Antonio Díaz-Cañabate, Historia de una taberna, Colección Austral, N.º 711, Espasa Calpe, Sexta edición, 1988 |
Despachar vino no es cosa fácil. Requiere destreza y rapidez
singulares, soltura de manos, tiento y pulso, mucha vista, malicia, ingenio
para alternar con el cliente y contestar sin enfado, pero con energía, a sus
cuchufletas, no siempre del mejor gusto y de buena intención; memoria para las
cuentas de las muchas copas que se sirven al mismo tiempo, paciencia a fin de
soportar las inconveniencias de los borrachos patosos, y valor personal para
imponerse en las bromas. Con mucho menos de estas condiciones se llegaba a
ministro allá por los albores del siglo veinte.
El mostrador de cinc reluce como si fuera de plata. Por el
mostrador de cinc resbala el agua que fluye como de un manantial, y en el agua
sumidas constantemente tiene las manos el tabernero. En el invierno, la cosa es
dura; en el verano da gusto ser tabernero. Sobre la plata del mostrador, los
vasos brillan como diamantes. En los frascos —esos frascos rotundo acierto de esbeltez,
sencillez y elegancia, tan decorativos y agradables— el vino tinto y el vino
blanco, con su colorido fuerte y bello, esmaltan de pedrería esa especie de
trono oriental que es en definitiva el mostrador de una taberna.
Historia
de una taberna, ed, cit., pág. 16.
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