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Mario Vargas Llosa (Arequipa, 28.03.1936 - Lima, 13.04.2025) con su madre, fuente: Centro Cultural Inca Garcilaso (página web) |
Desde la puerta de La Crónica
Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y
descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el
mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean
entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de
la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los
bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia
la plaza San Martín. Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún
momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los
pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos
jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución. Ve una larga cola en el
paradero de los colectivos a Miraflores, cruza la plaza y ahí está Norwin, hola
hermano, en una mesa del Bar Zela, siéntate Zavalita, manoseando un chilcano y
haciéndose lustrar los zapatos, le invitaba un trago. No parece borracho
todavía y Santiago se sienta, indica al lustrabotas que también le lustre los
zapatos a él. Listo jefe, ahoritita jefe, se los dejaría como espejos, jefe.
—Siglos que no se te ve, señor editorialista —dice Norwin—. ¿Estás más
contento en la página editorial que en locales?
—Se trabaja menos —alza los hombros, a lo mejor había sido ese día que
el director lo llamó, pide una Cristal helada, ¿quería reemplazar a Orgambide,
Zavalita?, él había estado en la universidad y podría escribir editoriales ¿no,
Zavalita? Piensa: ahí me jodí—. Vengo
temprano, me dan mi tema, me tapo la nariz y en dos o tres horas, listo, jalo
la cadena y ya está.
—Yo no haría editoriales ni por todo el oro del mundo —dice Norwin—.
Estás lejos de la noticia y el periodismo es noticia, Zavalita, convéncete. Me
moriré en policiales, nomás. A propósito ¿se murió Carlitos?
—Sigue en la clínica, pero le darán de alta pronto —dice Santiago—.
Jura que va a dejar el trago esta vez.
—¿Cierto que una noche al acostarse vio cucarachas y arañas? —dice
Norwin.
—Levantó la sábana y se le vinieron encima miles de tarántulas, de
ratones —dice Santiago—. Salió calato a la calle dando gritos.
Norwin se ríe y Santiago cierra los ojos: las casas de Chorrillos son
cubos con rejas, cuevas agrietadas por temblores, en el interior hormiguean
cachivaches y polvorientas viejecillas pútridas, en zapatillas, con várices.
Una figurilla corre entre los cubos, sus alaridos estremecen la aceitosa
madrugada y enfurecen a las hormigas, alacranes y escorpiones que la persiguen.
La consolación por el alcohol, piensa, contra la muerte lenta los diablos
azules. Estaba bien, Carlitos, uno se defendía del Perú como podía.
—El día menos pensado yo también me voy a encontrar a los bichitos
—Norwin contempla su chilcano con curiosidad, sonríe a medias—. Pero no hay
periodista abstemio, Zavalita. El trago inspira, convéncete.
El lustrabotas ha terminado con Norwin y ahora embetuna los zapatos de
Santiago, silbando. ¿Cómo iban las cosas por Última Hora, qué se contaban esos bandoleros? Se quejaban de tu
ingratitud, Zavalita, que viniera alguna vez a visitarlos, como antes. O sea
que ahora tenías un montón de tiempo libre, Zavalita, ¿trabajabas en otro
sitio?
—Leo, duermo siestas —dice Santiago—. Quizá me matricule otra vez en
Derecho.
—Te alejas de la noticia y ya quieres un título —Norwin lo mira
apenado—. La página editorial es el fin, Zavalita. Te recibirás de abogado,
dejarás el periodismo. Ya te estoy viendo hecho un burgués.
—Acabo de cumplir treinta años —dice Santiago—. Tarde para volverme un
burgués.
—¿Treinta, nada más? —Norwin queda pensativo—. Yo treinta y seis y
parezco tu padre. La página policial lo muele a uno, convéncete.
Caras masculinas, ojos opacos y derrotados sobre las mesas del Bar
Zela, manos que se alargan hacia ceniceros y vasos de cerveza. Qué fea era la
gente aquí, Carlitos tenía razón. Piensa: ¿qué me pasa hoy? El lustrabotas
espanta a manazos a dos perros que jadean entre las mesas.
—¿Hasta cuándo va a seguir la campaña de La Crónica contra la rabia? —dice Norwin—. Ya se ponen pesados,
esta mañana le dedicaron otra página.
—Yo he hecho todos los editoriales contra la rabia —dice Santiago—.
Bah, eso me fastidia menos que escribir sobre Cuba o Vietnam. Bueno, ya no hay
cola, voy a tomar el colectivo.
—Vente a almorzar conmigo, te invito —dice Norwin—. Olvídate de tu
mujer, Zavalita. Vamos a resucitar los buenos tiempos.
Cuyes ardientes y cerveza helada, el Rinconcito Cajamarquino de Bajo el
Puente y el espectáculo de las vagas aguas del Rímac escurriéndose entre rocas
color moco, el café terroso del Haití, la timba en casa de Milton, los
chilcanos y la ducha en casa de Norwin, la apoteosis de medianoche en el bulín
con Becerrita que conseguía rebajas, el sueño ácido y los mareos y las deudas
del amanecer. Los buenos tiempos, puede que ahí.
—Ana ha hecho chupe de camarones y eso no me lo pierdo —dice Santiago—.
Otro día, hermano.
—Le tienes miedo a tu mujer —dice Norwin—. Uy, qué jodido estás,
Zavalita.
No por lo que tú creías, hermano. Norwin se empeña en pagar la cerveza,
la lustrada, y se dan la mano. Santiago regresa al paradero, el colectivo que
toma es un Chevrolet y tiene la radio encendida, Inca Kola refrescaba mejor,
después un vals, ríos, quebradas, la veterana voz de Jesús Vásquez, era mi
Perú. […]
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