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Olivo, rotonda en la Avenida de Europa (el Vadillo), Martos, foto: Antonio Erena, 24.05.25 |
Empiezan
a florecer los almendros. La mamá perdiz apeona seguida de sus perdigones,
ufana, cruza la carretera y se pierde entre los olivos. El olivo es uno de los
objetos de deseo de mis amigos cañizarenses. Cavar olivos, estallar olivos,
escamondar, limpiar olivos, varear olivos con varas de brezo, recoger olivos. Se
pasan el día entre olivos. No creo que lo que obtengan de ese trajín sea mucho,
pero manda el respeto sacramental al árbol sagrado. «Hazme pobre en madera —dice el proverbio marroquí—, te haré rico en aceite. Acaríciame, no me pegues, si
quieres otra vez mis frutos. Pódame mucho, abóname bien, si no, deja que otro
lo haga». Estamos en el planeta olivo. Para Unamuno el mundo se parte en dos.
La línea divisoria pasa por el río Loira. «Al sur de la frontera viven hombres
pequeños y morenos que cocinan con aceite de oliva y son dioses. Al norte
habitan hombres rubios que cocinan con mantequilla y son esquimales».
El
olivo es el árbol mágico de estos y otros campos. Ocho olivos quedan en Getsemaní,
que yo los he visto y contado. Son del tiempo de Cristo. ¿Cómo explicar esa
sacralidad, esa carnalidad que une al olivarero, al campesino con ese árbol
totémico, delicado, modesto y sublime? Llevo años oyendo hablar del olivo como
ser vivo. Veo como miman los olivos, los limpian, los podan, los cuidan. Es el
símbolo mediterráneo cantado por Sófocles, el árbol de los dioses. Es más una
civilización que un árbol. Cuenta el Génesis que la paloma, agotada del largo
vuelo, llegó hasta el Arca de Noé con una rama de olivo en su pico. Nos anunció
de esta manera que habían descendido las aguas del diluvio universal. Fue el
primer árbol que brotó después de la cólera de Dios, el primero que floreció
para celebrar la nueva alianza entre el cielo y la tierra, el reino de la paz. «El
tiempo de la paz universal se acerca —escribe
Shakespeare en Antonio y Cleopatra—. Para probar que ese será un día de prosperidad,
todos los rincones del mundo mostrarán la rama de olivo».
No
tiene el olivo la grandeza de la haya o la majestad del roble o del arce, sus
hojas son vulgares y sus frutos menos espectaculares que los de la higuera o la
palmera datilera, pero éste es el árbol del Mediterráneo, de Andalucía o del
Oriente Próximo. Es alimento, perfume, ungüento para los más diversos males,
para la salud y la belleza, para alimentar el fuego del hogar. El aceite servía
para bruñir las estatuas de los dioses, las ramas del olivo para coronar a sus
vencedores de las Olimpiadas.
Ha
sido el árbol pintado por Van Gogh o Renoir, cantado por Homero, por Sófocles
hace veinticinco siglos: «Aquí crece un árbol bendito, un árbol ignorado en
Asia, un árbol indomable, un árbol inmortal, alimento de nuestras vidas, el
olivo son hojas de plata». Se lee en el libro XXIII de la Odisea por boca de Ulises: «En medio del recinto, un olivo generoso
esparcía su follaje, y su tronco era como un grueso pilar: en torno a él
levanté los muros de nuestra cámara, y cuando la hube provisto de una puerta de
madera maciza y sin grietas, despojé al olivo de sus frondas, cepillé el tronco
hasta la raíz y luego, una vez que lo hube encuadrado y pulido, enclavijé el
lecho contra él».
Su color era el de los ojos de Atenea. Sus semillas se plantaban en el camino de las conquistas, grácil pero resistente a los siglos y a las inversiones. Se cuenta que volvió a florecer el día siguiente del incendio de Atenas por los persas. El helenista francés Lacarriere ve en el olivo la exigencia de «la paciencia y la imaginación». Es el árbol sapiens, de la sabiduría griega, de los amorosos cuidados, de la lenta maduración, de la longevidad.
Manuel
Leguineche, La felicidad de la tierra, Alfaguara, 1999, págs. 313-316.
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