jueves, 11 de abril de 2019

Gastromanía 28

Ochío de la panadería Siles de Jaén
Foto: Antonio Erena (4.03.19)
Este año la campanilla no sonó y los ochíos no han venido.
¿Qué pasará a Leocadia? ¿Estará enferma?
Esta deserción resulta inexplicable.
Al día siguiente, al salir de los oficios de Jueves Santo, doña Presentación se encontró con su hermana.
Te ha llevado a ti los ochíos Leocadia?
No, los ochíos tampoco habían llegado a casa de su hermana. Sin duda ocurría algo, y grande, para esta ausencia.
Había que suplirla y ambas se fueron al horno de la calle de los Romeros. ¡Qué jabardillo reinaba allí! Estaba atestado de mujeres y un vaho dulzón, casi empachoso, de pan caliente y bollos de aceite trascendía a la calle. Encargaron que les enviasen un par de docenas a cada una, pero, ¡qué diferencia!, no se podían comparar ni en tamaño ni en primor con los de Leocadia.
Porque ochío viene de ocho. Que de un pan salen ocho, y así los hacía la hortelana sin merma alguna, con la harina mejor cernida y el aceite desahumado con su corteza de limón. Y hoy ya no sabemos cuántos salen de un pan de masa, pero a juzgar por el tamaño, más se acercan a los dieciséis que a los ocho. ¡Hasta de nombre habrá que cambiarlos!

Rafael Ortega y Sagrista, «Los ochíos»,
Escenas y costumbres de Jaén (fragmento)

Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear.

Proust, Por el camino de Swann,
En busca del tiempo perdido (fragmento)
trad. Pedro Salinas

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