lunes, 10 de julio de 2017

Verano 1 - Gastromanía 16

Alcaparro o alcaparrera (Capparis spinosa)
... la langosta será una carga y la alcaparra fallará...
(traducción de la cita del Eclesiastés12:5)

Nuestro campo es hermoso y tiene su atractivo particular en todo tiempo, en cada estación. Durante el pleno verano, reseco y abrasador, el campo ofrece también su espléndido paisaje, su sólido encanto a quienes saben apreciarlo.

Echemos una tarde de alcaparras, cuando el sol declina. Cruzaremos cerros cubiertos de yerbas secas, de cardocucos que crujen al pasar, de cadillos o caíllos, ásperos, que prenden sus semillas erizadas de pinchos en nuestras ropas. Gayumbas y matagallos, cornicabra y ruda que exhala su fuerte y acre olor medicinal. Manchas verdes entre el ocre y el pajizo de las plantas agostadas. Las piedras despiden fuego y todo el campo alienta una flama con olor a rastrojos, a parva de la era, a tierra quemada.

Y los olivares, separados por lindes o cercas con almendros y alguna higuera oñigal o doñigal. Cada olivar tiene su labor. Unos están rastreados, con los ruedos hechos, los pies cuidadosamente cavados. Los olivos se comparan con matas de albahaca, podados con esmero, esperando sólo el desvareto que no ha de tardar. Es un árbol agradecido, sobrio, resistente a la sequía y al sol canicular que cae sobre sus ramas verdes, grises, plata. Están labrados con amor, sus lindes desbrozadas, las piedras recogidas en albarradas: son una gloria del agro andaluz. Hay otros un poco dejados, con labores groseras, para salir del paso, llenos de terrones, de matojos secos y grama. Pero, en todo caso, el olivar es paisaje de Jaén, nuncio de aceite, heraldo de sabrosas aceitunas de verdeo. De lejos se sabe si traen cosecha o están vacíos. La posición de las ramas lo denota.

En los blanquizares se dan con preferencia los alcaparros. Capparis spinosa. El alcaparral se denuncia por sus matas verdes, de tallos largos y espinosos, extendidas sobre la tierra de labor o en los bardales. Sus flores son un poco exóticas y recuerdan a las orquídeas. Blancas y grandes, con irisaciones de heliotropo y una cresta o plumero de bellos pistilos nacarados.

Como las esparragueras en abril, cada alcaparro tiene su vereda. Nunca como hoy han sido tan buscados sus frutos. Con los últimos soles de la tarde, cuando los levantamos con el mango de la gancha para descubrir alcaparrones escondidos, nos embriaga el vaho denso y penetrante que exhalan. Yo diría que es uno de los olores naturales más enervantes, como el de la tierra mojada o el pan caliente.

En una cestita de mimbre vamos depositando el botón de la flor o alcaparra, y los escasos alcaparrones, ovales y listados de blanco sobre el verde recubierto de impalpable polvillo, o empañado, como el de las uvas.

Cuando regresamos con nuestra cosecha, el sol se ha puesto y el largo crepúsculo de oro y de calina, vela un poco los horizontes malva. Un pajarillo enramado sale espantado de un espino donde quizá tiene su tierno nido. Es un ave pequeñita y silvestre, una maravilla de finura verde y gris, delicada y aérea. Otros pájaros vuelan muy altos, gozosos en el inmenso azul de este declinar rosado.

Pasamos por antiguas caserías de piedra, cerradas y misteriosas. Algunas son ya sólo caserones ruinosos, como se dijo siempre de estas casas rurales abandonadas. La emigración se llevó a sus moradores y ya no se oyen en sus contornos las risas o el llanto de los chiquillos, ni el cantar en la besana de sus padres o hermanos mozos. Ni nos ventea un can que ladre soliviantado, ni se escucha siquiera el cloquear de las gallinas. El campo está silencioso, casi mudo, y sólo percibimos el piar de un pájaro o esos rumores finísimos de la brisa en las ramas o el chirrido de las chicharras, persistente, monótono.

* * *

Rajados los alcaparrones, se han echado en un frasco de cristal relleno de vinagre. Serán una rica promesa para picar, mientras se come el cocido con cardillos, o las patatas guisadas, o un buen potaje de alubias o garbanzos.

En los balcones, o en las antiguas rejas salientes que desaparecen, ¡ay!, demasiado deprisa, se suelen ver en este tiempo orcillas de barro tapadas con pámpanas de parral. Son las alcaparras echadas en agua y sal que se curan al sol durante ocho o diez días. A veces también se cubren con granzones de paja. Después, cuando ya estén dulces, se servirán en ensalada veraniega, con su tomate picado, su aceite, pimiento y un poco de cebolleta picada. Un sabor de Jaén, un sabor de España, que ha traspasado nuestras fronteras.       

Rafael Ortega y Sagrista, «Las alcaparras», de Escenas y costumbres de Jaén


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