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Juan Luis González-Ripoll, Narraciones de caza mayor en Cazorla, Everest, 1974 (en primer plano, Justo Cuadros Vilar, guarda mayor del Coto Nacional) |
Habíamos visto sus desmogues y eran extraordinarios, y don José María
de la Cerda me había dicho:
—Mira, Justo, que no se os pierda de vista este ciervo; cuando se mude
de un sitio a otro que sepáis por donde anda, que vamos a procurar que lo mate
el Caudillo.
Pues ya nosotros, muy advertidos, con el interés del ciervo, le
aprendimos las querencia, y los sitios por donde andaba y las ciervas que
llevaba, y cuando acababa con una cuadrilla de hembras, porque ya no querían
macho, pues se iba con otras, y si la querencia de estas era ir por otro sitio,
allí se iba, y nosotros detrás. Iba cambiando de sitio, y nosotros lo íbamos
siguiendo, siguiendo. Y le aprendimos hasta el berrido. Y como estaba cercana
la venida del Caudillo, pues pusimos todo el interés en tenerle bien
localizado.
Por esos días ya la berrea iba muy avanzada, que esto era por el 20 de
septiembre y
el ciervo estaba muy emperrado: había tomado muchas ciervas y estaba muy
emperrado, y se estaba en el llano del pantano hasta que le calentaba el sol, y
entonces se iba subiendo por las sombras y se metía buscando el frescor de la
islilla, al pie de Cabeza de la Viña.
Por eso, la idea que tenía don José María era poner al Caudillo al filo
del Castillo antes de que amaneciese, y como el bicho pasaba la noche en el
llano, al venir a recogerse, ahí lo mataba.
Pero ocurrió que, con las idas y venidas de la gente de arreglar un
puesto para que se pusiera el Caudillo, el ciervo se chanteó, y yo lo vi cómo
se iba subiendo al Cerro del Almendral, cuando iba trasponiendo a meterse en el
monte. Desde lejos lo estuve viendo con los prismáticos.
Zapeado de aquel día, era muy raro que viniera al día siguiente, que
era cuando tenía anunciada la llegada el Caudillo. Y yo no esperaba que
volviera el ciervo, pero me dijeron que pusiera al Caudillo al pie del
castillo, y así lo hice. Era muy de mañana e íbamos los dos solos, y yo llevaba
los dos rifles, el catrecillo, la ropa de agua. Y estaba lloviznando y con
neblinas. Y oíamos berrear al venado allí muy cerquita, que había muchos otros
berreando también, pero el berrido del grande lo distinguía yo bien del de los
demás.
Se agarró a llover un poco fuerte, y luego se levantó aire, ya
queriendo amanecer. Y empezaron los venados y las ciervas a retirarse buscando
el monte, y el berrido del venado grande se oía cada vez más lejano, en
dirección a la torreta de piedra que hay en la lomilla, junto al regajo, que
hay allí unos robles muy grandes en la barranca.
De manera que yo vi que aquello pintaba mal, y se lo dije al Caudillo:
—Excelencia, aquí no hacemos nada. El bicho no viene aquí ya.
—¿Y qué hacemos? —me preguntó.
—Pues yo creo que el bicho se va a pegar a la solana —le dije—, y
todavía quizá llegáramos a tiempo, porque él va con las hembras y se va
entreteniendo, y a lo mejor llegábamos a tiempo antes de que salte a la
carretera.
Le pareció bien:
—¡Ah!, pues vamos —dijo.
Bajamos de allí, y al empezar a repechar le pregunté si quería que
pidiera un caballo, porque y o tenía escondido al guarda en el Cerro del
Almendral, y tenía convenido con él que si le hacía una seña con el pañuelo se
viniera a nuestro encuentro y si le hacía dos señas se trajera un caballo.
Total que le pregunté al Caudillo si quería un caballo, y él me preguntó si era
muy lejos donde teníamos que ir.
—No está lejos, excelencia —le dije—, un kilómetro o menos.
—No pidas caballo, prefiero ir andando —me dijo.
Le hice una seña al guarda y se vino para donde estábamos nosotros.
Y se lo presenté al Caudillo y le dio la mano, y entonces yo le dije:
—Corre, que el venado se ha volcado ahí como al nacimiento, a ver si le
haces algún visaje y, como va con hembras, se entretiene en esas pinatadillas y
nos da tiempo de llegar antes de que salte la carretera y se meta en la solana
de la Paridera.
Y esto ya era de día, pero al
poquillo de amanecer, y el guarda echó delante trotando y nosotros nos fuimos detrás
a paso más lento. Pero no habíamos andado cien metros cuando vimos al guarda
asomarse a la lomilla y nos dijo por señas que el venado había traspuesto la
cañada arriba hacia el collado. De manera que ya no había forma de cortarle, y
salí con el Caudillo a la carretera y allí estaba toda la Plana Mayor.
Bueno, conque a aguantar el
chaparrón: si las cosas salen mal, ¿quién tiene la culpa?: Justo Cuadros.
Conque ¡hale!, vengan quejas. Había un señor allí liado en una gabardina y la
cogió conmigo: que si vaya fracaso, que si tal que si cual, que vaya caminata
que le había metido al Caudillo, que no tiene usted perdón de Dios.
Yo pensaba: «Este se cree que
un venado es una vaca suiza que se lleva donde uno quiere». Y el Caudillo lo
estaba oyendo, y, de pronto, se volvió a nosotros:
—Bueno, Justo, ¿adónde hay que
ir para matar el ciervo?
Estábamos como a medio
kilómetro de la Tinada de las Majaícas, esa paridera que se ve junto a la
carretera en el kilómetro 30. De
modo que le dije al Caudillo:
—Pues mire, excelencia, ¿ve
aquel tejalillo, que es una tinada que decimos aquí?, pues trescientos metros
por encima lo vamos a matar, porque allí tiene la cama y es muy probable que
pase por allí. Que nos pongan un caballo para su excelencia.
Le pareció bien. Y se formó un
revuelo fenomenal: los caballos salieron trotando, el coche se puso al lado del
Caudillo y salimos todos corriendo, y los de las boinas coloradas traspusieron
detrás de nosotros en otro coche.
Y en diez segundos estábamos en
la tinada. Yo iba bastante confiado porque antes de arrancar el coche, en un
descuidillo, me acerqué a mi primo Pedro Vilar, que tenía lo menos 12 o 14
guardas con él, y le dije:
—Coge a toda la gente y me das
un ganchillo por lo alto del collado, y si hubiera que traerlo cogido de un
cuerno que asome el venado; que dé vista, por lo menos que lo vea el Caudillo.
Llegamos a la tinada, y el
Caudillo montó a caballo, y yo andando, y un guardia civil llevando otro
caballo de la brida. Y subimos poco más de 300 metros. Y ya llegamos a un sitio
que yo sabía que, si salíamos de allí y el bicho se había venido ligero,
podíamos zapearlo, y le dije:
—Excelencia, aquí era
conveniente que se apeara.
En seguida. No dio tiempo a que
el civil le sujetara el estribo.
De manera que le indiqué al
guardia que se ocultara con los caballos en un vallejillo para que no hicieran
visaje. Y el Caudillo y yo seguimos subiendo. Pero entonces me di cuenta de que
venían detrás de nosotros lo menos seis u ocho guardias de esos de las boinas
coloradas, que iban uno detrás de otro serpeando en fila india. Y venían 50
metros detrás de nosotros. «Éstos lo echan todo por alto», pensé. Y miré así al
Caudillo, sin decir nada, pero él lo cogió en seguida:
—¿Qué?, Justo.
—Excelencia —le dije—, solos
vamos mejor. Nos vamos a poner en un sitio muy reducido y la escolta nos va a
estorbar.
Se volvió un poco y les dijo:
—¡Atrás! ¡Con los caballos!
De manera que se metieron en el
vallejo donde se había quedado el civil con los caballos y nosotros seguimos
subiendo solos.
Llegamos al sitio, que es como
un poyato, que hace así como una cornisa y unos peñascos que nos cubrían por
detrás, y por delante hacía una vaguada y subía una loma de pinos y monte, por
donde yo esperaba que pasara el venado en busca del encame. Y saqué el hocino y
corté unas ramas y las puse allí delante como pude para taparnos un poco. Le
abrí el catrecillo y se sentó y yo arrimé una pedreceja y me senté a su lado. Y
al poquillo de sentarme pasó por delante una reata de ciervas que iban careando
tranquilas; y luego vimos un pitarro de cochinos y venados con sus ciervas.
Pero pasaba el rato y ya llevábamos casi una hora, y el venado grande no
asomaba. Y el sol ya alto, y yo todo era mirar para el collado con los
prismáticos, y notaba que él empezaba a impacientarse.
—¿Ves algo? —me preguntó.
—No, excelencia. Pero hay que
tener en cuenta que viene con hembras, la mañana está muy fresca y la mosca no
ha empezado a actuar. Todo esto hace que se retrase.
Y él me había preguntado que
por dónde podía entrarnos.
—Pues puede entrarnos por dos
sitios: o por esas matas rubias que tenemos ahí enfrente, que son unos
lentiscos que se han helado del invierno. Y también puede entrarnos, y es lo
más fijo, por el filo del collado, entre el monte, y si baja por allí hay que
tirarle antes de que se encame, que se mete al pie de la cuevecilla aquella y
nos tiene aquí hasta la noche.
Pasaba el rato y nada. Y el sol
cada vez más alto. Y él me dijo:
—Parece que tarda.
—Pues sí, señor. Pero yo creo que acabará por
venir. Y le dije esto porque yo confiaba en que mi primo me lo echara para
abajo. Y si tardaba tanto era porque Pedro Vilar le había tomado las vueltas
muy por alto, para evitar que se le fuera, y fue a cortarle dando la vuelta a
un collado que está muy por encima de donde nosotros estábamos puestos, y si el
venado no venía por su paso, Pedro me lo traería arreado, dando un ganchillo
con sus guardas a todo el romeral aquel, sin hacer ruido ni nada: solamente
apretando un poco al ciervo para nosotros.
Y así fue: cuando el bicho se
vio rodeado, tiró para abajo con sus hembras, y al llegar a lo alto del
Castellón, se dejó atrás las ciervas y ellas tiraron para sus encames, y él se
vino para donde tenía el suyo: al pie de la cuevecilla que teníamos frente a
nosotros, a cien metros de donde estábamos puestos. Y hubo como una suspensión
en el aire, y el sol pegó un linternazo en las lomas de enfrente, y en ese
momento vi un cuerno relucir en lo alto del collado; y me cojo los prismáticos,
y era el venado.
—¡Ya está ahí! —le dije—. Por
ahí viene; el filo abajo, por el collado. Yo deseando que él lo viera, por si no se ponía a tiro, por lo menos que lo hubiera visto.
Pues lo localizó con los prismáticos y lo clasificó de momento:
—¡Uy, que hermoso es! ¡Qué
ejemplar!
Y el bicho, entre el monte,
para abajo, para abajo. Yo le insistí:
—Excelencia, no lo deje que se
me meta en la cueva, que como se encame le oscurece ahí.
Ya estaba con el rifle
preparado, apoyado sobre la horquilla que yo le apañé, que como no se hincaba
en la piedra se derringaba, y yo se la tenía sujeta con la mano. Y el bicho
para abajo, y nada. Que no se ponía claro: se traslucía entre el monte, y cada
vez más cerca de la cueva. Y no lo tiró. Y veo al venado que hace así dos veces
con las manos y se replana allí, medio tapado por las ramas de un chaparro, y
se tumbó.
Pero se le veían dos rodalillos
muy buenos por entre las ramas: el nacimiento del cuello, en las paletillas, y
también se le veía bien el codillo. Dos sitios muy vitales. Pero el bicho
estaba a más de 150 metros.
—Sujétame bien la horquilla —me
dijo— y fíjate si le doy.
Como yo estaba pegado a él y
tenía que sujetarle la horquilla con la mano derecha, tuve que pasar la
izquierda por encima de su hombro y cogerme los prismáticos. Y él apuntando,
apuntando. Sonó el tiro, y el retroceso me pegó en el brazo y me movió los
prismáticos, de modo que yo no vi si le dio o no.
Él, en seguida, pegó un
cerrojazo y se quedó preparado, y yo en un segundo enderecé los prismáticos y
vi como el bicho, al tiro, se tiró abajo entre el monte. Y yo mirando, mirando,
y el animal quiso pasar un regajo, y al trepar la lomilla se cayó de culo, y le
vi colorear toda la paletilla. Y el Caudillo mientras, con el rifle a pulso,
buscando la ocasión de dispararle otra vez.
—No siga apuntando, excelencia
—le dije—, que lleva un tiro de muerte.
—¡Ah! Pero ¿le he dado?
—Sí, señor: lleva un tiro de
pulmón que va echando sangre por la boca.
Y el bicho allí entre el monte,
y que no salía. Había unos clarillos entre los pinatos, que se veían muy bien
las salidas, y el bicho no rompía, pero le veíamos de vez en cuando clarearse
entre el monte, pero sin acabar de salir a lo limpio.
Yo sabía que los guardas
estaban agazapados en lo alto del collado y que Pedro Vilar nos estaba viendo
con los prismáticos, de modo que le dije:
—Si quiere su excelencia que
nos desengañemos de cómo está el bicho, tengo unos guardas ahí arriba por si
había que rastrear o bajar al ciervo. Si quiere su excelencia les hago una seña
y que vengan a ver en qué condiciones está el bicho.
—Sí, sí, llámalos; que vengan.
Pues no hice ni más ni menos
que echar mano al pañuelo, sin voces ni silbidos ni nada. Y ellos, que estaban
atentos con los prismáticos, aunque estaban a un kilómetro de nosotros, pues la
pillaron de momento, y Pedro me los enchufó a todos en ala y le asomaron al
venado por arriba, para echarlo hacia los rasillos.
Fue asomar los guardas a los
puntales aquellos y ver al ciervo allí, que se caía, probaba a andar y se caía:
daba un empellón, con el coraje, y se caía de culo. Y se levantaba.
Y los guardas parecía que se
habían vuelto locos:
—¡Que se cae!
—¡Que se levanta!
Y hubo un momento en que se
quedó atravesado en los rasillos, con la cabeza levantada, que parecía que iba
a berrear, y las piernas apuntaladas que mal le sostenían de pie. Y entonces al
Caudillo le dio lástima y, de su propia voluntad, me dio el rifle y me dijo:
—Toma, Justo, anda, ve y lo
rematas.
Entonces sí me acordé yo de los
de las boinas coloradas. No es que fuera lejos y yo no lo perdía de vista, pero
tenía que dejarlo solo, y bajar todo el riscal, repechar y llegar adonde el
bicho, y él mientras solo en lo alto del poyato aquel.
Pero, en fin, salí trotando con
el rifle y llegué rameando hasta donde estaba el ciervo, que ya se había
tumbado, pero con la cabeza levantada y afirmándose todavía en las manos como
si quisiera levantarse. Y me eché el rifle a la cara, pero como tenía la lente
puesta y yo no había tirado con lente en mi vida y estaba a menos de 15 metros
de él, pues lo que veía era unos matojos de pelos más gordos que dedos. Y lo
que hice fue irme a la cabeza y desde allí correrme el cuello abajo hasta que
me pareció que estaba en el codillo y entonces apreté el gatillo. El bicho
abajo. Y me eché mano al cuchillo y acudieron todos los guardas.
Corté unos cuantos pinatos para
poner encima al ciervo, y les dije a los guardas:
—Echad más pinatos aquí y que
no se le roce el pelo, y lo sacáis a rastras hasta la tinada.
Y me volví adonde estaba el
Caudillo, que había seguido toda la operación con los prismáticos. Y cuando
llegué a él, que no me había visto acercarme, le toqué el hombro y le dije:
—¿Ve, excelencia, cómo se
mataba?
Yo estaba más emocionado que
él. Me dio un abrazo y me dijo:
—No cabe duda de que es el récord:
nunca vi otro igual.
Y vaya si lo era: el venado
récord de España. Desde que se vienen homologando trofeos no se ha matado otro
mejor. Ni después, tampoco.
El
día exacto de la cacería fue el 24 de septiembre de 1959, según consta en el Catálogo de Trofeos de Caza 2011 – 2017
(Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación., Madrid, 2022, p. 289), donde
ocupa el puesto N.º 20 de los trofeos históricos de venado en terrenos
abiertos (nota del autor del blog). De
la carretera Cazorla-El Tranco (actual A-319), contado a partir del cruce con
la de Vadillo Castril (JF-7091) (nota del autor del blog).
Juan Luis González-Ripoll, Narraciones de caza mayor en Cazorla, «El venado récord de España», Editorial Everest, 1974, pp. 213-219.