horquilla —me dijo— y fíjate si le doy.
    Como yo estaba pegado a él y tenía que sujetarle la horquilla con la mano derecha, tuve que pasar la izquierda por encima de su hombro y cogerme los prismáticos. Y él apuntando, apuntando. Sonó el tiro, y el retroceso me pegó en el brazo y me movió los prismáticos, de modo que yo no vi si le dio o no.
    Él, en seguida, pegó un cerrojazo y se quedó preparado, y yo en un segundo enderecé los prismáticos y vi como el bicho, al tiro, se tiró abajo entre el monte. Y yo mirando, mirando, y el animal quiso pasar un regajo, y al trepar la lomilla se cayó de culo, y le vi colorear toda la paletilla. Y el Caudillo mientras, con el rifle a pulso, buscando la ocasión de dispararle otra vez.
    —No siga apuntando, excelencia —le dije—, que lleva un tiro de muerte.
    —¡Ah! Pero ¿le he dado?
    —Sí, señor: lleva un tiro de pulmón que va echando sangre por la boca.
    Y el bicho allí entre el monte, y que no salía. Había unos clarillos entre los pinatos, que se veían muy bien las salidas, y el bicho no rompía, pero le veíamos de vez en cuando clarearse entre el monte, pero sin acabar de salir a lo limpio.
    Yo sabía que los guardas estaban agazapados en lo alto del collado y que Pedro Vilar nos estaba viendo con los prismáticos, de modo que le dije:
    —Si quiere su excelencia que nos desengañemos de cómo está el bicho, tengo unos guardas ahí arriba por si había que rastrear o bajar al ciervo. Si quiere su excelencia les hago una seña y que vengan a ver en qué condiciones está el bicho.
    —Sí, sí, llámalos; que vengan.
    Pues no hice ni más ni menos que echar mano al pañuelo, sin voces ni silbidos ni nada. Y ellos, que estaban atentos con los prismáticos, aunque estaban a un kilómetro de nosotros, pues la pillaron de momento, y Pedro me los enchufó a todos en ala y le asomaron al venado por arriba, para echarlo hacia los rasillos.
    Fue asomar los guardas a los puntales aquellos y ver al ciervo allí, que se caía, probaba a andar y se caía: daba un empellón, con el coraje, y se caía de culo. Y se levantaba.
    Y los guardas parecía que se habían vuelto locos:
    —¡Que se cae!
    —¡Que se levanta!
    Y hubo un momento en que se quedó atravesado en los rasillos, con la cabeza levantada, que parecía que iba a berrear, y las piernas apuntaladas que mal le sostenían de pie. Y entonces al Caudillo le dio lástima y, de su propia voluntad, me dio el rifle y me dijo:
    —Toma, Justo, anda, ve y lo rematas.
    Entonces sí me acordé yo de los de las boinas coloradas. No es que fuera lejos y yo no lo perdía de vista, pero tenía que dejarlo solo, y bajar todo el riscal, repechar y llegar adonde el bicho, y él mientras solo en lo alto del poyato aquel.
    Pero, en fin, salí trotando con el rifle y llegué rameando hasta donde estaba el ciervo, que ya se había tumbado, pero con la cabeza levantada y afirmándose todavía en las manos como si quisiera levantarse. Y me eché el rifle a la cara, pero como tenía la lente puesta y yo no había tirado con lente en mi vida y estaba a menos de 15 metros de él, pues lo que veía era unos matojos de pelos más gordos que dedos. Y lo que hice fue irme a la cabeza y desde allí correrme el cuello abajo hasta que me pareció que estaba en el codillo y entonces apreté el gatillo. El bicho abajo. Y me eché mano al cuchillo y acudieron todos los guardas.
    Corté unos cuantos pinatos para poner encima al ciervo, y les dije a los guardas:
    —Echad más pinatos aquí y que no se le roce el pelo, y lo sacáis a rastras hasta la tinada.
    Y me volví adonde estaba el Caudillo, que había seguido toda la operación con los prismáticos. Y cuando llegué a él, que no me había visto acercarme, le toqué el hombro y le dije:
    —¿Ve, excelencia, cómo se mataba?
    Yo estaba más emocionado que él. Me dio un abrazo y me dijo:
    —No cabe duda de que es el récord: nunca vi otro igual.
    Y vaya si lo era: el venado récord de España. Desde que se vienen homologando trofeos no se ha matado otro mejor. Ni después, tampoco.

[1] El día exacto de la cacería fue el 24 de septiembre de 1959, según consta en el Catálogo de Trofeos de Caza 2011 – 2017 (Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación., Madrid, 2022, p. 289), donde ocupa el puesto N.º 20 de los trofeos históricos de venado en terrenos abiertos (nota del autor del blog).
[2] De la carretera Cazorla-El Tranco (actual A-319), contado a partir del cruce con la de Vadillo Castril (JF-7091) (nota del autor del blog).

Juan Luis González-Ripoll, Narraciones de caza mayor en Cazorla, «El venado récord de España», Editorial Everest, 1974, pp. 213-219.

viernes, 5 de junio de 2020

Día Mundial del Medio Ambiente

Leopoldo y Antonio en la calle de los Caballeros Santiaguistas de Segura de la Sierra, al fondo El Yelmo
Foto: Concha Fuentes, 28.08.16
Lejos, anterior entrada del blog
Triples (+ 2) 5 - Parecidos razonables 9, anterior entrada del blog

O sea que olvidado,
o incrédulo del caso sucedido,
o mal escarmentado,
¡oh peñasco atrevido!,
llevas a las estrellas frente osada
de ceño y de carámbanos armada.

Debajo de ti truena,
que respeta tus cumbres el verano,
y allá en tus faldas suena
lluvioso invierno cano;
y donde eres al cielo cama dura
das a Guadalquivir cuna en Segura.

Por de más alto vuelo
te codiciara el águila gloriosa,
pues arrimado al cielo,
lo que no pudo él, osa;
sobre Olimpo nos muestras por momentos
las determinaciones de los vientos.

Escondes a la vista
el yelmo con que Júpiter Tonante,
armado en la conquista,
si no te vio triunfante,
te vio valiente y animoso, y vemos
que hoy le arriman escalas tus extremos.

Coronado de pinos,
el cerco blanco de la luna enramas,
y en los astros divinos,
que son etéreas llamas,
te enciendes perturbando antiguas paces,
y al cielo vecindad medrosa haces.

Son parto de tus peñas
Mundo y Guadalquivir, famosos ríos,
y luego los despeñas
por altos montes fríos,
de tan soberbios y ásperos lugares,
que parece que llueves los que pares.

Baja recién nacido
Guadalquivir, y llega tan cansado,
que le ve encanecido
en su niñez el prado,
con la espuma que hace y con la nieve,
por duros cerros resbalando leve.

Ceñido en breve orilla,
llega a tomar el cetro de los ríos,
y en cercando a Sevilla,
le coronan navíos;
por ser tan noble su primera fuente,
que es de los cielos alto descendiente.

Con pasos perezosos,
al mar camina, como va a la muerte,
y en senos procelosos
por tributo se vierte;
donde yace del golfo respetado
por lo que en él Belisa se ha mirado

Francisco de Quevedo, «El Yelmo de Segura de la Sierra, monte muy alto al Austro», silva de Las tres últimas musas castellanas

lunes, 13 de noviembre de 2017

Locus amoenus 7

El puente de las Herrerías sobre el río Guadalquivir, cerca de su nacimiento
Fuente: loqueseocultabajoelsol.blogspot.com, 7.08
Ayer y hoy (y mañana) 6, anterior entrada del blog

Rey de los otros, río caudaloso,
que en fama claro, en ondas cristalino,
tosca guirnalda de robusto pino
ciñe tu frente, tu cabello undoso:

pues dejando tu nido cavernoso
de Segura en el monte más vecino
por el suelo andaluz tu real camino
tuerces soberbio, raudo y espumoso,

a mí, que de tus fértiles orillas
piso, aunque ilustremente enamorado,
tu noble arena con humilde planta,

dime si entre las rubias pastorcillas
has visto, que en tus aguas se han mirado,
beldad cual la de Clori, o gracia tanta.

              Luis de Góngora, Sonetos, XXII (1582)

¡Detente aquí, viajero! En estas peñas
nace el que es y será rey de los ríos,
entre pinos gigantes y bravíos,
que arrullan su nacer y ásperas breñas.

Él reflejó otro tiempo las enseñas,
las armas, los corceles y atavíos
de razas imperiosas, cuyos bríos
postráronse en sus márgenes risueñas.

Él se ensancha entre olivos y trigales,
cruza pueblos de hechizos y poesía
y al mar corre a rendirle sus cristales.

Mas, como lleva sal de Andalucía,
sus aguas vuelve a las del mar iguales,
para llegar más lejos todavía.

Y así van sus caudales,
triunfantes en el seno de las olas,
a las playas de América españolas.

             Joaquín y Serafín Álvarez Quintero,
Guadalquivir, En su nacimiento, en Cazorla

lunes, 31 de octubre de 2016

Ayer y hoy (y mañana) 6

Salto de los Órganos, río Borosa, sierra de Cazorla y Segura
El sur de España se desertizará si no se reducen las emisiones, Miguel Ángel Criado, El País
Paseo por el río Borosa (vídeo)

Encomienda su llanto á Guadalquivir en su nacimiento, para que le lleve a Lisi, donde va muy crecido

Aquí, en las altas Sierras de Segura
que se mezclan zafir con el del cielo,
en cuna naces, líquida, de yelo,
y bien con majestad en tanta altura.

Naces, Guadalquivir, de fuente pura,
donde tus cristales, leve el vuelo,
se retuerce corriente por el suelo,
después que se arrojó por peña dura.

Aquí el primer tributo en llanto envío
a tus raudales, porque a Lisi hermosa
mis lágrimas la ofrezcas, con que creces;

mas temo, como a verla llegas río,
que olvide tu corriente poderosa
el aumento, que arroyo me agradece.

Francisco de Quevedo, Parnaso Español (1648)

·····················································································

¡Oh Guadalquivir!
Te vi en Cazorla nacer;
hoy, en Sanlúcar morir.

Un borbollón de agua clara,
debajo de un pino verde,
eras tú, ¡qué bien sonabas!

Como yo, cerca del mar,
río de barro salobre,
¿sueñas con tu manantial?

Antonio Machado, Proverbios y cantaresLXXXVII