martes, 31 de octubre de 2023

Ayer y hoy 33

Federico de Madrazo, Isabel II (1844), Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid
La princesa Leonor ante el Congreso de los Diputados, foto: GAA, revista Elle, 31.10.23

viernes, 27 de octubre de 2023

Música popular 175

Mari Trini (Murcia, 12.07.1947 ​- 6.04.2009), fuente: Facebook

Amores se van marchando
como las olas del mar.
Amores los tienen todos,
pero quién los sabe cuidar.
El amor es una barca
con dos remos en el mar,
un remo aprieta mis manos,
el otro lo mueve al azar.
 
Quién no escribió un poema
huyendo de la soledad,
quién a los quince años
no dejó su cuerpo abrazar;
y quién, cuando la vida se apaga
y las manos tiemblan ya,
quién no buscó ese recuerdo
de una barca naufragar.
 
Amores se vuelven viejos
antes de empezar a amar,
porque el amor es un niño
que hay que enseñar a andar.
El amor es como tierra
que hay que arar y sembrar,
míralo al caer la tarde
que no lo vengan a pisar.
 
Quién no escribió un poema
huyendo de la soledad,
quién a los quince años
no dejó su cuerpo abrazar;
y quién, cuando la vida se apaga
y las manos tiemblan ya,
quién no buscó ese recuerdo
de una barca naufragar.

Amores se van marchando...
 
Mari Trini, Amores

jueves, 26 de octubre de 2023

Venatoria 3

Juan Pantoja de la Cruz, San Nicolás de Tolentino (1601), Museo del Prado
Y junto a la oración, la ascesis. Durante el año ayunaba cuatro días por semana; en adviento y cuaresma, todos los días menos el domingo. En los últimos lustros de su vida no probó la carne ni el pescado ni los lacticinios. Se alimentaba a base de legumbres, verduras y pan, y a menudo desazonaba los alimentos con una buena dosis de agua fría o el abuso de condimentos. Algún día a la semana se concedía algún vasito de vino, aunque de ordinario lo mezclaba con agua. Particularmente reacio se mostró al consumo de la carne. Sólo por obediencia llegó a probarla alguna vez en sus últimos años. Y aun entonces se las ingenió para conjugar la obediencia con la mortificación. En una ocasión llevó a la boca un trocito de ave y lo demás lo envió a otros religiosos enfermos. El obispo de Camerino cuenta que en otra ocasión intimó el vuelo a dos perdices asadas que le ofrecía una devota, y ellas obedecieron al instante: «Seguid vuestro camino. E, inmediatamente, las perdices echaron a volar». El pueblo cristiano se apoderaría pronto de esta escena y la convertiría en el atributo más frecuente en la iconografía de nuestro santo.

Ángel Martínez Cuesta, OAR, "San Nicolás de Tolentino" (fragmento), en Agustinos Recoletos (página web)

jueves, 19 de octubre de 2023

Gastromanía 41

Aceitunas de cornezuelo de Jaén aliñadas, foto: Antonio Erena,18.10.23
TORUVIO, simple, viejo
ÁGUEDA, su mujer
MENCIGÜELA, su hija
ALOXA, vecino

TORUVIO.—¡Válgame Dios, la que cae desde el monte acá, que parece que el cielo se hunde! En fin, ¿qué tendrá preparado de comer mi señora esposa? ¡Así mala rabia la mate! (Llama a la puerta). ¡Eo! ¡Muchacha! ¡Manigüera!¡Pues no estarán durmiendo! ¡Águeda! ¡Eo!

MENCIGÜELA.—(Abre). ¡Jesús, padre! ¿Tenéis que romper la puerta?

TORUVIO.—¡Calla, calla! ¿Dónde está vuestra madre, señora?

MENCIGÜELA.—Allá está, en casa de la vecina, que le ha ido a ayudar a coser unas madejillas.

TORUVIO.—¡Malas madejillas vengan por ella y por vos! ¡Andad y llamadla! (Sale la niña a buscarla).

ÁGUEDA.—(Vuelven). Ya está, ya está, el señor importante, ya viene de hacer una triste carguilla de leña, que no hay quien se entienda con él.

TORUVIO.—Sí… ¿Carguilla de leña le parece a la señora? Juro al cielo de Dios que éramos yo y vuestro ahijado y no podíamos.

ÁGUEDA.—Ya, ya, marido. ¡Y qué mojado que venís!

TORUVIO.—Vengo hecho una sopa de agua. Mujer, por vida vuestra, que me deis algo de cenar.

ÁGUEDA.—¿Yo qué diablos os tengo de dar, si no tengo nada?

MENCIGÜELA.—¡Jesús, padre, y qué mojada que venía aquella leña!

TORUVIO.—Sí, después dirá tu madre que es el rocío de la mañana…

ÁGUEDA.—Corre, muchacha; haz un par de huevos para que cene tu padre y hazle la cama. Estoy segura de que no os habéis acordado de plantar el renuevo de aceitunas que os pedí.

TORUVIO.—¿Y por qué he tardado tanto si no era porque lo estaba plantando?

ÁGUEDA.—Callad, marido. ¿Y adónde lo plantaste?

TORUVIO.—Allí junto a la higuera donde, si os acordáis, os di un beso.

MENCIGÜELA.—Padre, puede entrar a cenar, que ya está.

ÁGUEDA.—Marido, ¿sabéis qué he pensado? Que aquel renuevo de aceitunas que plantaste hoy, de aquí a seis o siete años, llevará 200 o 300 kilos de aceitunas. Y que, poniendo plantas aquí y plantas allá, de aquí a veinticinco o treinta años tenéis un olivar hecho y derecho.

TORUVIO.—Eso es verdad, mujer; que no puede dejar de ser lindo.

ÁGUEDA.—Mira, marido, ¿sabéis qué he pensado? Que yo cogeré la aceituna y vos la llevaréis con el asnillo y Mencigüela la venderá en la plaza. Y mira, muchacha, que te mando que no me cobres el celemín a menos de dos reales castellanos.

TORUVIO.—¿Cómo a dos reales castellanos? ¿No veis que es cargo de conciencia y nos llevará al que pesa el grano cada día? Que basta pedir catorce o quince dineros por celemín.

ÁGUEDA.—Callad, marido, que ese olivar es de la cepa de la casta de los de Córdoba.

TORUVIO.—Pues aunque sea de la casta de los de Córdoba, basta pedir lo que tengo dicho.

ÁGUEDA.—No me quebréis la cabeza. Mira, muchacha, que te mando que no las des menos el kilo de a dos reales.

TORUVIO.—¿Cómo a dos reales? Ven acá, muchacha, ¿a cómo has de pedir?

MENCIGÜELA.—A como queráis, padre.

TORUVIO.—A catorce o quince dineros.

MENCIGÜELA.—Así lo haré, padre.

ÁGUEDA.—¡¿Cómo «así lo haré, padre»?! Ven acá, muchacha: ¿a cómo has de pedir?

MENCIGÜELA.—A como mandéis, madre.

ÁGUEDA.—A dos reales.

TORUVIO.—¿Cómo a dos reales? Yo os prometo que, si no hacéis lo que yo os mando, os daré más de doscientos correazos. ¿A cómo has de pedir?

MENCIGÜELA.—A como decís vos, padre.

TORUVIO.—A catorce o quince dineros.

MENCIGÜELA.— Así lo haré, padre.

ÁGUEDA.—¡¿Cómo «así lo haré, padre»?! (Pegándole). Toma, toma, haced lo que yo os mando.

TORUVIO.—Dejad a la muchacha.

MENCIGÜELA.—¡Ay, madre! ¡Ay, padre, que me mata!

ALOXA.—¿Qué es esto, vecinos? ¿Por qué maltratáis así la muchacha?

ÁGUEDA.—¡Ay, señor! Este mal hombre que me quiere vender las cosas a menos precio y quiere echar a perder mi casa. ¡Unas aceitunas que son como nueces!

TORUVIO.—Yo juro por mis muertos que no son aun ni como piñones.

ÁGUEDA.—¡Sí son!

TORUVIO.—¡No son!

ÁGUEDA.—¡Sí son!

TORUVIO.—¡No son!

ALOXA.—Señora vecina, tened la bondad de entrar, que yo lo averiguaré todo.

ÁGUEDA.—¡Averiguadlo!

ALOXA.—Señor vecino, ¿dónde están las aceitunas? Sacadlas acá fuera, que yo las compraré, aunque sean veinte kilos.

TORUVIO.—Que no, señor, que no es de esa manera que vuestra merced se piensa; que no están las aceitunas aquí en casa, sino en el campo.

ALOXA.—Pues traedlas aquí, que yo os las compraré todas al precio que justo fuera.

MENCIGÜELA.—A dos reales quiere mi madre que se venda el kilo.

ALOXA.—Cara cosa es ésa.

TORUVIO.—¿No le parece a vuestra merced?

MENCIGÜELA.—Y mi padre a catorce o quince dineros.

ALOXA.—Tenga yo una muestra de ellas.

TORUVIO.—¡Válgame Dios, señor! Vuestra merced no me quiere entender... Hoy he yo plantado un renuevo de aceitunas y dice mi mujer que de aquí a seis o siete años llevará 200 o 300 kilos de aceituna y que ella la cogería y que yo la llevara y la muchacha la vendiese. Y que había de pedir a dos reales el kilo. Yo, que no; y ella, que sí. Y sobre esto ha sido la cuestión.

ALOXA.—¡Vaya discusión! Nunca lo había visto. ¡Las aceitunas no están plantadas y a la niña ya le encargaban que las vendiesen!

MENCIGÜELA.—¿Qué le parece, señor?

TORUVIO.—No llores, chica. Andad, hija, y ponedme la mesa, que yo os prometo comprar un vestido con las primeras aceitunas vendidas.

ALOXA.—Así me gusta, vecino; entraos allá y tened paz con vuestra mujer.

TORUVIO.—Adiós, señor.

ALOXA.—(Al público). ¡Qué cosas más raras vemos en esta vida! ¡Las aceitunas no están plantadas, y ya las hemos visto reñidas!

Lope de Rueda, Las aceitunas (1548, versión modernizada)

miércoles, 18 de octubre de 2023

Evangelistas

Gil de Siloé (atrib.), detalle de los evangelistas del Retablo de Nuestra Señora de la Buena Mañana, iglesia de San Gil, Burgos, fotos: Antonio Erena, 11.08.22

martes, 17 de octubre de 2023

Venatoria 2 - Lecturas 18

Juan Luis González-Ripoll, Narraciones de caza mayor en Cazorla, Everest, 1974 (en primer plano, Justo Cuadros Vilar, guarda mayor del Coto Nacional)
    Habíamos visto sus desmogues y eran extraordinarios, y don José María de la Cerda me había dicho:
    —Mira, Justo, que no se os pierda de vista este ciervo; cuando se mude de un sitio a otro que sepáis por donde anda, que vamos a procurar que lo mate el Caudillo.
    Pues ya nosotros, muy advertidos, con el interés del ciervo, le aprendimos las querencia, y los sitios por donde andaba y las ciervas que llevaba, y cuando acababa con una cuadrilla de hembras, porque ya no querían macho, pues se iba con otras, y si la querencia de estas era ir por otro sitio, allí se iba, y nosotros detrás. Iba cambiando de sitio, y nosotros lo íbamos siguiendo, siguiendo. Y le aprendimos hasta el berrido. Y como estaba cercana la venida del Caudillo, pues pusimos todo el interés en tenerle bien localizado.
    Por esos días ya la berrea iba muy avanzada, que esto era por el 20 de septiembre[1] y el ciervo estaba muy emperrado: había tomado muchas ciervas y estaba muy emperrado, y se estaba en el llano del pantano hasta que le calentaba el sol, y entonces se iba subiendo por las sombras y se metía buscando el frescor de la islilla, al pie de Cabeza de la Viña.
    Por eso, la idea que tenía don José María era poner al Caudillo al filo del Castillo antes de que amaneciese, y como el bicho pasaba la noche en el llano, al venir a recogerse, ahí lo mataba.
    Pero ocurrió que, con las idas y venidas de la gente de arreglar un puesto para que se pusiera el Caudillo, el ciervo se chanteó, y yo lo vi cómo se iba subiendo al Cerro del Almendral, cuando iba trasponiendo a meterse en el monte. Desde lejos lo estuve viendo con los prismáticos.
    Zapeado de aquel día, era muy raro que viniera al día siguiente, que era cuando tenía anunciada la llegada el Caudillo. Y yo no esperaba que volviera el ciervo, pero me dijeron que pusiera al Caudillo al pie del castillo, y así lo hice. Era muy de mañana e íbamos los dos solos, y yo llevaba los dos rifles, el catrecillo, la ropa de agua. Y estaba lloviznando y con neblinas. Y oíamos berrear al venado allí muy cerquita, que había muchos otros berreando también, pero el berrido del grande lo distinguía yo bien del de los demás.
    Se agarró a llover un poco fuerte, y luego se levantó aire, ya queriendo amanecer. Y empezaron los venados y las ciervas a retirarse buscando el monte, y el berrido del venado grande se oía cada vez más lejano, en dirección a la torreta de piedra que hay en la lomilla, junto al regajo, que hay allí unos robles muy grandes en la barranca.
    De manera que yo vi que aquello pintaba mal, y se lo dije al Caudillo:
    —Excelencia, aquí no hacemos nada. El bicho no viene aquí ya.
    —¿Y qué hacemos? —me preguntó.
    —Pues yo creo que el bicho se va a pegar a la solana —le dije—, y todavía quizá llegáramos a tiempo, porque él va con las hembras y se va entreteniendo, y a lo mejor llegábamos a tiempo antes de que salte a la carretera.
    Le pareció bien:
    —¡Ah!, pues vamos —dijo.
    Bajamos de allí, y al empezar a repechar le pregunté si quería que pidiera un caballo, porque y o tenía escondido al guarda en el Cerro del Almendral, y tenía convenido con él que si le hacía una seña con el pañuelo se viniera a nuestro encuentro y si le hacía dos señas se trajera un caballo. Total que le pregunté al Caudillo si quería un caballo, y él me preguntó si era muy lejos donde teníamos que ir.
    —No está lejos, excelencia —le dije—, un kilómetro o menos.
    —No pidas caballo, prefiero ir andando —me dijo.
    Le hice una seña al guarda y se vino para donde estábamos nosotros.
    Y se lo presenté al Caudillo y le dio la mano, y entonces yo le dije:
    —Corre, que el venado se ha volcado ahí como al nacimiento, a ver si le haces algún visaje y, como va con hembras, se entretiene en esas pinatadillas y nos da tiempo de llegar antes de que salte la carretera y se meta en la solana de la Paridera.
    Y esto ya era de día, pero al poquillo de amanecer, y el guarda echó delante trotando y nosotros nos fuimos detrás a paso más lento. Pero no habíamos andado cien metros cuando vimos al guarda asomarse a la lomilla y nos dijo por señas que el venado había traspuesto la cañada arriba hacia el collado. De manera que ya no había forma de cortarle, y salí con el Caudillo a la carretera y allí estaba toda la Plana Mayor.
    Bueno, conque a aguantar el chaparrón: si las cosas salen mal, ¿quién tiene la culpa?: Justo Cuadros. Conque ¡hale!, vengan quejas. Había un señor allí liado en una gabardina y la cogió conmigo: que si vaya fracaso, que si tal que si cual, que vaya caminata que le había metido al Caudillo, que no tiene usted perdón de Dios.
    Yo pensaba: «Este se cree que un venado es una vaca suiza que se lleva donde uno quiere». Y el Caudillo lo estaba oyendo, y, de pronto, se volvió a nosotros:
    —Bueno, Justo, ¿adónde hay que ir para matar el ciervo?
    Estábamos como a medio kilómetro de la Tinada de las Majaícas, esa paridera que se ve junto a la carretera en el kilómetro 30[2]. De modo que le dije al Caudillo:
    —Pues mire, excelencia, ¿ve aquel tejalillo, que es una tinada que decimos aquí?, pues trescientos metros por encima lo vamos a matar, porque allí tiene la cama y es muy probable que pase por allí. Que nos pongan un caballo para su excelencia.
    Le pareció bien. Y se formó un revuelo fenomenal: los caballos salieron trotando, el coche se puso al lado del Caudillo y salimos todos corriendo, y los de las boinas coloradas traspusieron detrás de nosotros en otro coche.
    Y en diez segundos estábamos en la tinada. Yo iba bastante confiado porque antes de arrancar el coche, en un descuidillo, me acerqué a mi primo Pedro Vilar, que tenía lo menos 12 o 14 guardas con él, y le dije:
    —Coge a toda la gente y me das un ganchillo por lo alto del collado, y si hubiera que traerlo cogido de un cuerno que asome el venado; que dé vista, por lo menos que lo vea el Caudillo.
    Llegamos a la tinada, y el Caudillo montó a caballo, y yo andando, y un guardia civil llevando otro caballo de la brida. Y subimos poco más de 300 metros. Y ya llegamos a un sitio que yo sabía que, si salíamos de allí y el bicho se había venido ligero, podíamos zapearlo, y le dije:
    —Excelencia, aquí era conveniente que se apeara.
    En seguida. No dio tiempo a que el civil le sujetara el estribo.
    De manera que le indiqué al guardia que se ocultara con los caballos en un vallejillo para que no hicieran visaje. Y el Caudillo y yo seguimos subiendo. Pero entonces me di cuenta de que venían detrás de nosotros lo menos seis u ocho guardias de esos de las boinas coloradas, que iban uno detrás de otro serpeando en fila india. Y venían 50 metros detrás de nosotros. «Éstos lo echan todo por alto», pensé. Y miré así al Caudillo, sin decir nada, pero él lo cogió en seguida:
    —¿Qué?, Justo.
    —Excelencia —le dije—, solos vamos mejor. Nos vamos a poner en un sitio muy reducido y la escolta nos va a estorbar.
    Se volvió un poco y les dijo:
    —¡Atrás! ¡Con los caballos!
    De manera que se metieron en el vallejo donde se había quedado el civil con los caballos y nosotros seguimos subiendo solos.
    Llegamos al sitio, que es como un poyato, que hace así como una cornisa y unos peñascos que nos cubrían por detrás, y por delante hacía una vaguada y subía una loma de pinos y monte, por donde yo esperaba que pasara el venado en busca del encame. Y saqué el hocino y corté unas ramas y las puse allí delante como pude para taparnos un poco. Le abrí el catrecillo y se sentó y yo arrimé una pedreceja y me senté a su lado. Y al poquillo de sentarme pasó por delante una reata de ciervas que iban careando tranquilas; y luego vimos un pitarro de cochinos y venados con sus ciervas. Pero pasaba el rato y ya llevábamos casi una hora, y el venado grande no asomaba. Y el sol ya alto, y yo todo era mirar para el collado con los prismáticos, y notaba que él empezaba a impacientarse.
    —¿Ves algo? —me preguntó.
    —No, excelencia. Pero hay que tener en cuenta que viene con hembras, la mañana está muy fresca y la mosca no ha empezado a actuar. Todo esto hace que se retrase.
    Y él me había preguntado que por dónde podía entrarnos.
    —Pues puede entrarnos por dos sitios: o por esas matas rubias que tenemos ahí enfrente, que son unos lentiscos que se han helado del invierno. Y también puede entrarnos, y es lo más fijo, por el filo del collado, entre el monte, y si baja por allí hay que tirarle antes de que se encame, que se mete al pie de la cuevecilla aquella y nos tiene aquí hasta la noche.
    Pasaba el rato y nada. Y el sol cada vez más alto. Y él me dijo:
    —Parece que tarda.
     —Pues sí, señor. Pero yo creo que acabará por venir. Y le dije esto porque yo confiaba en que mi primo me lo echara para abajo. Y si tardaba tanto era porque Pedro Vilar le había tomado las vueltas muy por alto, para evitar que se le fuera, y fue a cortarle dando la vuelta a un collado que está muy por encima de donde nosotros estábamos puestos, y si el venado no venía por su paso, Pedro me lo traería arreado, dando un ganchillo con sus guardas a todo el romeral aquel, sin hacer ruido ni nada: solamente apretando un poco al ciervo para nosotros.
    Y así fue: cuando el bicho se vio rodeado, tiró para abajo con sus hembras, y al llegar a lo alto del Castellón, se dejó atrás las ciervas y ellas tiraron para sus encames, y él se vino para donde tenía el suyo: al pie de la cuevecilla que teníamos frente a nosotros, a cien metros de donde estábamos puestos. Y hubo como una suspensión en el aire, y el sol pegó un linternazo en las lomas de enfrente, y en ese momento vi un cuerno relucir en lo alto del collado; y me cojo los prismáticos, y era el venado.
    —¡Ya está ahí! —le dije—. Por ahí viene; el filo abajo, por el collado.
    Yo deseando que él lo viera, por si no se ponía a tiro, por lo menos que lo hubiera visto. 
    Pues lo localizó con los prismáticos y lo clasificó de momento:
    —¡Uy, que hermoso es! ¡Qué ejemplar!
    Y el bicho, entre el monte, para abajo, para abajo. Yo le insistí:

    —Excelencia, no lo deje que se me meta en la cueva, que como se encame le oscurece ahí.
    Ya estaba con el rifle preparado, apoyado sobre la horquilla que yo le apañé, que como no se hincaba en la piedra se derringaba, y yo se la tenía sujeta con la mano. Y el bicho para abajo, y nada. Que no se ponía claro: se traslucía entre el monte, y cada vez más cerca de la cueva. Y no lo tiró. Y veo al venado que hace así dos veces con las manos y se replana allí, medio tapado por las ramas de un chaparro, y se tumbó.
    Pero se le veían dos rodalillos muy buenos por entre las ramas: el nacimiento del cuello, en las paletillas, y también se le veía bien el codillo. Dos sitios muy vitales. Pero el bicho estaba a más de 150 metros.
    —Sujétame bien la horquilla —me dijo— y fíjate si le doy.
    Como yo estaba pegado a él y tenía que sujetarle la horquilla con la mano derecha, tuve que pasar la izquierda por encima de su hombro y cogerme los prismáticos. Y él apuntando, apuntando. Sonó el tiro, y el retroceso me pegó en el brazo y me movió los prismáticos, de modo que yo no vi si le dio o no.
    Él, en seguida, pegó un cerrojazo y se quedó preparado, y yo en un segundo enderecé los prismáticos y vi como el bicho, al tiro, se tiró abajo entre el monte. Y yo mirando, mirando, y el animal quiso pasar un regajo, y al trepar la lomilla se cayó de culo, y le vi colorear toda la paletilla. Y el Caudillo mientras, con el rifle a pulso, buscando la ocasión de dispararle otra vez.
    —No siga apuntando, excelencia —le dije—, que lleva un tiro de muerte.
    —¡Ah! Pero ¿le he dado?
    —Sí, señor: lleva un tiro de pulmón que va echando sangre por la boca.
    Y el bicho allí entre el monte, y que no salía. Había unos clarillos entre los pinatos, que se veían muy bien las salidas, y el bicho no rompía, pero le veíamos de vez en cuando clarearse entre el monte, pero sin acabar de salir a lo limpio.
    Yo sabía que los guardas estaban agazapados en lo alto del collado y que Pedro Vilar nos estaba viendo con los prismáticos, de modo que le dije:
    —Si quiere su excelencia que nos desengañemos de cómo está el bicho, tengo unos guardas ahí arriba por si había que rastrear o bajar al ciervo. Si quiere su excelencia les hago una seña y que vengan a ver en qué condiciones está el bicho.
    —Sí, sí, llámalos; que vengan.
    Pues no hice ni más ni menos que echar mano al pañuelo, sin voces ni silbidos ni nada. Y ellos, que estaban atentos con los prismáticos, aunque estaban a un kilómetro de nosotros, pues la pillaron de momento, y Pedro me los enchufó a todos en ala y le asomaron al venado por arriba, para echarlo hacia los rasillos.
    Fue asomar los guardas a los puntales aquellos y ver al ciervo allí, que se caía, probaba a andar y se caía: daba un empellón, con el coraje, y se caía de culo. Y se levantaba.
    Y los guardas parecía que se habían vuelto locos:
    —¡Que se cae!
    —¡Que se levanta!
    Y hubo un momento en que se quedó atravesado en los rasillos, con la cabeza levantada, que parecía que iba a berrear, y las piernas apuntaladas que mal le sostenían de pie. Y entonces al Caudillo le dio lástima y, de su propia voluntad, me dio el rifle y me dijo:
    —Toma, Justo, anda, ve y lo rematas.
    Entonces sí me acordé yo de los de las boinas coloradas. No es que fuera lejos y yo no lo perdía de vista, pero tenía que dejarlo solo, y bajar todo el riscal, repechar y llegar adonde el bicho, y él mientras solo en lo alto del poyato aquel.
    Pero, en fin, salí trotando con el rifle y llegué rameando hasta donde estaba el ciervo, que ya se había tumbado, pero con la cabeza levantada y afirmándose todavía en las manos como si quisiera levantarse. Y me eché el rifle a la cara, pero como tenía la lente puesta y yo no había tirado con lente en mi vida y estaba a menos de 15 metros de él, pues lo que veía era unos matojos de pelos más gordos que dedos. Y lo que hice fue irme a la cabeza y desde allí correrme el cuello abajo hasta que me pareció que estaba en el codillo y entonces apreté el gatillo. El bicho abajo. Y me eché mano al cuchillo y acudieron todos los guardas.
    Corté unos cuantos pinatos para poner encima al ciervo, y les dije a los guardas:
    —Echad más pinatos aquí y que no se le roce el pelo, y lo sacáis a rastras hasta la tinada.
    Y me volví adonde estaba el Caudillo, que había seguido toda la operación con los prismáticos. Y cuando llegué a él, que no me había visto acercarme, le toqué el hombro y le dije:
    —¿Ve, excelencia, cómo se mataba?
    Yo estaba más emocionado que él. Me dio un abrazo y me dijo:
    —No cabe duda de que es el récord: nunca vi otro igual.
    Y vaya si lo era: el venado récord de España. Desde que se vienen homologando trofeos no se ha matado otro mejor. Ni después, tampoco.

[1] El día exacto de la cacería fue el 24 de septiembre de 1959, según consta en el Catálogo de Trofeos de Caza 2011 – 2017 (Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación., Madrid, 2022, p. 289), donde ocupa el puesto N.º 20 de los trofeos históricos de venado en terrenos abiertos (nota del autor del blog).
[2] De la carretera Cazorla-El Tranco (actual A-319), contado a partir del cruce con la de Vadillo Castril (JF-7091) (nota del autor del blog).

Juan Luis González-Ripoll, Narraciones de caza mayor en Cazorla, «El venado récord de España», Editorial Everest, 1974, pp. 213-219.

lunes, 16 de octubre de 2023

Venatoria 1

José Mª Quintanilla, Cartel de la 1ª Exposición Nacional de Caza y Pesca Fluvial, 1932, exposición "Madrid Capital Cultural. Un recorrido por el ocio madrileño a través de carteles antiguos (1880-1980)", Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque, Madrid, foto: Antonio Erena, 22.06.22

miércoles, 11 de octubre de 2023

Ayer y hoy 32

Jaén, calle Misericordia con Escalerilla, al fondo la entrada del antiguo hospital de San Juan de Dios, hoy la sede del Instituto de Estudios Giennenses

Jaén, calle Misericordia con Escalerilla, foto Antonio Erena, 10.10.23

martes, 10 de octubre de 2023

viernes, 6 de octubre de 2023

Música popular 173 - Obituarios 59

María Jiménez (Sevilla, 3.02.1950 - 7.09.2023), foto de Gigi para la portada del disco Desnúdame sobre mayo (1980)
María Jiménez, canal en YouTube

Todo lo que yo te haga
antes ya tú me lo hiciste,
y ahora, ¿qué quieres conmigo?,
si tú, para mí, no existes.
Aún yo soy mejor persona,
pues no quiero hacerte daño,
sólo sé que no te quiero,
mi amor se fue con los años.
 
¡Se acabó!
Porque yo me lo propuse, y sufrí
como nadie había sufrido, y mi piel
se quedó vacía y sola,
desahuciada en el olvido. Y después
de luchar contra la muerte, empecé
a recuperarme un poco, y olvidé
todo lo que te quería, y ahora ya…
y ahora ya, mi mundo es otro.
 
Tú no me vengas con pamplinas,
ni me pidas que te ayude,
cuando te necesitaba
yo jamás a ti te tuve.
Ni te quiero ni te odio,
quiero bien que me comprendas
que eres uno más de tantos
que yo nunca conociera.
 
¡Se acabó!
Porque yo me lo propuse, y sufrí
como nadie había sufrido, y mi piel
se quedó vacía y sola,
desahuciada en el olvido. Y, después
de luchar contra la muerte, empecé
a recuperarme un poco, y olvidé
todo lo que te quería, y ahora ya…
Y ahora ya, mi mundo es otro.
Y ahora ya, mi mundo es otro.
Y ahora ya, mi mundo es otro.
Y ahora ya, mi mundo es otro.
 
Jose Ruiz Venegas, Se acabó (1978)

jueves, 5 de octubre de 2023

Perritos 35

Iglesia de Castillejo de Robledo, Soria, foto: Antonio Erena, 04.08.23
Castillejo de Robledo en el Camino del Cid

A la izquierda dejan Atienza,   una peña muy fuerte,
la sierra de Miedes   la pasaron entonces, 
por los Montes Claros   espolean con vigor. 
A la izquierda dejan Griza,   que Álamos pobló 
(allí están los subterráneos   donde a Elfa encerró), 
a la derecha dejan San Esteban,   que queda más remoto. 
Los infantes han entrado   en el robledo de Corpes, 
el arbolado es muy alto,   las ramas suben a las nubes, 
los animales salvajes  andan alrededor. 
Hallaron un vergel   con una limpia fuente, 
mandaron plantar la tienda   los infantes de Carrión, 
con cuantos traen consigo   allí duermen esa noche, 
abrazando a sus mujeres   les demuestran amor, 
¡mal se lo cumplieron   cuando salió el sol!

Cantar de Mío Cid, Cantar Tercero, versos 2691 - 2704 (versión modernizada de Alberto Montaner Frutos)