Luis Aldehuela, Monumento a Solitario, carretera Andújar-Puertollano, km 27 Foto: Antonio Erena (29.04.22) |
No. Poblamos la sierra
porque el hombre la teme y no la frecuenta. Porque es hostil a su débil
fisiología y sus pobres sentidos adormilados. Porque significa para ellos un
medio odioso, asfixiante en verano, gélido en el invierno y amenazador siempre.
Y al temer a la sierra,
al rehuirla, nos la cede entera. Como es, con sus defectos y con su hermosura:
violenta, peligrosa, despiadada, aunque fabulosamente bella…
El hombre se pierde, se
desorienta en sus vericuetos de laberinto; se olvida incluso de que es inteligente
cuando se encuentra cara a cara con la sierra. Quizá por eso la haya abandonado
sin discutirnos el derecho a habitarla. Por eso también, desgraciadamente,
procura vencerla y dominarla descuajando sus lomas, recortando sus manchones,
convirtiendo en páramos pelados sus laderas.
Pero, por hoy, es
nuestra; aunque temporalmente y rifle en mano, se asomen a sus bordes, para
aniquilarnos, unos pocos ejemplares humanos que no serían siquiera capaces de
cruzar un horcajo en noche encapotada.
La sierra es nuestra
aunque ellos en los libros gordos donde anotan sus cosas se distribuyan
artificiosamente la propiedad del suelo. Tan nuestra que, mientras algunos de
los que se dicen sus dueños apenas la conocen, nosotros vivimos en ella,
comemos de ella, sobre ella dormimos y en ella nacemos. Tan nuestra, que casi
somos tierra de su tierra a fuerza de hozar bajo su piel y revolcarnos en sus
charcas fangosas.
¡Y a fe que es bonita!...
Y a veces, hasta amable. Nuestros enemigos de dos pies ni la sienten ni la aman; pero si una mañana de primavera, con azuladas neblinas en los bajos y la
salpicadura multicolor de las peonías en las vegas humildes o de las adelfas
arropando el arroyo, bajaran a los barrancos que tanto evitan, se quedarían
confusamente extasiados, abrirían bien los ojos atrofiados y dejarían de
habitar en sus chozos mugrientos o en su sucias aglomeraciones de manada,
malolientes a estiércol de gallina y a podridas verduras.
¡Cómo huele en cambio
la sierra!... ¡A qué perfumes, honrados y gozosos de intemperie!... ¡Cómo vive
y se agita de noche, cuando ellos duermen y los seres libres vagamos a nuestro
antojo bajo las estrellas!
Jaime de Foxá, Solitario, 4.ª ed. septiembre de 1992,
p. 50 (fragmento)
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