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lunes, 4 de diciembre de 2023

Venatoria 6 - Perritos 36

Jean Daret y Nicasius Bernaerts, Retrato de cazador sentado con sus perros (1661), hoy considerado el primer retrato de cazador de la pintura francesa, en venta en René Millet Tableaux & Dessins

miércoles, 17 de mayo de 2023

Horror vacui

Gaspar de Crayer, Felipe IV en armadura de desfile (Philip IV in Parade Armor), c. 1628, Met, Nueva York
Aniversarios 18, anterior entrada del blog

¡Oh tú, temprano sol que en el oriente
de tus primeros años has nacido
coronado de luz resplandeciente,
 
salve! Y en tanto que a tu grato oído
de mi voz, por cantarte, los acentos  
labios son de metal contra el olvido,
 
con presagios de ilustres vencimientos
escucha el fin que a tu principio encierra,
rendidos a tus pies los elementos.
 
La tierra te consagra el que a la tierra  
sujetó, cuando, próvida en su celo,
los líquidos tesoros desencierra,
 
y, lloviendo al revés, salpicó el cielo,
desangrando a Neptuno en rica fuente
por venas de cristal sangre de hielo.  
 
El mar te rinde aquel cuyo tridente
tantas veces venció su orgullo fiero,
segunda vez a límite obediente,
 
aquel del mar Neptuno verdadero,
que en varias partes no se distinguía  
cuándo segundo fue, cuándo primero.
 
Del dulce viento la región vacía
favorable te ofrece aquella ave
que en éxtasis de amor vientos bebía.
 
Ave amorosa, pues, que con süave  
pluma llegó hasta el sol, en su sosiego
volando dulce y suspendiendo grave.
 
El fuego te asegura el que del fuego
nombre tomó, y el luminoso espacio
arrebatado vio, turbado y ciego.  
 
Vive, ¡oh Felipe! en celestial palacio,
pues a tu admiración el cielo atento,
la tierra te da Isidro, el fuego Ignacio,
Francisco el mar, cuando Teresa el viento.
 
Pedro Calderón de la Barca, A Felipe IV

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Eolo

Eolo, seguidor de Rubens, p. s. XVII
Museo de Bellas Artes de Asturias (depósito del Museo del Prado)
Martin de Vos, El Aire, s. XVI, Museo del Prado

—Abuela, dime otro cuento.
—¿Y rezar…?
            —Luego, en cenando.
—Anda, empieza;  yo a la lumbre
voy a añadir estos palos
y estas támaras… ¡qué gozo!
Vamos, abuelita.
            —¡Vamos!
Creyeron en una peste
campestres y ciudadanos
que el aire estaba mal…
y no iban descaminados.
Sobre la Pandera, mientras,
sobre el Almodóvar y el Hacho,
se estaba una nube negra
cual si la hubieran clavado.
Se les mete en la cabeza
que de allí les viene el daño,
y se van en procesión
a esos vecinos peñascos
y a Dios le piden que sople,
con la fuerza de su agrado,
viento de salud, que libre
a la ciudad del contagio.
Tanto le dijeron: «Sopla
y sopla y sopla», que al cabo
Dios dijo: «¡Allá va eso!».
Y sopló con brío tanto
que bajaron más de ciento
por las quebradas rodando.
Y hubo «cardenales-papas»
y chichones como tarros.
Huyó la peste, y quedó
para que, de cuando en cuando,
tuerza en las torres las cruces,
eche las tejas abajo,
toque campanas a vuelo,
paraguas vuelva y harapos,
abra las puertas del centro
del hermoso Santuario,
lleve sombreros y gorras
hacia los países altos
y las miradas curiosas
hacia los «países bajos»,
derrumbe las casas viejas
y estrelle a algún ciudadano
un cefirillo con fuerza
de setenta mil caballos.
—¡Pues mejor era la peste!
—No digas eso, muchacho;
Dios sólo del bien y del mal
tiene el secreto sellado.
Quizás por el viento rudo
es este pueblo más sano,
y es el precursor del agua
que fertiliza los campos.
 
Antonio Almendros Aguilar, 
«El viento», de Flor de la Infancia, 1868