Eolo, seguidor de Rubens, p. s. XVII Museo de Bellas Artes de Asturias (depósito del Museo del Prado) |
—Abuela,
dime otro cuento.
—¿Y rezar…?
—Luego, en cenando.
—Anda, empieza; yo a la lumbre
voy a añadir estos palos
y estas támaras… ¡qué gozo!
Vamos, abuelita.
—¡Vamos!
Creyeron en una peste
campestres y ciudadanos
que el aire estaba mal…
y no iban descaminados.
Sobre la Pandera, mientras,
sobre el Almodóvar y el Hacho,
se estaba una nube negra
cual si la hubieran clavado.
Se les mete en la cabeza
que de allí les viene el daño,
y se van en procesión
a esos vecinos peñascos
y a Dios le piden que sople,
con la fuerza de su agrado,
viento de salud, que libre
a la ciudad del contagio.
Tanto le dijeron: «Sopla
y sopla y sopla», que al cabo
Dios dijo: «¡Allá va eso!».
Y sopló con brío tanto
que bajaron más de ciento
por las quebradas rodando.
Y hubo «cardenales-papas»
y chichones como tarros.
Huyó la peste, y quedó
para que, de cuando en cuando,
tuerza en las torres las cruces,
eche las tejas abajo,
toque campanas a vuelo,
paraguas vuelva y harapos,
abra las puertas del centro
del hermoso Santuario,
lleve sombreros y gorras
hacia los países altos
y las miradas curiosas
hacia los «países bajos»,
derrumbe las casas viejas
y estrelle a algún ciudadano
un cefirillo con fuerza
de setenta mil caballos.
—¡Pues mejor era la peste!
—No digas eso, muchacho;
Dios sólo del bien y del mal
tiene el secreto sellado.
Quizás por el viento rudo
es este pueblo más sano,
y es el precursor del agua
que fertiliza los campos.
Antonio Almendros Aguilar, «El viento», de Flor de la Infancia, 1868
—¿Y rezar…?
—Luego, en cenando.
—Anda, empieza; yo a la lumbre
voy a añadir estos palos
y estas támaras… ¡qué gozo!
Vamos, abuelita.
—¡Vamos!
Creyeron en una peste
campestres y ciudadanos
que el aire estaba mal…
y no iban descaminados.
Sobre la Pandera, mientras,
sobre el Almodóvar y el Hacho,
se estaba una nube negra
cual si la hubieran clavado.
Se les mete en la cabeza
que de allí les viene el daño,
y se van en procesión
a esos vecinos peñascos
y a Dios le piden que sople,
con la fuerza de su agrado,
viento de salud, que libre
a la ciudad del contagio.
Tanto le dijeron: «Sopla
y sopla y sopla», que al cabo
Dios dijo: «¡Allá va eso!».
Y sopló con brío tanto
que bajaron más de ciento
por las quebradas rodando.
Y hubo «cardenales-papas»
y chichones como tarros.
Huyó la peste, y quedó
para que, de cuando en cuando,
tuerza en las torres las cruces,
eche las tejas abajo,
toque campanas a vuelo,
paraguas vuelva y harapos,
abra las puertas del centro
del hermoso Santuario,
lleve sombreros y gorras
hacia los países altos
y las miradas curiosas
hacia los «países bajos»,
derrumbe las casas viejas
y estrelle a algún ciudadano
un cefirillo con fuerza
de setenta mil caballos.
—¡Pues mejor era la peste!
—No digas eso, muchacho;
Dios sólo del bien y del mal
tiene el secreto sellado.
Quizás por el viento rudo
es este pueblo más sano,
y es el precursor del agua
que fertiliza los campos.
Antonio Almendros Aguilar, «El viento», de Flor de la Infancia, 1868
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