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La altiplanicie de los Campos de Hernán Pelea (o Perea) desde el puerto de la Losa (carretera de Santiago de la Espada a Huéscar), foto: Antonio Erena, 15.06.25 |
De difuntos que no se podían enterrar
hasta la primavera ha habido muchos casos. Me acuerdo del Tío Marcos, que se murió
en un majal que tenía pasando Las Zarzas y allí lo tuvieron hasta el mes de
mayo, que, por fin, pudieron sacarlo, terciado sobre un haz de leña, en una
mula y darle sepultura en el cementerio de Bujaraiza.
Y lo mismo le pasó al Tío
Feligrés, que ahí hasta tuvo que ver el Juzgado. Y esto pasó hace muchos años,
lo menos treinta y cinco o cuarenta.
El Tío Feligrés tenía una
cortijada que le decían «La Pinarilla», metida en lo hondo de los Campos de
Hernán Pelea, que son unas navas muy extensas, sin árboles, todo llano, que
forman como una meseta en lo alto de la sierra, y aquello está lo menos a 2.000
metros de altura, de modo que los inviernos son muy fríos y la nieve sube todo
lo que quiere y no se quita hasta la primavera.
Ya aquello es un desierto, sólo para
las monteses y para las víboras. Pero hasta hace unos cuarenta años se
cultivaba todo y había muchos hatos de ganado por todas partes, que eran terrenos
mancomunados de la Sociedad de Ganaderos de Santiago de la Espada.
El pasto de los Campos siempre
ha sido muy apreciado por los ganaderos, porque son unos pastos muy finos y muy
curados; que, por no haber árboles ni monte, nunca están sombreados y son
pastos muy alimenticios y que dan unas carnes muy prietas, que daban mucho peso
y las pagaban muy bien los marchantes; que, aunque el pasto no es muy abundante,
allí más vale onza que libra.
Los campos de Hernán Pelea estaban
muy repartidos entonces: casi todo eran propiedades pequeñas, de gentes que
vivían en Santiago de la Espada o en la Puebla de don Fadrique, y cuando
llegaba el tiempo de la sementera, iban allí a hacer las faenas y se guarecían
en chozas o en cuevas, y luego se volvían a los pueblos, hasta que en verano
volvían a recoger las cosechas.
Todavía se ven cuevas que tienen
un cerramiento de piedras trabadas, pilladas con argamasa, y un ventanuco y una
puertecica, y se ve que han sido apañadas, desde muy antiguo, para vivir allí las
criaturas. Y se ven también restos de hornos de piedra, medio ahumados todavía,
que se usaban para cocer el pan de centeno. También había cortijadas grandes: «La Tamarilla»,
«El Cortijo de la Mala Pata», «La Pinarilla», «El Cortijo de la Fuen Fría», «El
Campo del Espino». Pero todo quiebra en la vida, y de aquello no queda nada.
En el cortijo de «La Pinarilla» vivía
de siempre el Tío Feligrés, que era ya un viejo muy viejo, de más de ochenta
años, muy trabajado y que había penado mucho para criar a sus hijos. Y vivía
allí arriba siempre, en verano y en invierno, como habían vivido su padre y su
abuelo antes que él: con su mujer y sus hijos, y sus nueras y sus yernos y sus
nietos. Y tenía una ganadería grande de vacas y cabras blancas y ovejas de una casta
muy fina, y también tenía yeguas de vientre para criar muletos.
En «La Pinarilla» había unas
tinadas o parideras grandes para cobijar al ganado por las noches de invierno.
Y las cabras se guardaban del frío de la noche en cuevas, que vivían como las
monteses.
Pues una tarde, ya entre dos luces,
salió el Tío Feligrés a buscar una yegua que andaba balduenda para llevarla a la
tinada, y había mucha nieve y niebla en los campos, y la yegua, que andaba retozona,
le dio que hacer para pillarla, y, ya al oscuro, volvió sola.
Al ver que no volvía el Tío
Feligrés, la familia salió a buscarle, y le echaron voces, y anduvieron
buscándole y buscándole, y ya era de noche cerrada, y la niebla se espesó más y
no daban con él. Y entonces armaron una fogata grande para que el viejo la
viera y pudiera orientarse si estaba perdido. Y no llegó. Y soltaron los perros
para que le buscaran, y los perros volvieron solos. Y lo esperaron toda la noche,
y como empezó a nevar más sobre los dos metros de nieve que ya había, todos
sabían, sin decirlo, que estaba muerto.
Y muerto lo encontraron por la mañana.
Y lo llevaron a la casa y lo lavaron y lo amortajaron con su ropa mejor, y lo
pusieron sobre una mesa de pino en la sala y lo estuvieron velando.
Pero afuera no paraba de nevar sobre
la nieve que ya había. Y pasaban los días y se fueron acostumbrando a ver al difunto
allí puesto en la sala, y ya habían gastado todo el llanto en él y habían dicho
mil veces todo lo que se podía decir de él, y no era posible llevarlo a
enterrar a Santiago de la Espada: que había veinte kilómetros de llanura con
dos metros de nieve y la que caía del cielo.
De manera que los nietos pequeños
empezaron a jugar allí, al lado del muerto, y jugaban a entierros y a muertos;
y los mayores, al principio, les regañaban, pero luego se fueron acostumbrando
y les dejaban hacer.
Pasó una semana y otra, y el Tío
Feligrés estaba como si hiciera media hora que se había muerto, pues en la
sala, con la ventana entreabierta, aquello era una nevera, y ni olía mal ni
dada.
Y como la sala estaba junto a la
cocina, todos entraban y salían, y lo veían y echaban un suspiro y se salían.
¿Qué iban a hacer? Todo estaba dicho y llorado.
Un día, uno de los yernos sacó
la baraja y se pusieron a jugar al truque. Ningún daño le hacían al muerto con jugar
al truque. Y afuera no paraba de nevar. Y pasó la Navidad, y por Reyes uno de
los hijos pensó que lo mejor era llevar al difunto a una camareta que había
cerca de la casa, a veinte metros de la casa, y ponerlo allí hasta que se
pudiera llevar a enterrar.
Y así lo hicieron.
Y los vivos siguieron jugando al
truque y metiendo leños de enebro en la candela. Y ya nadie hablaba del muerto,
porque todo lo que se podía decir estaba dicho.
Por fin, llegó la primavera y pudieron
mandar recado a Santiago de lo que había pasado, y como la muerte no había sido
natural, el Juzgado mandó decir que lo dejaran quieto hasta que fueran ellos a
levantar el cadáver.
Pasaron más días, hasta que una mañana
se presentó el Juzgado y la Iglesia en «La Pinarilla», y los pillaron a todos
jugando a las cartas. Fueron a ver el cadáver, y encontraron que los gatos le
habían comido la cara. Y, al verlo, el juez torció el hocico y los quería
llevar a todos a la cárcel por abandono del cadáver. Pero el cura, finalmente,
como los conocía y sabía que eran personas de bien, convenció al juez para que no
hubiera castigos. Pero el juez dispuso que se buscara a los gatos que le habían
roído la cara, que eran cuatro o cinco gatos medio cimarrones. Y como habían
comido del muerto, mandó que los mataran y los llevaran a Santiago para
enterrarlos junto al difunto.
Y resultó un entierro muy sonado,
que iba el Tío Feligrés en su caja de pino pintada de negro, y detrás, en un
cajoncete, los cinco gatos que habían comido de él.
Juan Luis González-Ripoll, “El entierro del Tío Feligrés”, Narraciones de caza mayor en Cazorla, Everest, 1974.
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