Joseph Roth (Brody, 2.09.1894 - París, 27.05.1939) Fuente: Cuarta Prosa (página web) |
Por qué queremos tanto a Joseph Roth
No se puede decir que no gozase de cierta fama y reconocimiento en vida —La marcha Radetzky fue un novelón con
muchos devotos y Marlene Dietrich puso de moda su nombre al confesar que
su libro favorito del mundo era Job—, pero cuando Joseph Roth murió
de cirrosis en un hospital de París en mayo de 1939, ni los judíos de la ciudad
le cantaron un kadish, pues lo tenían por un converso, ni los curas
católicos consintieron echarle una misa, pues nadie sabía si estaba bautizado.
Hasta su lápida parece una afrenta: figura en ella como “poeta
austriaco”, cuando en realidad murió apátrida y sin reconocer a la república que
sucedió al imperio austrohúngaro. Dejó un manuscrito inédito que
publicaría meses después un editor alemán en el exilio de Ámsterdam, en una
edición casi secreta que estuvo a punto de perderse en la albada de la nueva
guerra. Nada apuntaba a la posteridad. El olvido ya se había hecho fuerte
incluso entre sus amigos, apátridas como él y algunos pronto suicidas, como
Stefan Zweig. No había ningún indicio de que más de 80 años después sería uno
de los autores de moda, uno de los más venerados, citados y homenajeados a
comienzos del siglo XXI.
El interés por Roth crece y parece inagotable. A las constantes reediciones
de sus libros en español se suman este otoño ensayos sobre su figura, como el
magnífico de Berta Ares Yáñez, ‘La leyenda del santo bebedor’, legado y testamento de Joseph Roth,
que detalla las claves bíblicas y judías imprescindibles para entender sus
libros. Acaba de salir también una nueva biografía en inglés, a cargo de Keiron
Pim, que actualiza el mito y profundiza en él, aunque pocas pruebas más
contundentes de la vitalidad de Roth que su inclusión como personaje en Nocturno
berlinés, la última entrega de Corto Maltés.
Son misteriosas e inefables las razones que llevan a una legión de lectores
a interesarse por la obra y vida de un pobre judío apátrida y alcoholizado, pero
voy a aventurar media docena de rasgos que apuntalan la contemporaneidad de
Roth y pueden explicar por qué tantos fieles lo sentimos uno de los nuestros.
1. Es un profeta. Joseph
Roth fue uno de los primeros intelectuales que predijo el Holocausto, aunque no
vivió lo suficiente para ver sus profecías cumplidas. Comprendió con hondura la transformación xenófoba y violenta de la
sociedad alemana y señaló a los nazis como los destructores de la civilización,
antes incluso de que alcanzasen el poder, y mucho antes de que la amenaza fuera
tomada en serio por nadie. En Judíos errantes narra el mundo
del shetel, la cultura judía de Polonia y Ucrania en la que nació y
que consideraba ya perdida (¡En 1927, ocho años antes de las leyes de
Núremberg!), y La filial del infierno en la tierra o El
Anticristo son alegatos dolorosos de puro lúcidos. Leídos hoy, asombra
cuánta razón tenía y cuán solo estaba gritándola.
2. Es un nómada que nunca tuvo casa. La juventud del siglo XXI, angustiada por una vida a salto de mata,
sin hipoteca ni jardín, se parece un poco a la vida de Roth, que vivió siempre
en hoteles, no tuvo hijos y mantuvo relaciones amorosas que hoy llamaríamos
fluidas, abiertas y libres (una de ellas, trágica: casi todo su dinero se iba
en pagar las clínicas donde trataban a su esposa esquizofrénica). Su primera
obra importante fue Hotel Savoy y desde entonces sus libros
estuvieron llenos de vagabundos, viajantes y buscavidas. No hay Ulises ni
Ítacas en sus páginas: todos asumen que la vida es frágil y mutable, y hay que
adaptarse al movimiento perpetuo, porque el capitalismo (aquí viene la conexión
Roth-15M) ha destruido las certezas y el sentido de comunidad.
3. Añora lo sagrado. Como
todo desarraigado, siente una enorme nostalgia por un mundo donde otra vida era
posible. Una vida con lazos comunitarios, donde las cosas tenían un sentido y
la trascendencia era un milagro cotidiano que ningún cínico negaba. Seguramente
hoy le caería el sambenito de neorrancio, y La marcha Radetzky puede
pasar por un monumento reaccionario digno de un discurso de Santiago Abascal,
si este supiera hacer discursos buenos. Pero no le faltarían defensores
posmodernos —como no le faltan, de hecho— que interpretarían su querencia
nostálgica como una respuesta sutil a la banalidad del presente. En los libros
de Roth ya viene anticipado todo el debate feroz sobre los usos de
la memoria y la historia que marca tantas discusiones de hoy.
4. Es un narrador legible que trasciende las modas. La voz de Roth es única. No se adscribe a
movimiento alguno, no se parece a casi nada y por eso no necesita explicación
ni exégesis. Aunque le caben muchos análisis, como ha demostrado Ares Yáñez. Se
entiende mejor con unas pinceladas de conocimientos de judaísmo, pues toda su
narrativa bebe de esa tradición, pero no hace falta estar al tanto de las
disputas teológicas entre jasídicos e ilustrados en la Polonia del siglo XVII
para entender Tarabás o El peso falso, pues Roth
fabula como un contador de historias oral, con una sencillez que encandila y
trasciende cualquier barrera cultural o histórica. Puede ponerse de moda en
cualquier momento, su literatura es atemporal, como la Biblia.
5. Como polemista, no hacía prisioneros. Aterra imaginar a un Joseph Roth tuitero. Hubo pocas polémicas de su
tiempo en las que no intervino. Sus colecciones de artículos y sus epistolarios
revelan a un discutidor temperamental, ingenioso y muy difícil de
contraargumentar, un contertulio temible en cualquier disputa. Ni la amistad ni
las deudas personales suavizaban su juicio: si tenía que discutir con
vehemencia y llamar idiota a su interlocutor, lo hacía sin dudar. El pobre
Stefan Zweig lo sufrió a menudo. En no pocas cartas, después de
reprocharle con mucho acíbar sus posiciones políticas, Roth le pedía dinero. Lo
cortés y lo valiente.
6. Su tragedia personal conmueve al mundo hipersentimental de hoy. Si los libros de Roth no bastasen por sí solos, la vida del escritor (o más bien su muerte) le colocaría en el parnaso del siglo XXI: solitario, desahuciado, enfermo y víctima preventiva de los victimarios más horribles de Europa. Cuando la dueña del hotel de París donde vivía en los últimos meses le negaba el alcohol, diciendo que ya había bebido bastante, se iba a escondidas a otro café y pedía allí un pernod clandestino. No era un borracho petulante, tan solo triste, un pobre hombre resignado y consumido. Alguien a quien querer.
Sergio del Molino, El País, 1.11.22
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