jueves, 16 de mayo de 2019

Cara y cruz

Miguel Blay, Monumento a Ramón de Mesonero Romanos, Jardines del Arquitecto Ribera, Madrid
Foto: Antonio Erena, 12.05.19 (vista anterior)
Miguel Blay, Monumento a Ramón de Mesonero Romanos, Jardines del Arquitecto Ribera, Madrid
Foto: Antonio Erena, 12.05.19 (vista posterior)
Madrid, una región partida en dos, Juan José Mateo, El País, 12.05.19

Por los años 1827 al 28, en pleno gobierno absoluto del señor Rey D. Fernando VII, y bajo la férula paternal de su gran visir D. Tadeo Francisco de Calomarde, nos reuníamos en grata compañía, los domingos por la mañana, en casa de D. José Gómez de la Cortina, hijo primogénito del conde del mismo título y hermano mayor del erudito bibliófilo, mi amigo, que después fue conocido por Marqués de Morante, todos o casi todos (que no llegaríamos seguramente a una docena) los jóvenes dados por irresistible vocación a conferir con las musas o a ensuciarnos las manos revolviendo códices y mamotretos; ocupaciones ambas que, atendidos los vientos reinantes a la sazón, tenían más de insensatas que de racionales y especuladoras.
Era, pues, la época en que, envueltas en una densa nube las letras y la ciencia, a impulsos de la ignorancia enaltecida, callaban de todo punto, sin tribuna, sin academias y liceos, sin Prensa periódica ni nada que pudiera dar lugar a polémicas o enseñanza. Una censura suspicaz e ignorante dificultaba la publicación de las obras del ingenio y prohibía y anatematizaba hasta las más renombradas de nuestro tesoro literario: los escritores de más valía, los hombres más insignes en las letras, hallábanse oscurecidos, presos o emigrados: los Quintana, Gallego, Saavedra, Martínez de la Rosa, Toreno, Gallardo, Villanueva y demás, eran sustituidos por autores ignorantes y baladíes, que empañaban la atmósfera literaria con sus producciones soporíferas, su desenfreno métrico, sus cantos de búho, sus absurdos escritos religiosos e históricos, sus novelas insípidas, de las cuales las más divertidas eran las que formaban la colección que, con el extraño título de Galería de espectros y sombras ensangrentadas, publicaba su autor D. Agustín Zaragoza y Godínez.
No es posible a cincuenta años de distancia formarse una idea, siquiera aproximada, de aquel silencio completo del ingenio, de aquel sueño de la cultura y vitalidad del pueblo de Cervantes y Lope, de Quevedo y Calderón.
En medio de esta oscura noche intelectual, a despecho de los rigores y suspicacia del Gobierno, y lo que era aún más sensible, de la indiferencia completa del público hacia las producciones del ingenio, no faltaban, sin embargo, algunos espíritus juveniles que, no satisfechos con la indigesta y vulgar instrucción que podían recibir en las aulas de San Isidro o de Doña María de Aragón, se lanzaban, ávidos de saber, a enriquecer sus conocimientos en el estudio privado de los archivos y bibliotecas, para adquirir una instrucción que por desgracia sólo les brindaba en perspectiva con los rigores de una persecución injusta o con la cama de un hospital.
Entre estos varios jóvenes, cuyos nombres fueron enaltecidos más adelante por sus trabajos literarios, recuerdo, además del amo de la casa, al distinguido diplomático D. Nicolás Ugalde y Mollinedo, que se ocupaba con aquel de traducir, ampliar y comentar la reciente Historia de la literatura Española, de Boutervek, que era lo más sustancial publicado hasta entonces en la materia; al sabio y modesto humanista D. José Mussó y Valiente, encargado, con Cortina, por el rey Fernando, de cuidar y dirigir la magnífica edición de las obras completas de Moratín, costeada por el mismo Monarca y estropeada por la censura; a Bretón de los Herreros y Gil y Zárate, que con sus primeras producciones dramáticas, habían conseguido galvanizar un tanto el cadáver del teatro español; a D. Rafael Húmara y Salamanca, discreto autor de muy lindas novelas; a D. José del Castillo y Ayensa, distinguido helenista, traductor de Píndaro; a D. Patricio de la Escosura, alférez de la Guardia Real de Artillería, que con la publicación de su novela El Conde de Candespina acababa de dar la primera prueba de su clarísimo ingenio; y más adelante a D. Mariano José de Larra, alumno de Medicina, a quien yo mismo presenté a Cortina a fin de que le recomendase al Rey para que fuese nombrado individuo de una Comisión facultativa que había de ir a Viena a estudiar el cólera; pero que en algunos folletos y poesías sueltas revelaba ya la travesura de aquel feliz ingenio, que tan alto había de colocar en adelante el pseudónimo de Fígaro; a D. Manuel de San Pelayo, excelente crítico, que escondía modestamente su vasta instrucción y sólidos trabajos literarios; a D. Enrique de Vedia, elegantísimo poeta y dueño de muchos conocimientos, el mismo que, después de seguir una brillante carrera administrativa, murió en Jerusalén, de cónsul general de España; a Serafín Calderón (el Solitario), que desde sus primeras producciones revelaba una feliz transmigración del talento y estilo de los Cervantes y Quevedos; al ingenioso Segovia, que llegó a hacer célebre, años después, su firma El Estudiante; al correcto y joven poeta Ventura de la Vega, en fin, que con sus magníficas octavas dirigidas al Rey, a su vuelta de Cataluña, acababa de recoger el cetro de nuestra lírica poesía.

Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, Tomo II, Segunda Época, Capítulo II, 1827-1828, «La juventud literaria y política», I (fragmento)

No hay comentarios:

Publicar un comentario